El mundo

Carmen Boullosa

Fragmento

El mundo

UNO

¿Verlo? Todo lo he visto. Por algo tengo los ojos de J. Smeeks, a quienes algunos atribuyen el nombre de Oexmelin, y quien se dice a sí mismo públicamente, para no llamar la atención sobre su persona, Esquemelin, Alejandro Oliverio Esquemelin, aunque mi nombre sea Jean Smeeks, o El Trepanador cuando compañero de correrías de J. David Nau, L’Olonnais entre los suyos y Lolonés para los españoles, hijo de un pequeño comerciante de Sables d’Olonne —de ahí su sobrenombre—, vago cuando niño, y de tan largas piernas y cuerpo tan ligero que a veces desaparecía de casa por varios días.

¿Oírlo? Yo lo he escuchado todo, porque tengo también los oídos de Smeeks. Juntos, ojos y oídos, empezarán conmigo a narrar las historias de Smeeks en el mar Caribe y de aquellos con quienes compartí aventuras, como el ya mentado Nau, L’Olonnais, de quien oí decir se dejó contratar por un colonizador de Martinica de paso por Flandes, con quien firmó contrato de tres años para las Indias Occidentales, un amo brutal, bueno sólo para golpearlo sin cansarse, por el cual, al poco tiempo, pero ya en Martinica, el joven Nau encontró la esclavitud insoportable. Qué bueno que fue ahí, porque en el viaje no le hubiera quedado más que echarse de cabeza al mar, aunque tampoco imagino cómo hizo Nau para huir del amo en Martinica, porque era tan imposible hacerlo como en el medio del ancho mar, y no puedo explicar aquí cómo fue que escapó porque nadie contó nunca con qué artimaña (él, que era tan bueno para tramarlas) huyó con bucaneros de Santo Domingo que vendían pieles en Martinica, atraído por la vida libre, que, había oído decir, llevan estos hombres, sin esposa ni hijos, perdidos en los bosques durante un año, o a veces dos, en compañía de otro bucanero que los socorre si enferman y con quien comparten todo, pesares, alegrías y cuanto tienen, dedicados a cazar y descuartizar los animales cuya carne secan al sol y ahúman con leña verde para vender, o a los colonos de las islas vecinas, o a los barcos holandeses o a los de los filibusteros que buscan matalotaje, vestidos con un sayo suelto hasta las rodillas en el que es difícil ver la tela de que está hecho por andar siempre cubierto de plastas de sangre, sujeto con un cinturón en el que suelen traer cuatro cuchillos y una bayoneta; pero cuando se ve Nau entre los bucaneros, el jefe le impide su independencia, y lo tiene, amenazado de muerte, como su sirviente, durante meses, dándole tan malos tratos que Nau enferma pues son los tales bucaneros cruelísimos con sus criados, en tal grado que éstos preferirían remar en galera, o aserrar palo del Brasil en los Rasp-Huys de Holanda que servir a tales bárbaros, y un día, por la enfermedad, no puede seguir a su amo, doblado hasta el suelo por los pesados bultos de pólvora y sal con los que siempre carga sus espaldas, amo tan cruel que, en un ataque de ira, lo golpea con el mosquete en la cabeza, medio matándolo y abandonándolo, solo, con las moscas de fuego y tres perros por única compañía, creyéndolo muerto: las moscas de fuego iluminan su alrededor en las noches oscuras, con los cuerpos que se encienden en intensa luz, como no hemos visto salir del cuerpo de ningún insecto en toda Europa, y los perros lo cuidan, lo alimentan cazándole jabalíes, hasta que, a base de comer carne cruda, se restablece su precaria salud y se alivian las heridas, borrando los animales, con su bondad, los golpes del amo y aliviando las fiebres que también debía a los malos tratos del cruel bucanero. Nau lleva una vida solitaria durante meses, interrumpidos cuando topa con él una pareja de bucaneros que le tiene compasión y lo nombra bucanero, enseñándole, primero que nada, a comer carne cocida, a prepararla, como ellos acostumbran, a la usanza de los indios araucos, en la forma que llamaran “bucan” y que ya explicamos aquí, y a hacerse de calzado, fabricándose a sí mismo los mocasines que esos hombres suelen usar y que hacen de la siguiente manera: apenas matan al puerco o al toro, recién desollado, meten el pie en la piel que recubría la pierna del animal, acomodan el dedo gordo donde ha ido la rodilla, la suben cuatro o cinco centímetros arriba del tobillo y ahí la amarran, hecho lo cual la dejan secar sobre el pie para que cobre horma.

Nau era un cazador muy hábil, pero, atraído por otro tipo de vida más audaz, más aventurera y más cruel, abandona la compañía de los bucaneros, no sin antes regar los sesos de su anterior amo por el suelo del bucan que habitara, dándole un merecido y bien dado golpe de hacha mientras dormía.

Fui también compañero de Henry Morgan, el más famoso de los ingleses en el mar Caribe, según supe de primera fuente, hijo de un labrador rico y de buenas cualidades que, al no sentir inclinación por los caminos del padre, se empleó en el puerto en algunos navíos destinados para la isla de Barbados, con los cuales determinó ir en servicio de quien después le vendió. Eso fue lo que supe, pero muchos años después de darlo como un hecho, Henry Morgan nos obligó (al editor y a mí) a añadir un párrafo en el libro: “Esquemelin se ha equivocado en lo que concierne a los orígenes de Sir Henry Morgan —hubo de agregarse a la edición inglesa—. Éste es el hijo de un gentilhombre de la antigua nobleza, del condado de Momouth, y él nunca ha sido servidor de nadie, salvo de su Majestad, el rey de Inglaterra”. ¡A saber! Para entonces el traidor de Morgan era tan rico y poderoso que podía decirse a sí mismo hijo de quien fuera. Otra cosa es que haya quien lo crea. Yo, con los ojos y oídos de Smeeks, lo único que puedo hacer al respecto es no hablar en este libro del traidor Morgan, y dedicar todas sus páginas a nuestra estadía en el Caribe para la memoria del Negro Miel y para hablar de Pineau, de quienes yo aprendí el oficio y la verdadera Ley de la Costa.

Para un par de ojos y un par de oídos fijar las imágenes y los sonidos en el orden temporal en que ocurrieron no es tarea fácil, su memoria gusta burlar la tiranía del tiempo. Pero aunque salten a nosotros, desordenadas, imágenes como las de los pájaros atacando a los cangrejos en la arena de alguna isla del Caribe para comérselos, corrompiendo el sabor de sus carnes tiernas con la hiel de los cangrejos que enturbian la vista y nublan la razón de quien los coma en exceso, y el sonido herrumbroso del tronar de sus duros picos destruyendo los caparazones, intentaré domarnos para empezar por el principio de la historia que deseo contar, con el momento en que Smeeks pone los dos pies en uno de los treinta navíos de la Compañía de Occidente Francesa que se unen en el cabo de Barfleur, con rumbo a Senegal, Terranova, Nantes, La Rochelle, San Martín y el Caribe, un navío llamado San Juan, montado con veinticinco piezas de artillería, veinte marineros y doscientos veinte pasajeros, con destino a la isla Tortuga, cuyo gobernador sería en el corriente 1666 Bertrand D’Ogeron, que más de un motivo nos daría para odiarlo.

Zarpamos el dos de mayo. En el navío van muchos otros jóvenes como Smeeks, jóvenes que han mendicado por las calles, que han trabajado de sirvientes, que han sido vendidos por sus familias, y que los colonos o la Compañía contratan por tres años con el anzuelo de las riquezas

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