El amor de la señora Rothschild

Sara Aharoni

Fragmento

El amor de la señora Rothschild

Frankfurt del Main, martes, 13 de iyar de 5530 [8-5-1770]

Todo empezó en la ventana de nuestra casa.

Me gustan las ventanas. Por la tarde paso gran parte del tiempo pegada a la ventana.

Observo a las personas que pasan por la Judengasse, la calle de los judíos, y nunca me sacio de mirarlas. Ni a las mujeres que llevan sobre los hombros un balancín con cubos de agua, ni a los kínder, los niños, corriendo entre las carretas cargadas de mercancías, ni a los vendedores y compradores, ni a los mozos que regresan de la yeshivá, la academia talmúdica.

Y héteme aquí que un buen día, mientras contemplaba las figuras que iban y venían por debajo de mi ventana, mi mirada quedó atrapada en él. Alto, con el gorro cónico judío en la cabeza, una cartera en la mano y caminando con prisa hacia su casa.

¿Podría ser Meir Amschel Rothschild? En esta única calle del gueto todos nos conocemos. Si ya lo había visto otras veces, ¿cómo podía ser que no me hubiera fijado en él ni en su estatura, que de pronto parecía haberse elevado? ¿Por qué clavaba la vista en su rápido andar hasta que desapareció en la curva de la calle rumbo a su casa? ¿Qué significaban mi súbita respiración entrecortada y los ligeros pellizcos que me cosquilleaban el estómago?

Al día siguiente, de pie en el punto de observación de siempre, mis ojos buscaban aquella figura apresurada. Apoyé en el alféizar los codos cubiertos por mangas largas, eché un vistazo impaciente hacia el incesante movimiento de la calle bulliciosa y me preparé a absorber el nuevo panorama. Mi mirada revoloteó por los hombros que sostenían el balancín con los cubos de agua y por los kínder, que unos a otros se gritaban «tregua» para dejar paso a las madres, y seguían atentos e impacientes sus pasos lentos y pesados para reanudar el juego justo donde lo habían interrumpido.

Y entonces, detrás de una carreta cargada de enseres del hogar usados que avanzaba pesadamente, apareció de pronto el gorro cónico que adelantó a la carreta, a los cubos de agua y a los kínder. Mi corazón apenas alcanzó a alegrarse de haber visto el gorro y la figura a la que estaba unido cuando ya habían desaparecido por la curva que lleva a la puerta norte de la Judengasse, la Bockenheimer, junto a la cual vivía Meir Amschel.

A partir de aquel momento, las vistas habituales de mi Judengasse se hicieron menos importantes. Toda mi atención se concentró en capturar la única imagen que motivaba mi presencia en ese lugar.

Guardé el secreto en mi corazón. Nadie compartió la tormenta desatada en mí.

Los días siguen pasando repletos de ilusiones, días de búsqueda y esperanza, a cuyo término la nada trae esperanzas renovadas para mañana. De pie, junto a la ventana de nuestra casa, espero.

Estoy muy unida a esa ventana. Toda la familie se ha acostumbrado ya a esa locura mía; incluso mi recatada y devota madre ha dejado de reprochármelo y sonríe indulgente a mis espaldas cada vez que me asomo apoyándome en el alféizar. No tengo que girar la cabeza hacia ella para ver esa sonrisa suya. Se detiene, se queda quieta un momento, y la sonrisa la acompaña mientras sigue con lo suyo, llevando en la mano el paño omnipresente para recoger las motas de polvo antes de que se posen sobre un mueble. Así es mi madre: sonríe y limpia. Limpia y perdona.

Si yo no tuviera otros quehaceres en casa, me pasaría el día mirando, con el cuerpo apoyado en el alféizar. Así es como me siento unida al mundo. Nuestra ventana da a la calle, abarca las partes más concurridas y me permite seguir el movimiento de la vida en nuestro mundo.

Un mundo que es un callejón estrecho, sombrío y sucio, llamado Judengasse. No hay lugar para carruajes, no tiene árboles ni flores, pero una multitud de personas pasa por él todos los días de labor y lo llena de vida; eso merece ser valorado.

Me gusta nuestra calle, donde la gente vive hacinada y amontonada en casas pequeñas y unidas unas a otras como eslabones en una cadena.

La nuestra es una de las casas de la calle. En la fachada hay una placa con la figura de un búho, y por ella yo me llamo a mí misma «buhita». Suelo mirar los ojos del búho que, como en las personas, están en la parte frontal de la cabeza, y observar su largo cuello que, como se sabe, es flexible y le permite recorrer con la mirada un círculo casi completo.

Con mis ojos de buhita persigo la vida trepidante de la calle. Más o menos cada dos casas, en la primera planta y por encima del sótano de piedra, hay cosas en venta: objetos diversos, artículos de mercería, prendas de vestir, calzado, carne, pollo y pescado, hogazas de pan y unos panecillos que se llaman shtutin, jalá y jamín para el shabat, el día santo de reposo. Hay un carnicero, un zapatero y un sastre, y una gran cantidad de talismanes para la salud, la buena suerte y el éxito, en muy diversas formas: para llevar al cuello, usar como anillo en el pulgar o colgar en una pared de la casa.

Cuando algo nuevo llega al vecindario sé quién lo compró primero y por cuánto, porque quien compra algo nuevo tiene el andar lento de una tortuga ufana. Y si con eso no bastara, también detiene a la gente que va por la calle para mostrar lo adquirido sin disimular su satisfacción por la compra: cuánto le pidieron al principio, cómo negociaron, por cuántos táleros se acordó el apretón de manos y cuán conveniente ha sido la transacción. Sólo entonces deja ir a su interlocutor, cuyo único papel en la conversación ha sido asentir con la cabeza, primero ligeramente y luego cada vez con más energía.

Y a mí, en mi papel de observadora, lo único que me queda es sonreír con indulgencia y afecto hacia esas personas que son parte inseparable de mi vida.

Nuestra calle despierta por la mañana en una mezcolanza de comercio y estudio de la Torá. A mí me despierta el trabajo del día, que incluye ayudar a mamá en las tareas del hogar y a papá en las de la oficina; solamente me detengo unos segundos cerca de la ventana abierta para echar un vistazo a los estudiantes que van a acogerse al amparo de la Torá. Los más pequeños van al talmud torá o al jéder de la sinagoga, acompañados por sus padres o por un hermano mayor, que lleva en la mano un libro de oraciones o los textos de las Escrituras. Los adolescentes fluyen en grupos hacia la yeshivá primaria y los mayores hacia la de estudios superiores. Maestros y rabinos se pavonean rumbo al mismo destino, acarreando bajo el brazo libros sagrados y volúmenes de la Mishná y del Talmud. El maestro lleva un puntero para señalar una letra o una palabra. Pequeños y mayores se acercan a la lengua sagrada y al Creador del mundo que extiende sus alas sobre nosotros aquí, en la Judengasse, y nos protege. Las madres agitan las sábanas en las ventanas y sacuden los edredones, mientras las hermanas mayores se pasean con bebés llorando en los brazos, meciéndolos para apaciguarlos.

Una tarde, ya acabadas las labores del día, disfruté de unos largos momentos de ob

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos