Del desencanto al mesianismo (1996-2006)

Enrique Krauze

Fragmento

Título

Prólogo

El presente volumen, segundo de la trilogía sobre la democracia en la Colección Ensayista Liberal, abarca la década de 1996 a 2006. Si el anterior fue la bitácora de una batalla por lograr las condiciones de una «democracia sin adjetivos», este registra una vocación distinta: la de construir, desde los cimientos mismos, el edificio de la democracia mexicana. Decía Alfonso Reyes que hay quien construye «con la pluma» y hay quien lo hace «con la pala». En mi caso, puse a trabajar la pluma en ensayos y artículos que publiqué en revistas y diarios de la época (sobre todo Vuelta, Letras Libres, La Jornada y Reforma), y que ahora recojo ordenados en siete apartados con un criterio a la vez temático y cronológico. A grandes rasgos, la historia que narran, acompañada de su contexto, es la siguiente.

Entre 1997 y 2000, la transición definitiva a la democracia era sólo una posibilidad. Faltaba la alternancia en el Ejecutivo. El PRI (antes de ser declarado RIP, como partido de Estado, como sistema hegemónico) podía dar un último zarpazo. Con todo, la autonomía del IFE, el ánimo de la gente, el hartazgo del pasado, el apetito de cambio, la corriente mundial de apertura y hasta las expectativas milenaristas convergían para anunciar una aurora democrática. Francisco I. Madero vería reivindicado su proyecto tras 84 años de su sacrificio.

En 1997, el PRI había perdido contra el PAN y el PRD la mayoría en la Cámara de Diputados. Y Cuauhtémoc Cárdenas (el respetado líder de la izquierda) ganó la jefatura de Gobierno en el Distrito Federal (puesto que, hasta entonces, había sido un peón del Ejecutivo). Aunque la nueva legislatura (dotada de un poder inédito) pudo haber hecho mucho más de lo que finalmente hizo, la inminencia de las elecciones presidenciales concentró muy pronto la atención general. En el momento adecuado, dando fin a una antigua costumbre monárquica, el presidente Ernesto Zedillo «se cortó el dedo», es decir, se rehusó a «destapar» un candidato: manteniendo una «sana distancia» con su partido, dejó que éste lo eligiera libremente. El PAN hizo lo propio, igual que el PRD. Los candidatos debatieron en libertad. El público se interesó genuinamente en el proceso. La palabra cambio no era retórica: era tangible, inminente, real.

Las elecciones fueron ejemplares. Arribó la alternancia en el poder. Fue un mérito mayúsculo de los ciudadanos de México. Pero el día mismo de la toma de posesión de Vicente Fox, aparecieron las primeras nubes. Un buen candidato podía no resultar un buen presidente. Fox no parecía comprender su posición política ni su responsabilidad histórica. Confundía las esferas: lo público con lo privado, lo religioso con lo secular, lo estatal con lo empresarial. Los ciudadanos habían votado por un programa, pero tan pronto se sentó en «la silla» Fox postergó iniciativas y reformas urgentes. Creyó tener todo el tiempo del mundo. Creyó que el Congreso lo apoyaría sin cortapisas. Creyó que su popularidad lo acompañaría todo el sexenio. Creyó que podía compartir legítimamente el poder con su «pareja presidencial». Creyó que podía gobernar con encuestas. Creyó que podía construir un aeropuerto sin negociar arduamente con los dueños de los terrenos. Y así, de creencia en creencia, no sin algunos logros (el IFAI, por ejemplo), llegó a la mitad de su sexenio, declarando su perplejidad ante las resistencias políticas y confesando su cándida voluntad de volver a su rancho. Extrañamente, a mitad de su sexenio, adelantó la carrera presidencial. Y al hacerlo, creó un vacío de poder.

El presidente y el Congreso se anularon mutuamente. ¿Hubiera podido el Legislativo hacer más para convivir constructivamente con el Ejecutivo? Seguramente. ¿Hubiera podido el Ejecutivo ser más paciente, sagaz, sensible, en su trato con el Legislativo? Seguramente. Pero era tal la novedad de la democracia, tan inusual en México la convivencia paritaria de esos dos poderes, que ninguno quiso ceder, o cedió lo mínimo. Y como el estilo personal de (no) gobernar de Fox favorecía el desencuentro, muy pronto aquel Legislativo se orientó hacia la siguiente elección, la de 2006.

Escritos en tiempo real, al calor de los hechos, los ensayos y artículos que recoge este volumen quisieron dar seguimiento crítico a ese proceso desconcertante: el paso de un entusiasmo arrollador a una parálisis inadmisible. En 2003 me parecía claro que Fox había perdido la oportunidad de reformar de fondo las instituciones del país. Había tanto que hacer: destruir o debilitar al menos intereses creados, reformar estructuralmente la economía, educar para la democracia al ciudadano. Fox, es la verdad, se durmió en sus laureles. Había llegado con un índice de aprobación superior al 80 por ciento y aunque a lo largo de su sexenio conservó el afecto de una mayoría, nunca supo cómo traducirlo en hechos. Para colmo, México vivía (sin saberlo) una bonanza económica que cesaría de manera abrupta pocos años después. No faltaron voces que exigían reformas. Esta exigencia está presente en varios textos de este volumen.

Tras hacer un balance de mitad del sexenio y concluir que no sólo la presidencia sino el cuerpo político todo, incluidos los empresarios, los medios, habían fallado, en 2004 propusimos una fórmula «para salir de Babel». La idea fue instaurar la cultura del debate en el centro de la vida nacional, no sólo en los medios masivos, sino en las escuelas y universidades. Letras Libres dedicó un número al tema. Amartya Sen —el famoso premio nobel de economía— sostenía que la democracia de un país estaba relacionada con la calidad del debate público. ¿Podríamos intentarlo? No era imposible, faltaban dos años para las elecciones. Pero la idea quedó como una tarea pendiente. Y lo sigue siendo, hasta ahora.

Extraña circunstancia la de 2004. En lo personal, no concebía la vuelta del PRI al poder. Si había gozado (y abusado) de él por 71 años, bien podía esperar largo tiempo para volver, pero convertido en un partido más, no en un partido de Estado. Por otra parte, el PAN estaba demostrando con creces su impreparación e incapacidad para gobernar. No por casualidad Manuel Gómez Morín, había acuñado la frase «brega de eternidades» para referirse a la misión casi testimonial de su partido. La eternidad se había adelantado en 2000, pero podría (y quizá debía) retomarse en 2006, para abrir la alternancia a otra gran fuerza histórica de oposición: la izquierda.

* * *

Para poner en perspectiva mi atención a la izquierda (sobre todo en ese momento confuso de México), este tomo recoge, en retrospectiva, una parte sustancial de mi viejo debate con sus corrientes intelectuales, políticas, periodísticas y académicas. En 1984 favorecían la vía revolucionaria y por ello se habían opuesto a mi ensayo «Por una democracia sin adjetivos», lo cual provocó un amplio debate (que recojo en esta obra). C

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