La fosa de agua

Lydiette Carrión

Fragmento

La fosa de agua

PRÓLOGO

Niñas que dibujan estrellitas en sus cuadernos, muchachitas que postean sus selfies en Facebook, con sus uniformes de secundaria. Chavitas que sufren con los exámenes extraordinarios y pasan horas al teléfono con las amigas, entre risitas y cotilleos; que aprenden de sus madres los quehaceres domésticos porque en su mundo a las mujeres eso es lo que les toca; que no conocen otro transporte que el público, que empiezan a saber de novios y de escapadas, que transitan la ruda vía entre la niñez y la vida adulta en las calles planas y polvorientas de Tecámac, Chiconautla, Ecatepec.

Adolescentes que no deberían tener nada que ver con muestras genéticas y cotejos de ADN, fosas comunes, Ministerios Públicos, morgues, exhumaciones y autopsias; a quienes deberían examinarlas ginecólogos y no médicos forenses; chicas cuyos nombres no deberían estar nunca relacionados con los dragados en el río de los Remedios para rescatar restos humanos, con hallazgos de costales con pedazos de cuerpos humanos entre los montones de basura a un costado de las vías del tren.

Éste es apenas un rincón de la anomalía de México, un país roto, con más de 30 mil desaparecidos en su geografía. Un close up a un detalle del enorme mapa de la era de la criminalidad.

Lydiette Carrión, como joven reportera, cubría hace años casos relacionados con la desaparición forzada en México y empezaba ya a sentirse cómoda con la crónica, el género periodístico que permite explorar los mundos emocionales, los colores del paisaje y los matices del lenguaje con mayor libertad, además de contener la solidez del dato duro de la nota informativa. Y se topó con los feminicidios en el Estado de México. Reaccionó como lo hacen los periodistas de buena madera: se clavó en esas historias. Les dedicó su tiempo, su profesionalismo. Cubrió con perseverancia estas tragedias una tras otra, un drama parecido a muchos; el testimonio y las lágrimas de una madre o un padre repetidos como eco muchas veces más.

Fue su tema durante seis años. Llenó libreta tras libreta con datos, declaraciones, impresiones, nombres, pistas, contactos, números y detalles de averiguaciones previas. Leyó interminables expedientes judiciales, farragosos, confusos, y de ahí exprimió datos valiosos. Se internó muchas veces en los pasillos de los ministerios públicos, con ese olor característico a papel viejo, con el ir y venir de policías y burócratas que rara vez encuentran lo que deberían. Se familiarizó con el trazo de esos suburbios, urbanizaciones salvajes y callejones sórdidos. Cargó su memoria personal con escenas imborrables que representan esa violencia incomprensible: la destrucción en serie de jovencitas. Llenó su corazón con esos pesares. Hasta que la información acumulada y la urgencia de ampliar y profundizar estos relatos, para encontrarles sentido, rebasaron los límites de las páginas del diario, la revista, la nota o la crónica. Todo aquello que debía saberse y contarse se iba quedando en el tintero. Se rehusó a dejar esas historias en el silencio de su cajón.

Entonces se lanzó al camino que han recorrido muchos informadores de su generación, la aventura de un libro periodístico. En formato gran reportaje, Lydiette coloca las historias de las niñas desaparecidas y asesinadas, las voces de sus padres convertidos en incansables rastreadores de pistas y los pedazos deshilvanados y torpes de las investigaciones judiciales en un gran tapiz, con un trazo amplio que permite ver con perspectiva no sólo los árboles sino el bosque. Sólo así cobra forma la verdadera dimensión del feminicidio.

Lo que sale a la luz son las miserias de un aparato judicial plagado de policías que de día patrullan y de noche delinquen, de Ministerios Públicos que dormitan sobre los expedientes, de fiscales que siguen la máxima regla del menor esfuerzo y se detienen ahí donde creen que pueden “pisar callos”, ya sea por conveniencia política o por complicidades inconfesables. Es el fracaso de las instituciones responsables de proteger a la población, a las niñas, a sus familias y de hacerles justicia.

¿Cómo se investigan los feminicidios en México? Aquí encontramos una aportación: de los casos que la autora investigó, en los expedientes judiciales se repiten vicios e irregularidades. Policías, investigadores y agentes del MP primero hacen recaer en las víctimas el peso de la sospecha. Luego buscan criminalizarlas, revictimizarlas.

Las averiguaciones previas avanzan entre errores, confusión, negligencia. Siempre son los padres los que llevan la delantera, quienes trasladan al escritorio del MP los indicios, las pruebas, los cabos sueltos de una madeja que las autoridades se resisten a desenredar.

Errores grotescos: falta de profesionalismo, torpezas inexplicables de peritos e investigadores: calculan mal la edad de un cuerpo de mujer, y entonces, de un escritorio a otro, de una oficina a otra, fallan las conexiones indispensables para identificarlas. Extravían pruebas y muestras genéticas. Liberan sospechosos sin agotar las líneas de investigación y omiten otras básicas, como el seguimiento a celulares y redes sociales de las jóvenes. Se traspapelan partes de un expediente… Así, si se encuentra algún cuerpo, sólo se sepulta como desconocido, registrado con datos incompletos. Pueden pasar meses, años de agonía para la familia antes de que se identifique a la víctima. Evitan llamar e interrogar a testigos que pueden conducirlos a la trama criminal que comete los asesinatos seriales.

En ocasiones es una pereza imperdonable la que hace fracasar una investigación, como el caso de Luz del Carmen —13 años, vida en la pobreza—. Su cuerpo fue encontrado en una bolsa, a orillas de las vías del tren. Le habían mutilado las piernas. No las buscaron “porque había mucha basura en el lugar”. Hacer justicia era lo que estaba en juego.

Rita Laura Segato, la paradigmática antropóloga y feminista argentina, marcó una nueva pauta para entender la noción del feminicidio a partir de su exhaustivo trabajo en Ciudad Juárez, Chihuahua. Recuerda que de manera convencional estos crímenes se definían como crímenes de odio, por racismo u homofobia. Pero su conocimiento de los casos de mujeres víctimas de desaparición forzada en la frontera norte de México, marcadas por extrema violencia —sevicia— lleva a Segato a proponer ver el feminicidio como un crimen donde la víctima es apenas el desecho de un proceso de reafirmación de pertenencia de los victimarios, siempre hombres, a un grupo delincuencial; un patrón donde estos crímenes son el precio a pagar de los aspirantes o reclutas para ser admitidos y sellar un pacto de complicidad y silencio de una cofradía mafiosa.

Citada por Marta Llamas, también notable antropóloga y feminista mexicana, Segato llama a estos asesinatos “crímenes de corporación” o de “segundo Estado”, definiendo por corporación “al grupo o red que administra los recursos, derechos y deberes propios de un Estado paralelo, establecido firmemente en la región. O sea, la mafia de los poderes fácticos, como los cárteles del narco”.

Encuentro que en esta le

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