Un pueblo llamado Redención

Hilario Peña

Fragmento

Un pueblo llamado Redención

I

QUE TRATA DE LA MANERA EN QUE CORNELIO OBTIENE SU MARCA EN LA FRENTE, LLEGA AL VALLE DEL MOJAVE Y TODO LO QUE AHÍ ACONTECIÓ

El hombre que se hacía llamar Rey Vega dejó caer el revólver en la tierra seca del rancho.

—No quiero pelear —dijo.

Socorro rengueaba por culpa de su pierna mala. La viuda de Méndez se plantó a unos centímetros del impostor. La mujer tenía ojos de toro loco, echaba de menos la mayoría de sus dientes y vestía un camisón con motivos de azucenas.

—Llamó a mi hijo ratero —dijo la viuda de Méndez—. Estamos hartos de que nos humillen. Sea hombrecito. Sostenga lo que dijo.

El pelo sin canas caía sobre la cara de Socorro como las ramas de un sauce llorón. El impostor reconoció su montura en uno de los caballos de la familia Méndez. Gumaro traía puestas sus chaparreras.

—Sólo quiero mi guardapelo.

—Dice que sólo quiere su guardapelo —se burló Lucero.

Gumaro Méndez preguntó si lo dejaban matarlo.

—Este becerro es nuestro —dijo Socorro—. Hay que marcarlo.

Con sigilo, Casimiro Méndez se acercó al hombre que se hacía llamar Rey Vega y lo golpeó con un mazo. Un abismo de oscuridad se abrió a los pies del impostor.

Año 1862 de la era cristiana. Una lanza clavada en el suelo recorría las entrañas del verdadero Rey Vega. La artesanía comanche produjo arcadas en los más bisoños. El jefe de la columna era un hidalgo enjuto, de ojos y nariz aquilinos, y frente amplia. En la superficie parecía la segunda encarnación del Quijote; sin embargo, sus cavilaciones y pensamientos eran cualquier cosa antes que idealistas. Su nombre era Vicente Ildefonso Ponce de León Quijano y Castillo. Éste arengó a su tropa.

—Vecinos de Redención, prestadme vuestros oídos. ¿Por cuánto tiempo más habréis de andar por vuestros caminos sólo cuando los bárbaros os lo permitan? ¿Por cuánto tiempo más habréis de arrear vuestros animales sólo cuando los salvajes os lo permitan? ¿Por cuánto tiempo más habréis de ser la burla del mundo entero? Si ha de ser así para toda la vida, ¿por qué no los hacéis vuestros soberanos? Para que, de esta manera, impongan la costumbre del taparrabo, pinten vuestra catedral con sangre humana, decoren vuestros palacios de gobierno con vuestras cabezas e impongan el sacrificio semanal de vuestros niños y bebés, a fin de invocar la lluvia y ahuyentar la lepra. ¿Qué os parece eso?

La mirada encendida de su ejército le hizo ver al coronel que sólo hacía falta la estocada de su discurso para impulsar a los hombres hacia la batalla. El remate dio en el corazón de la tropa.

—¡Viva nuestra madre santísima de Guadalupe! —dijo Vicente—. ¡Viva la religión católica! ¡Mueran los bárbaros!

Los vecinos de Redención aullaron, picaron espuelas y se dirigieron al santuario de comanches. Cuando Lobo se quedó sin munición, usó sus cuchillos. Cuando Lobo se quedó sin cuchillos, usó piedras. Cuando Lobo se quedó sin piedras, usó manos y dientes.

El falso Rey Vega despertó sobre una mesa de trabajo. Gumaro le sostenía las piernas, Lucero los brazos y Casimiro la cabeza, mientras la madre de éstos calentaba un hierro con la letra “L” sobre la fragua.

Lucero reía como idiota.

—¿De qué es la ele?

—De lurio —dijo la viuda de Méndez.

Socorro se acercó al hombre que se hacía llamar Rey Vega. Sujetaba el hierro candente con unos guantes de cuero curtido. La viuda de Méndez colocó el hierro en la frente del hombre.

—Para que la gente sepa con quién trata cuando oigan sus calumnias —dijo.

Tres días antes del incidente en el rancho de los Méndez, el gendarme Jesús Corral acarició la mano de Sara cuando la mujer le entregó su taza de café.

—¿Tienes pruebas de que Gumaro se llevó tu guardapelo?

—Está usando mi fuste —dijo el impostor—. Trae puestos mis zahones.

Sara colocó el tazón con estofado frente al sargento. Éste probó el caldo. Le sonrió a la mujer, en señal de beneplácito. Al girar sobre sus talones, Sara tropezó con el lobo disecado que su marido conservaba en el comedor.

—¿Cómo no se llevaron esto? —dijo.

La mujer odiaba al lobo disecado que su marido se negaba a tirar. Su postura amenazante y su mirada llena de odio la asustaban. Sobre todo por la noche.

—No pasará mucho tiempo guardado. Hace unos años lo llevé a Resurrección, por abigeato. Lo soltaron.

—¿Por qué lo soltaron?

—No lo visitó ni su madre. Los custodios no pudieron sacarle un peso.

—Hablaré con la señora —dijo el hombre que se hacía llamar Rey Vega.

—No te lo recomiendo. Socorro engendró a tres perros malos sin una pizca de bondad en ellos. ¿Sabes quién fue el padre? El robachicos Maclovio Méndez. Don Vicente ofreció una recompensa por quien lo capturara, vivo o muerto.

—Recuerdo ese caso —dijo Sara—. Mi mamá no nos dejaba salir por culpa de ese señor. ¿Qué fue de él?

—Se aventó del Puente Negro, arrepentido de todos sus crímenes.

—¿Qué sugieres que haga?

El gendarme tragó su bocado:

—Cámbiate de país. O mátalos.

La manera en que Jesús Corral volvió a mirar a Sara pretendía ser un cumplido.

Una vez que le bajó la fiebre, el hombre marcado pudo salir de su casa para interponer la denuncia correspondiente ante las autoridades. Al salir de su jacal, percibió un hedor que despreciaba aun más que el tufo nauseabundo de Gumaro Méndez. Ovejas, pensó. Sara vio las tres primeras.

—Mira —dijo.

Después de las tres había una docena y, a pocos metros, cientos. En pocas horas arrasarían con toda la navajita que correspondía a la vacada del hombre que se hacía llamar Rey Vega.

—Macario debió de cortar el cerco.

—¿Qué vas a hacer?

—Le diré que no vuelva a cortar mi cerco y que se lleve sus ovejas a su rancho.

—Ay, por favor no lo hagas —dijo Sara.

—¿Por qué no?

La mujer vio la marca en la frente de su marido:

—No se te da.

Sara y el hombre marcado cabalgaron por más de veinte minutos hasta encontrar el cerco roto por donde habían entrado las ovejas de Macario Santana y, no lejos de ahí, a Macario Santana, quien veía con beneplácito cómo iban las ovejas de sus tierras sin pasto a las del impostor, donde la navajita era más verde. El hombre marcado se apeó y se acercó a Macario. Sara lo siguió.

—Muy buenos días, vecinos. ¿A dónde tan temprano?

—Otra vez rompiste mi cerco —dijo el hombre marcado.

—La tierra no tiene por qué estar cercada, vecino. Es antinatural.

—Pagué por mis hectáreas. La hierba va incluida con la tierra. Es mi hierba.

—Te propongo esto: pastorea mis ovejas de regreso a mi rancho. Cuando termines, te dejo que vuelvas a poner tu cerco. ¿Qué te parece?

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