La misión del bufón

Robin Hobb

Fragmento

Título

1

Chade Estrellafugaz

¿Es el tiempo la rueda que gira, o el surco que esta deja a su paso?

Acertijo de Kelstar

Se presentó una primavera tardía y húmeda, y trajo de nuevo la vastedad del mundo a la puerta de mi casa. Por aquel entonces yo tenía treinta y cinco años. A los veinte habría pensado que un hombre de mi actual edad empezaba a chochear. Ahora no me parecía ni joven ni viejo, sino a medio camino entre lo uno y lo otro. Ya no contaba con la excusa de la bisoñez y aún no podía escudarme en las excentricidades de la senectud. En muchos aspectos ya no estaba seguro del concepto que tenía de mí mismo. En ocasiones me asaltaba la sensación de que mi vida desaparecía poco a poco detrás de mí, de que se disipaba como un rastro de huellas bajo la lluvia, aunque tal vez siempre había sido un hombre apacible entregado a una existencia ordinaria en una cabaña situada entre el bosque y el mar.

Aquella mañana estaba acostado, escuchando los sonidos leves que de cuando en cuando me aportaban cierta calma. El lobo respiraba cadenciosamente junto al fuego que crepitaba sosegado en el hogar. Me acerqué a él por medio de la magia de la Maña que compartíamos y acaricié sus pensamientos oníricos. Soñaba que corría por sinuosas colinas nevadas con su manada. Para Ojos de Noche aquel era un sueño de silencio, frío y premura. Retiré mi toque con delicadeza y lo dejé disfrutar de su paz íntima.

Al otro lado de la pequeña ventana, los pájaros que regresaban se dirigían trinos desafiantes los unos a los otros. Corría una brisa ligera que cada vez que agitaba los árboles les hacía liberar parte del agua fresca que la lluvia caída durante la noche había acumulado entre la fronda, de tal modo que las gotas tamborileaban sobre la hierba mojada. Los árboles eran cuatro abedules plateados. Cuando los planté no eran más que unos simples palitos. Ahora su exuberante follaje desplegaba un agradable velo de luces y sombras sobre la ventana de mi dormitorio. Cerré los ojos y casi pude sentir cómo la luz retozaba sobre mis párpados. No deseaba levantarme, aún no.

El día anterior había pasado una mala tarde, y tuve que afrontarla a solas. Hacía casi tres semanas que mi hijo, Percán, se había echado a la briba con su amiga Estornino y aún no había regresado. No podía culparlo. Mi vida, reposada y solitaria, comenzaba a pesar sobre sus hombros juveniles. Las historias que Estornino le contaba acerca de la vida en Torre del Alce, adornadas con toda la habilidad que le permitía su talento de juglaresa, le sugerían unos escenarios demasiado atractivos para que los ignorase. Por tanto, permití a regañadientes que se lo llevara de vacaciones a Torre del Alce, para que conociese el Festival de Primavera que allí se celebraba, probase los pastelillos aderezados con semillas de carris, viera un espectáculo de títeres y, si surgía la ocasión, besara a alguna chica. Percán había dejado atrás la época en que se conformaba con tener un plato en la mesa cada día y una manta con la que arroparse por la noche. Me dije a mí mismo que era hora de ir pensando en dejarlo marchar, de que empezara a trabajar como aprendiz para un buen carpintero o un fijador. Parecía tener talento para eso y, además, mientras antes comenzara un muchacho a aprender un oficio, más llegaría a dominarlo. Aun así, yo todavía no estaba preparado para despedirme de él. Por el momento disfrutaría de un mes de paz y aislamiento y volvería a hacer las cosas por mí mismo. Ojos de Noche y yo nos hacíamos compañía el uno al otro. ¿Qué más necesitábamos?

Sin embargo, apenas se hubieron marchado, sentí que un silencio demasiado intenso pesaba sobre la pequeña casa. La emoción del muchacho al marcharse me recordó cómo me hacían sentir a mí los Festivales de Primavera y otros acontecimientos similares. Los espectáculos de títeres, los pastelillos de semillas de carris y los besos a las chicas me traían recuerdos muy vívidos que creía extinguidos desde hacía mucho tiempo. Tal vez esas visiones fuesen lo que me provocaba unos sueños demasiado reales para ignorarlos. En dos ocasiones llegué a despertarme sudando y temblando, con los músculos contraídos. Llegué a disfrutar de algunos años de tregua, pero a lo largo de los últimos cuatro años mi antigua obsesión había renacido. Ahora llevaba un tiempo yendo y viniendo sin un patrón definido. Era como si la vieja magia de la Habilidad se hubiera acordado de mí súbitamente y pretendiera sacarme a rastras de mi refugio de paz y soledad. Los días, antes siempre idénticos y monótonos como las cuentas de un collar, transcurrían ahora trastocados por su llamada. Unas veces el hambre de Habilidad me carcomía del mismo modo que una úlcera devora la carne sana. Otras, solo me hacía pasar algunas noches presa del anhelo, de unos sueños muy reales. Si el chico hubiera estado en casa, tal vez habría podido disipar a las continuas punzadas de la Habilidad. Pero se había marchado, de modo que la tarde del día anterior sucumbí a la fuerte adicción que tales sueños atizaban. Bajé a los acantilados, me senté en el banco que mi chico había construido para mí y proyecté mi magia más allá de las olas. El lobo se sentó un rato a mi lado, con un eterno reproche en sus ojos. Traté de ignorarlo.

—No es más censurable que tu afición a molestar a los puercos espines —señalé.

Con la diferencia de que estas púas pueden extraerse. Tu herida no hace más que agrandarse y empeorar cada día. Me dedicó una mirada profunda mientras compartía conmigo sus pensamientos mordaces.

¿Por qué no sales a cazar algún conejo?

Hiciste que el chico se marchara y se llevara el arco.

—Podrías cazarlos tú mismo, ¿sabes? Es lo que hacías antes.

Antes salías a cazar conmigo. ¿Por qué no recuperamos esa costumbre en lugar de insistir en esta búsqueda vana? ¿Cuándo aceptarás que no hay nadie ahí fuera que pueda oírte?

Tengo que… intentarlo.

¿Por qué? ¿Mi compañía no te basta?

Sí que me basta. Siempre me ha bastado contigo. Me abrí un poco más al vínculo de la Maña que compartíamos e intenté que sintiera cómo la Habilidad tiraba de mí. La magia lo quiere así, no yo.

No sigas. No quiero verlo. Y cuando le impedí acceder a aquella parte de mí, me preguntó con tono lastimero: ¿Es que nunca nos dejará en paz?

No podía responder a eso. Momentos más tarde el lobo se tumbó, acomodó su enorme cabeza sobre las patas y cerró los ojos. Sabía que se quedaría conmigo porque temía por mí. En dos ocasiones, durante el penúltimo invierno, me entregué en exceso a la Habilidad, consumiendo mis energías físicas con la búsqueda mental hasta el punto de que después ya no podía ni regresar tambaleándome a casa por mi propio pie. Ojos de Noche tuvo que ir a avisar a Percán las dos veces. Esta vez estábamos solos.

Sabía que era imprudente e inútil. También sabía que no conseguiría detenerme. Del mismo modo que un muerto de hambre deci

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