Cuando viví contigo

Alicia Juárez
Gina Tovar

Fragmento

Título

Mi bautizo

El eco. Eso era lo que más me gustaba: detectar los matices de mi voz sobre el eco producido por el agua y las cuatro paredes. Se propagaba a mi alrededor, rebotaba en mis costados, jugaba con las gotas y —una vez más— ávido, ágil y vigoroso, se aventaba hacia los cuatro puntos cardinales.

El eco. Por él me motivaba tanto cantando en la regadera. Los pocos minutos que invertía bajo la regadera, los dividía para proyectar mi voz y experimentar con falsetes: era importantísimo porque para mí cantar y ejercitar mi voz fue, es y seguirá siendo una necesidad. Lo descubrí desde muy temprana edad y todavía lo siento de esa manera. Vivo para cantar.

—¡Alicia! —el grito de mi madre batalló para buscar su propio espacio entre el eco y mi joven voz; se repitió unas tres veces más hasta que entendí que a la que buscaban era a mí.

Cerré la llave y me enrollé en la toalla; cuando llegué a mi cuarto, mi madre me esperaba a un lado de mi cama.

—Cómo tardas, hija. Apresúrate que hoy le ayudamos a tu abuela desde tempranito.

Afirmé tenuemente con mi cabeza. El único pensamiento que albergaba era si mi madre había escuchado mi pequeño concierto dentro del baño. No dijo nada con sus labios, no obstante, sus ojos verdes me confesaban que sí. No había problema; ya habían pasado meses desde que ella se atreviera a confesarme que cuando me bañaba, acercaba su oído a la puerta para captar estrofas que se separaban del eco y conmovían su bondadoso corazón.

Le fascinaba escucharme cantar, lo disfrutaba en demasía. Después de que me dijo esto quise que me tragara la tierra. La vergüenza se elimina fácilmente cuando se está en confianza y aquella que revelaba conocer mi voz era mi madre; así que comenzamos a pretender que ella asistía a un espectáculo donde yo era la estrella principal. Me escondía detrás de una puerta y ella, con un cepillo a manera de micrófono, anunciaba:

—Con ustedes, señoras y señores, ¡la señorita Alicia López!

Yo tomaba el cepillo y cantaba a todo pulmón; mamá aplaudía para después reír juntas. Si alguien irrumpía en el cuarto donde nos encontrábamos, yo callaba inmediatamente y pretendía que me peinaba. Era nuestro secreto. Sobre todo, enmudecía cuando se trataba de mi papá. Con él sí que me daba mucha pena entonar una estrofa.

Mi madre siempre fue una mujer desprendida totalmente del ámbito material; eso no tenía valía para ella. Sin pensarlo, entregaba lo que sus hijos necesitaran y lo que más la alegraba era su familia y las virtudes, características, éxitos y momentos de la misma. Se desvivía por ayudarnos y siempre contaba con un minuto mínimo para escucharnos y proporcionarnos consejos. Predicaba con el ejemplo: no había obstáculos que la detuvieran.

Mi mamá continuaba en la recámara. El cabello me escurría y la piel se me erizaba con la brisa que entraba por un resquicio de la ventana. Repitió su instrucción: “Apúrate, vamos a trabajar”, y se marchó.

Decidí vestirme de azul marino, me gustaba cómo contrastaba con mi piel clara. Mi gama de colores predilecta variaba entre el negro y el café, no porque fueran mis colores favoritos, sino porque eran los únicos con los que me volvía invisible y no llamaba la atención. Me cercioré frente al espejo de haber tomado la decisión correcta con ese atuendo; mi reflejo me gustó.

Entré a la cocina donde mi madre aguardaba por mí sentada con su taza de café; me sonrió con cariño y después aventuró:

—Hija, estás muy joven. Deberías de utilizar otros colores, mira ¿sabes cuál te iría muy bien?

Negué con la cabeza.

—El amarillo, definitivamente es un color llamativo, alegre, vivaz. O el verde limón; se verían hermosos con tu piel y van de acuerdo con… tu edad.

Estaba segura de que a mi mamá le hubiera encantado decir que combinaba con mi personalidad, mas aquello hubiera sido una falacia. Yo era una persona reservada e introvertida. Sí contaba a varias amigas con los dedos de la mano, sin embargo esto no me volvía carismática ni espontánea. Mis padres, ambos, temían en silencio por mi timidez y mi carencia de —lo que ellos consideraban— carácter.

—No me gusta el amarillo ni el verde en esos tonos fuertes, mamá. Si uso ese color me verán desde tres cuadras de distancia.

Mamá rio feliz con mi comentario y se levantó; era la hora de partir y comenzar con el trabajo diario: el restaurante de la abuela, mi nana.

No se vendían bebidas alcohólicas, sin embargo, la fiesta que se armaba dentro del local se asemejaba a las celebraciones amenizadas con tequila y cerveza. Muchos de los comensales se paraban a bailar o también sucedía que grupos de desconocidos se volvían amigos entrañables por haber comido en mesas contiguas.

El restaurante era un establecimiento pequeño pero muy ventilado y agradable: el techo era alto y del mismo pendían ventiladores; había también muchas ventanas que permitían que circulara el aire libremente. En cuanto entramos al lugar me dirigí a la rocola. Muy pocos restaurantes contaban con una y yo había descubierto cómo seleccionar canciones sin introducir monedas, lo que volvía locas a mi madre y mi abuela. Mi abuela salió de la cocina y me descubrió escogiendo la primera pieza del día:

—¡No, Alicia! ¿Ya vas a comenzar? —las inolvidables voces de Miguel Aceves Mejía y de Flor Silvestre estaban a punto de apropiarse del lugar—. Siempre con esos artistas. ¿No te cansas? Si tú sigues poniendo la música, los clientes no la pondrán.

Yo me reí por lo bajo y mi mamá me lanzó una mirada reprobatoria; el dejar que los comensales escogieran las canciones significaba más ingresos. Las dos regresaron a cocinar mientras yo limpiaba mesas y sillas.

Nuestro restaurante tenía un ambiente totalmente familiar. Mi mamá y yo siempre ayudábamos, sobre todo en las limpiezas de cada noche. El único día de descanso para mi mamá era el jueves. Aquel lugar era nuestro punto de reunión y era bien conocido por la comida tradicional mexicana que mi abuela preparaba.

Me gustaba mucho una imagen pintada sobre la pared; mostraba a una bella mujer indígena en una chalupa. Si entrabas a la cocina podías ver que era muy moderna e inmediatamente al cruzar la puerta olías los deliciosos aromas de las tortillas y los platillos. La rápida sombra de mi abuela, mi nana, iba de aquí para allá revoloteando de un lugar a otro para realizar más de dos tareas al mismo tiempo.

Así era ella: una guerrera, una conquistadora, una mujer decidida y tenaz. Había dejado atrás su tierra sinaloense (era oriunda de Badiraguato) para comenzar una vida de trabajo arduo en los Estados Unidos. Era dueña del restaurante, un hotel y tres casas; de todas sus posesiones fungía como administradora. No conocía otro modo de vivir que no fuera el trabajo; su jornada diaria comenzaba desde muy temprano. Se levantaba para lavar a mano las sábanas de las camas del hotel y, en al

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