Pensar México

Maruan Soto Antaki

Fragmento

Título
pleca

INTRODUCCIÓN

En el primer Pensar, la reflexión partió de una frase familiar que dice: “Para entendernos a los árabes hay que hacerlo desde el lenguaje”. Dicha afirmación, desde la perspectiva de quien escribe, me resultaba relativamente poco incómoda. Sin embargo, su posible comodidad no proviene tanto de un oficio como de un elemento menos discutible, que viene al caso para las siguientes líneas. Estoy convencido de que el principal rasgo de hominidad de nuestra especie es la posibilidad de comunicarnos, entablar diálogos, diatribas, imaginar y darle forma al pensamiento, para también compartirlo. Sin el lenguaje y su expresión escrita, como lo he dicho en múltiples conferencias y espacios en los que amablemente me han recibido a lo largo de los últimos años, nuestra jerarquía en la familia de los primates valdría poca cosa. Seríamos un gorila pequeño y lampiño que gusta de comer platillos sofisticados. El lenguaje es la mayor herramienta civilizadora. Aquí ofrezco disculpas por recurrir a una palabra tan pervertida como civilización y aclaro que cuando la utilice me estaré refiriendo a la construcción de sociedades. Entonces, ¿qué le pasa a una sociedad en la que reducimos el papel del lenguaje?, ¿cómo se aventura su desarrollo cuando la palabra deja de tener significado?

Más adelante, en alguno de los capítulos, me detendré en los peligros del eufemismo, uno de los supuestos ingredientes centrales en la cultura mexicana, pero la insistencia en hacer del lenguaje un eje central en la explicación y solución de los problemas no obedece a un asunto menor. Si a un fenómeno no lo llamo por su nombre, ¿qué queda de él al querer contarlo a quien no lo presenció? Si el valor de un adjetivo no se encuentra en su intención calificadora, ¿qué estoy describiendo? Cuando el significado de la palabra le pertenece de manera exclusiva a quien la dice, no a quien la escucha, no hay posibilidad de entendimiento.

En los países de tradición árabe casi todo aspecto cultural y político se puede explicar desde el análisis de la oralidad, que devino en la escritura y llevó al lenguaje a un terreno donde la interpretación da pie a una infinidad de significados. En cambio, en México, las palabras parece que no los tienen. Éste es el punto principal, les quitamos su significado. Es posible que aquí, de manera perfectamente inversa a lo que sucede en los países árabes, muchos de nuestros conflictos tengan su origen en la ausencia de valor que padece el lenguaje, este rasgo civilizatorio fundamental, y en cómo esa ausencia se extiende como epidemia corrosiva. Lo que podría parecer un ejercicio de pretenciosa antropología lingüística tiene consecuencias complicadas. No es sólo cuestión de adjetivos que ofenden o alaban sin mayor relevancia. Si la palabra no importa y los adjetivos no califican —o al hacerlo, es a conveniencia—, si los verbos implican la inacción antes que la acción, la ley tampoco será la ley, robar no será tomar lo ajeno, gobernar no dependerá de decisiones, pensar no requerirá ideas, el corrupto se adjudicará nobleza, el ciudadano no necesitará de ciudadanía y el deber será un asunto optativo. Bajo esa perspectiva, no tiene ni caso hablar de derechos.

Sin la prudencia adecuada, debatir sobre un tema de este estilo corre el riesgo de caer en la simpleza. Contrario a la convención que tiende a hacer creer que en México los significados cambian —incluso para una misma palabra, según el entorno, la intención o la proximidad con el interlocutor—, estoy convencido de que en este país las palabras, por momentos, no tienen ninguno. Ejemplos hay muchos, desde el ya muy explicado y coloquial chingón —con sus múltiples acepciones, idealizadas y reivindicatorias, que van de una descripción de cualidades, a la síntesis del logro o el agravio—, pasando por el vitoreo sexual del puto que se grita en estadios, calles y sobremesas. O el cabrón, que no tiene poca relación con el macho cabrío que embiste al enemigo, se ufana de su potencia y, al mismo tiempo, vive sin culpas su capacidad de hacer daño. Dedicaré una parte del libro a explicar este asunto con más detalle y cómo es que permea el día a día de los mexicanos, ocasionando obstáculos que en muchos otros lugares, que no padecen esta erosión de significados, no ocurren o, al menos, no con nuestra magnitud.

La simpleza excesiva da muestras de las carencias detrás de este problema. Las burlas basadas en juegos de palabras no son ajenas a la costumbre mexicana de actuar con indiferencia a las consecuencias. Sin embargo, su distancia con el humor no es poca y en muchas ocasiones involuntaria. Con frecuencia, estas burlas revelan algunas de nuestras penas: el humor a costa del otro casi por norma tiende a considerar a ese otro como perteneciente a un estrato inferior al de quien emite la voz burlona. El laísmo y leísmo que anteponen el pronombre a un sujeto, derivan en construcciones de las que se hace mofa a sectores asumidos demográficamente bajos. A partir de construcciones que arrojarían un: el fulano, en lugar de fulano a secas, no son escasos los comentarios que llevan a discriminar por tonterías. El tono del fraseo también se emplea para denigrar o discriminar el acento de los pobres —criticado de distinta forma al de los ricos—, como si hubiera una pronunciación de ejemplar pureza en el español mexicano. En estos y otros usos del lenguaje como elemento de análisis de lo mexicano —por limitado que sea— rara vez nos ocupamos de los significados. Insisto en el énfasis sobre este punto central.

Dicha condición de ausencia de significados encuentra en México un auspicio fantástico: la relativización. Es el argumento mediante el cual la ausencia de significados cobra validez; la negación a lo determinante de los significados y acuerdos más básicos; el rechazo a ese consenso que permite el lenguaje. Bajo la tutela de lo relativo y la posibilidad ficticia de cambiar significaciones de los conceptos, la multiplicidad del argot se descubre también en las ideas que permiten abusar tanto como lo hemos hecho de la construcción de una sociedad.

La corrupción no siempre será corrupción, la igualdad permitirá que unos sean más iguales que otros —como diría el clásico— y la responsabilidad será subjetiva. Golpear será tan civilizado como saludar, o escupir e insultar. Mentir será honrado y la realidad, un ejercicio de fantasía. ¿Por qué? Porque sin significados claros y con la voracidad para dar argumentos inapelables a favor del error o daño, en lo relativo de ese error o daño, no habrá un solo hecho que se pueda revisar a partir de la crítica, la moral, la ley, la equidad, o la búsqueda de una mejor sociedad. Aquel poema de José Agustín Goytisolo en el que había un lobito bueno, una bruja hermosa y un pirata honrado, se entromete en la realidad mexicana, que se descubre expulsada de su propia realidad.

Estoy convencido de que, pese a una evidente urgencia, la acci

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