En legítima defensa

Ana Katiria Suárez Castro

Fragmento

En legitima defensa_INT_15x23-7

1

Olor a miedo

Entre el lento tránsito vehicular de las polvosas avenidas del oriente de la ciudad, las altas e inconfundibles torres de vigilancia anuncian a la distancia la llegada al penal de Santa Martha Acatitla. Alguna vez estuvieron a las afueras de la ciudad, pero hoy un espacio mínimo separa a la prisión de las colonias aledañas. Junto al imponente cerco de rejas, alambre de púas y enormes lozas plúmbeas, la vida coti­diana transcurre de acuerdo con los ritmos que marcan las 24 horas del día las operaciones del centro de readaptación. Algunas noches el sueño de los vecinos se colma de sirenas, luces y sonidos de magnetófonos. Cierta electricidad permea el aire y recibe al visitante enmudecido. Al fondo, los muros de la penitenciaría pintados de colores por la ropa que las internas ponen a secar al sol. Imponente, el coloso ofrece su silencio gris y pesado bajo las nubes que corren sobre pequeños cerros punteados de verde a punto de ser devorados por la mancha urbana. Es difícil distinguir dónde termina el concreto y dónde comienza el cielo. Poco importa cuántos años se tengan en el ejercicio de la abogacía: las cárceles jamás pierden su temible enormidad.

Éste era uno de esos días de fin de año en la Ciudad de México en los que, aunque soleados, el frío cala hondo. Después de una hora de espera, en medio de unas custodias sorprendidas por mi petición de hacerla venir, vi llegar una figura muy menuda a la que recuerdo incluso más pequeña que ahora, con la mitad del rostro completamente ennegrecido y sin ninguna prenda abrigadora. Una profunda y grave herida en el brazo izquierdo, la cual ya había visto en fotografías, supuraba una mezcla de sangre, pus y agua.

Era la mañana del lunes 16 de diciembre de 2013 en el área de locutorios1 del Centro Femenil de Reinserción Social (Cefereso) de Santa Martha Acatitla, donde la joven de 20 años se encontraba recluida, acusada formalmente de homicidio calificado. La causa: había privado de la vida al hombre que la violó.

Nuestras manos se tocaron, en ese breve contacto ínfimo que apenas permiten las rejillas, aferradas por los dedos la una a la otra.

—Soy Ana, y no sé qué tenga que hacer —le dije—, pero te juro por mi vida que te voy a sacar de aquí.

La joven bajó la cabeza y vi caer sus gruesas lágrimas contra el cemento frío, en medio de ese aliento a bilis y miedo que exhalan las prisiones.

—¿Tienes algo que decirme? —le pregunté de inmediato, pero el llanto no le permitió responder nada—. Yo voy a ser tu abogada.

Yaki tomó la hoja que deslicé por debajo de la rejilla para firmar la autorización de la defensa que iniciaría ese día.

Era el miércoles 11 de diciembre de 2013: habían pasado ya cinco días de su traslado a la cárcel desde la agencia 50 del Ministerio Público de la colonia Doctores, al que había sido consignada en condiciones poco claras, por decir lo menos. El descomunal amoratamiento de su rostro tenía una ex­plicación tremenda: un grupo de internas había tratado de asesinarla a golpes a cambio de un pago de 30 pesos. Aquellas reclusas se habían hecho pasar por familiares de uno de sus violadores. Antecedidas por los gritos: “Tú mataste al Bolas [éste y el Mamertis eran sus dos alias conocidos], que era mi hermano, y te vamos a matar” y “Tú mataste al Bolas, que era mi primo, y te vamos a matar”, las presas habían obligado a la joven a mantenerse en su celda desde el primer instante de su llegada, segundo tras segundo, hora tras hora, y después la golpiza.

Aquella frágil muchacha de mirada tristísima que tenía frente a mí, enmudecida por la conmoción, el espanto y el llanto, era una sobreviviente por partida doble: no solamente había burlado de manera casi inexplicable la brutal y clara tentativa de homicidio antecedida por su secuestro y violación sexual, sino que ahora también escapaba de la muerte en ese centro de reclusión gracias, en buena medida, a la intervención de una custodia que impidió los ataques más devastadores de aquellas mujeres.

Al verla, me quedó claro que debía ser trasladada a un penal donde se garantizara su integridad física. La autoridad había mentido a los medios diciendo que se le había aislado de las demás reclusas para evitar cualquier intento de agresión.

En ese momento yo sabía que contaba con menos de 24 horas para aportar cuantos elementos probatorios a su favor me fuera posible, mientras aumentaba mi indignación, mi rabia y la certeza de que todo se trataba de una burda manipulación de la autoridad.

La tarde del lunes 9 de diciembre de 2013, Yaki salió de su trabajo en la tienda de bolsas de sus abuelos en Tepito y abordó el metro para bajar en la estación Doctores de la línea 8. Al salir, caminó sobre la calle Doctor Liceaga, en la colonia Doctores, para dirigirse a la tienda de autoservicio Súper City que está muy cerca de las instalaciones de la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal (PGJDF), mejor conocida como el Búnker.

Hacía frío y en la solitaria calle apenas se escuchaban sus pasos. Horas antes se enteró de una terrible noticia: la pequeña hija de ocho años de su novia Gabriela fue violada por su tío paterno. Por eso estaba ahí, porque juntas iban a denunciarlo.

La quietud de su entorno se vio de pronto interrumpida por el ruido de un motor que escuchó cada vez más cerca: una motoneta amarilla en la que viajaban dos hombres empezó a seguirla. No tardaron mucho en emparejársele:

—¿A dónde vas, chiquita? Te llevamos, ándale.

Yaki fue rotunda ante el hostigamiento:

—No, gracias —les dijo y apretó el paso tratando de ignorarlos lo más que pudo y miró a su alrededor buscando una patrulla que la auxiliara. Desde ese momento la acometió el miedo: no había nadie, ninguna patrulla o policía, sólo sus agresores en la motoneta, quienes la siguieron por lo menos cuatro cuadras más.

Yaki siguió ignorándolos hasta que le bloquearon el paso. Uno de ellos, el que conducía, de nombre Miguel Ángel Ramírez Anaya, se bajó sujetando una navaja arqueada en forma de hoz, un cuchillo negro para cortes precisos utilizado recurrentemente en la comisión de delitos violentos, conocido como pela papas.

Con el arma amagó a la joven:

—¡Súbete o te subimos! —le ordenó Miguel Ángel a Yaki mientras la sujetaba del brazo izquierdo con su enorme mano derecha; con la izquierda le hizo sentir en el torso la punta afilada del cuchillo.

Sometida, Yaki subió en medio de los dos; detrás de ella iba Luis Omar, hermano menor del conductor, quien la sujetó firmemente de la pretina de los pantalones para que no pudiera bajarse.

El terror consumió su voz. Ningún grito de desesperación pudo emerger de su aliento. Estaba paralizada, no tenía idea hacia dónde la llevarían hasta que avanzaron dos o tres cuadras y se detuvieron a unos metros de la entrada del estacionamiento del Hotel Alcázar. En cuestión de segundos, L

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos