Los demonios del Edén

Lydia Cacho

Fragmento

Prefacio a esta edición revisada

Prefacio a esta edición revisada

El viernes 16 de diciembre de 2005, siete meses después de que comenzó a circular la primera edición de este libro, fui detenida sorpresivamente por una brigada de judiciales afuera de las oficinas del Centro Integral de Atención a las Mujeres (CIAM) en Cancún, un organismo de defensa de mujeres víctimas de la violencia, del cual era directora. Los judiciales aparentemente portaban una orden de aprehensión girada por un juez poblano, como resultado de una demanda por calumnia y difamación presentada por Kamel Nacif Borge; nunca me la mostraron. Nacif, poderoso empresario, apodado el Rey de la Mezclilla, es mencionado en este libro como uno de los amigos que frecuentaban al pederasta Succar Kuri y que éste solía mencionar como uno de sus protectores, que además le hacía pedidos de niñas vírgenes, según se escucha en su propia voz, en una serie de llamadas telefónicas cuya grabación obra en mi poder, además del testimonio de las víctimas que obtuve yo misma y que coincide con el recogido en expedientes de la Procuraduría General de la República (PGR).

Lo que podría haber sido una simple querella entre dos particulares fácilmente discernible en tribunales, pronto adquirió visos de convertirse en una verdadera acción punitiva en contra de mi persona y en un embate político de un poder mucho mayor que el representado por un grupo de judiciales que duraría diez años. Bastaron unos minutos tras mi detención para darme cuenta de que detrás de ella había una poderosa maquinaria política y económica. Los demonios del Edén, título del libro, se habían soltado e intentaban convertir mi vida en un infierno, castigarme por decir la verdad.

UN SECUESTROLEGAL

En realidad, las cosas fueron maquinadas para fabricar una orden de arresto. Cuando hay una denuncia por difamación, la o el juez pide que la o el periodista acuda para responder a la demanda. El problema es que a mí los citatorios de la juez nunca me llegaron. Ese desacato, del que yo estaba ajena, es lo que desencadenó la orden de aprehensión por parte de la juez quinto de lo penal en Puebla, ciudad en donde origina la denuncia mi demandante, a mil quinientos kilómetros de Cancún.

Eso constituyó una primera violación a mis garantías individuales más elementales, porque no se debe girar una orden de este tipo sin asegurarse de que la o el acusado ha recibido los citatorios. Violaron mis garantías constitucionales de los artículos 14, 16 y 20, que aseguran mi derecho a ser escuchada en los tribunales antes de ser juzgada.

Una vez lograda dicha orden, se orquestó todo un operativo para desencadenar una verdadera pesadilla.

  • Se trasladó desde Puebla un convoy de dos autos con cinco judiciales, a los que se sumaron al menos otros tres vehículos en Quintana Roo, para efectuar un operativo digno de la aprehensión de un capo del narcotráfico.
  • La detención se realizó el viernes a las 12:30, cuando arribé a mi oficina.
  • Me rodearon cuatro judiciales armados para subirme a uno de los vehículos, escoltado por los otros cuatro vehículos. El despliegue me hizo pensar lo peor en ese momento. Algo que luego se confirmaría.
  • Fui llevada a la procuraduría de Quintana Roo, porque una diligencia de otro estado requiere la autorización de la procuraduría local. Lo que por lo regular es un trámite de varias horas, sospechosamente se hizo en versión fast track, en no más de veinte minutos.
  • Se llevó a cabo una estrategia para deshacerse de la custodia de agentes de la Agencia Federal de Investigación (AFI) que me había asignado el gobierno federal, debido a las numerosas amenazas de muerte que había recibido. En el momento en que me aprehendieron, los agentes de la AFI no estaban conmigo, pero llegaron tras de mí a la procuraduría estatal en Cancún. Más tarde supe que los judiciales poblanos les aseguraron a los agentes federales que podrían acompañarme en el recorrido por carretera a Puebla. Pero tan pronto hicieron su gestión, me sacaron por la puerta trasera, engañándome y, asegurándome que iríamos por mi gente, me forzaron a entrar a un auto y se dieron “a la fuga”, para tomar la carretera.
  • Durante mi detención no me permitieron acceder a teléfonos ni tener contacto con mi abogado. Me impidieron tomar medicinas o ropa de abrigo para el viaje a Puebla; les insistí en mi derecho a la salud y me aseguraron que me acompañarían por mis medicamentos y un suéter antes de salir.
  • La “fuga” se realizó con el apoyo de judiciales de Quintana Roo, quienes escoltaron al convoy para permitir que escapara con fluidez sobre el tránsito local. Participaron al menos una decena de agentes locales para sacarme a la carretera.
  • El procurador de Quintana Roo, Bello Melchor, aseguró en un noticiero local que Kamel Nacif había estado con él para asegurarse de mi detención. Los mafiosos no se tomaron la molestia de disimular que se utilizaba la justicia como instrumento de venganzas personales.

Durante las primeras horas en la carretera me hicieron sentir que el secuestro podría terminar en algo peor: trato hostil, negativas a mi pedido de hacer alguna llamada, insultos, violencia sexual y amenazas de muerte constantes. Entre ellos, comenzaron a conversar sobre las ocasiones en que habían muerto otros prisioneros. Habían leído historias sobre mí en internet y hacían referencia a un “tipo de Torreón que me quería matar”. Me aseguraron que querían pasar a ver el mar de noche; me preguntaron si sabía nadar, y uno de ellos habló sobre “la gente que se ahoga”; en algún momento se detuvieron frente al mar, me bajaron del auto y me aseguraron que tenían órdenes de hacerme desaparecer en el mar. Me preguntaron por mi libro “sobre un pederasta” y hablaron sobre cómo en las cárceles se viola a los que se meten “en eso”. A mí me llevarían a la cárcel. Esos hombres vestidos de civil, que aseguraban ser policías judiciales, me advirtieron que si llegaba viva a la cárcel, sería violada.

En las veinte horas que transcurrieron en la carretera, pasé los momentos más solitarios y difíciles de mi vida, la mayor parte del tiempo creí que no llegaría con vida a la prisión. Un año después narré parte de esos hechos en mi libro Memorias de una infamia.

Nunca sabré si en realidad estaban esperando alejarse de la península para proceder a una desaparición forzada o feminicidio; durante el trayecto me hicieron saber que debía retractarme del contenido de este libro que tiene en sus manos, o terminaría muerta. Por fortuna, luego de muchas horas, recibieron una llamada de sus superiores. A partir de entonces, el trato fue menos agresivo: a ratos amable, a ratos hostil. Después me enteré de que la presión de las organizaciones civiles y de las redes de periodistas, enteradas de mi “secuestro”, había propiciado llamadas al gobernador de Puebla, Mario Marín, para hacerlo responsable de lo que me

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