Carne de Dios

Homero Aridjis

Fragmento

1. La chamana alucinante

1. La chamana alucinante

María Sabina saludaba a los umbrales, percibía criaturas invisibles al ojo, los hongos sagrados hablaban a través de ella. Por su voz.

Descalza, delgada, baja de estatura, la Señora sin Mancha ignoraba su edad, pero no sus años de visiones y de muertes. Nacida en Huautla de Jiménez, no sabía leer ni escribir, tampoco hablar en español. Su vida había transcurrido en ese pueblo en las montañas, trabajando la tierra para mantenerse y mantener a sus hijos.

Su indumentaria era sencilla: enagua y huipil de manta blanca hasta el tobillo adornado con listones de colores y bordado con pájaros amarillos y flores rosas. Tejido por ella en un telar de cintura, para salir a la calle se envolvía en un rebozo suficientemente ancho como para acomodar a un niño de crianza o para cargar los hongos recolectados bajo la luna tierna.

El domingo bajaba al mercado con maíz, frijol y café para vender. Entre las 9 y las 11 de la mañana, las horas de mayor afluencia de gente de Huautla, quienes, según el mito, los primeros pobladores de lengua mazateca tuvieron por ancestros a ciertos árboles de un bosque que recibía el nombre de Ampadad, que quería decir “lugar donde nace la gente”.

En la ancha calle comercial, llena de tendidillos en los que marchantas y curanderos vendían canastas, comales, cántaros y ollas de barro, verduras, frutas, hongos, carapachos de armadillo para llevar semillas para la siembra y sombrillas para taparse del sol, se le reconocía por su cuerpo menudo, su cabello con raya en medio y sus trenzas caídas hacia atrás. También se distinguía por sus cejas espesas, sus pómulos salientes, su boca desdentada y sus aretes y collares con cuentas azules y rojas, y su hábito de fumar gruesos cigarros, beber aguardiente y enfatizar gestos y palabras con dedos o manos. Ahí en el mercado también se negociaban los paquetes mágicos elaborados por un hechicero. Éstos contenían un huevo, siete pedacitos de papel color café, siete plumas de guacamaya, granos de cacao y pedacitos de copal envueltos en cáscara de elote o en hoja de plátano. Según los libros, los barrios de Huautla eran de origen sobrenatural, habían surgido de cumbres antiguas, cerros apolillados, manantiales de agua bronca y árboles, como el barrio Mixteco, que salió del “árbol que sube”.

Hacia Cerro Fortín, donde estaba su casa, ella andaba con agilidad tanto las calles planas como las empinadas, los senderos de tierra y los caminos soleados y helados. Sin prisa, aunque todo, arriba y abajo, dentro y fuera de ella, a derecha e izquierda en los cerros luminosos o neblinosos hubiese misterio y lobreguez.

Vivía rodeada de muertos, los que aún andaban por las calles y los difuntos, a los que podía ver en sueños y hablarles con los hongos. Insustancial como la sombra debajo de sus pies a veces veía venir a otra María Sabina a su encuentro como a un doble. Si bien algunos hechiceros mazatecos solían tener a un animal como nahual, ella tenía sus hongos, sus niños santos.

Su vida, que transcurría entre montañas color verde azulado como esmeraldas quietas, estaba sitiada por la pobreza propia y la violencia ajena. Una violencia tan repentina y homicida que hasta las bandas de música, en las que predominaban los instrumentos de viento, le recordaban a los maridos asesinados.

“¿Dónde se levanta el sol?”, preguntaba la maestra Herlinda a sus pupilos sentados en troncos ahuecados y sillas pequeñas en el salón de clases.

“En el oriente”.

“¿Y dónde se pone?”

“El sol se acuesta en Huautla”, contestaban ellos.

Su casa actual, que ella misma había construido con muros de adobe y tejados de lámina sobre las paredes de madera y los techos de zacate de una casa anterior (quemada por desconocidos), tenía dos puertas, la frontal y la trasera, y dos niveles, por la desigualdad del terreno.

El mobiliario era sencillo: bancos de troncos ahuecados y sillas pequeñas para sentarse; una mesa de madera para comer y petates para dormir en el suelo. La cocina era básica: un fogón sostenido por tres piedras sobre la tierra apisonada, ollas y cazuelas, metate y comal para tortillas, la masa palmeada por su hija Apolonia; tazas y platos de barro y de peltre.

Antes de estrenar su nuevo domicilio, María Sabina había enterrado en el fogón granos de cacao y de café, huevos, pollos y patas de gallo; cocinado guisos de hongos blancos con carne de gallina, como los que gustaba servir a los micólogos extranjeros que la visitaban y a los amigos locales que acudían a su casa a tocar el salterio, instrumento que le agradó desde el día en que en una velada los niños santos le preguntaron: “¿Tienes salterio?” “No, no tengo”. “Cómpralo”. Aunque por pobreza luego tuvo que venderlo como si fuera un hijo.

Sentada en el escalón de la entrada de su choza, María Sabina observaba el pueblo a sus pies: la calle principal, los callejones desparramados por las cañadas, los sembradíos de maíz y frijol para cuya labranza ella tenía azadón y machete curvo. Con añoranza escrutaba el Cerro de la Adoración a la espera del arribo del Hombre Sagrado, esa figura refulgente que una noche había visto bajar de las montañas en un caballo blanco. Cerca de su vivienda estaba el Campo del Niño Espantado, un maizal donde cayó un rayo sobre un peñasco y un infante vio un trasgo irse corriendo hacia Cerro Rabón. El roble de ramas torcidas y brazos caídos próximo a su choza era su pariente. Apenas salvado de los taladores que le habían dañado las raíces. En su tronco se figuraban unos ojos color ámbar como de niño santo. Según ella, el roble era el orgullo de las fuerzas sobrenaturales ya que solamente Dios podía hacer un árbol tan bello.

María Sabina le hablaba a su roble: “Viejo amigo, ahora que la gente empieza a morirse, quién te recordará cuando eras joven y un rayo casi te arrancó de cuajo. La mayor parte de mi vida se ha ido y mi casa se ha quedado vacía, pero tú me acompañas a través de los años con tu silencio expresivo. Cuando he tocado tu tronco he oído tu respiración y tu voz. A veces siento que hablamos el mismo lenguaje y la misma ausencia, pero por tus ramas, tu suelo y tu cielo, he visto el mundo y me he visto a mí misma”.

Al hablar a la gente su voz era tan inaudible que parecía que quería escucharse a sí misma. Rumbo al pueblo a veces bajaba la escalera tan ligeramente que sus pies apenas rozaban las piedras. Su rostro enjuto resistía las ráf

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