Almas en juego

Guillermo Ferrara

Fragmento

Título

0

Vancouver, Columbia Británica, Canadá
En la actualidad

Los cuatro hombres que permanecían en aquel dormitorio de finos muebles llevaban capuchas en la cabeza y una túnica medieval color ébano larga hasta los pies.

Estaban descalzos, quizá porque lo que iban a realizar era un extraño ritual o bien porque no querían dejar las huellas de sus zapatos. La tenue luz de cuatro velas encendidas sobre un pequeño altar temporal hacía danzar las sombras de sus cuerpos reflejadas en la pared como sinuosos pilares de un templo.

Frente a ellos, un hombre con una soga al cuello colgada de una fuerte lámpara de techo se encontraba de pie sobre una silla que costaría más de quinientos dólares, tapizada en terciopelo azul y ribetes rojos, la cual sostenía su vida literalmente de un hilo. Se apoyaba de puntillas con los pies desnudos igual que todo su cuerpo.

El hombre estaba fuertemente atado con cinta de embalaje en las rojizas muñecas detrás de la cintura. Tenía la cara ligeramente morada por la presión de la cuerda en su garganta, el mentón hacia abajo debido al peso de su cabeza con la que observaba de costado como un borracho buscando la salida del bar. Los ojos apuntaban a la única ventana que daba a la calle y desde donde nadie podía verlo ya que uno de los encapuchados se había encargado de cerrar las cortinas.

Otro de aquellos hombres sacó una especie de aparato para realizar tatuajes y comenzó a escribir con tinta azul sobre el brazo derecho del sujeto. Sin ninguna delicadeza, taladró una frase en menos de cinco minutos. A juzgar por la manera en que lo hizo, se notaba que era un experto en el arte de tatuar sobre la piel humana.

Al finalizar secó las gotas de sangre que se deslizaron como una sutil y premonitoria catarata de la muerte que cabalgaba en dirección hacia él.

En un pequeño estuche guardó los elementos que utilizó y los cuatro encapuchados se reunieron para hablar algo en privado unos pasos más atrás, justo delante de una pequeña mesita con un costoso jarrón de porcelana japonesa.

El amenazado se sintió vulnerable. No había sentido dolor alguno. Tenía los azules ojos entreabiertos. Sobre la frente sudorosa le caía un mechón de su abultada cabellera negra que normalmente llevaba prolijamente peinada hacia atrás. En un instante de lucidez dedujo que le habían colocado un tranquilizante en la última bebida que había llevado a sus labios.

Su memoria danzó en la habitación de los recuerdos y vio cómo, minutos antes, los cuatro hombres lo invitaban a beber un whisky de doce años de añejo, que uno de ellos había llevado para celebrar un descubrimiento científico.

“Me drogaron. ¡Traidores!”, alcanzó a pensar.

No pudo articular las palabras porque le habían amordazado la boca para que no gritara.

La ira corrió como un disparo eyaculatorio por la sangre entintada en adrenalina. Se sintió impotente. Aquélla era su propia casa. No podía morir engañado de semejante manera. Era un hombre rico y había descubierto algo demasiado valioso para no poder gozar el éxito que le vendría una vez que el mundo lo supiera. Era el logro de toda una vida de investigaciones.

Hizo un último e impotente intento para quitarse lo que sujetaba sus muñecas.

Fue en vano.

Respiró profundo. Pensó en las consecuencias de su trabajo.

“¡Cómo no lo vi venir! —razonó—. Debí suponer que el veneno de la envidia iba a infectarlos. Robarán mi hallazgo. Estoy perdido.”

La mente de J. J., tal como lo conocían, estaba empezando a funcionar mejor a medida que el tranquilizante disminuía su efecto y el filo de la muerte se aproximaba.

Se escucharon los acelerados pasos de uno de los hombres que subió casi corriendo la escalera desde la planta baja de la casa.

—Dejé todo limpio. No hay rastros de huellas o documentación —dijo con marcado acento del norte de Inglaterra.

Los otros tres se miraron a los ojos, los cuales eran negros como el petróleo. El hombre que todavía sostenía la máquina de tatuar, giró su flaco y blanco rostro marcado por una antigua cicatriz en la mejilla. Aquella cicatriz era el estigma de su pasado delictivo, inconsciente y sin sentido, antes de lo que el encapuchado conoció como “El Propósito”.

* * *

Era la hora.

El reloj de pared con números romanos marcaba dos minutos antes de las seis de la tarde.

El hombre de la cicatriz se aproximó a la silla. Le dio una vuelta al indefenso amordazado, cual tiburón antes de iniciar el ataque. Tomó plena conciencia de la maniobra que estaba por ejecutar y de las consecuencias positivas que traería para todo el grupo que era fiel a El Propósito.

Verdugo y víctima se dirigieron una última mirada a los ojos. Las azules pupilas de J. J. gritaban en silencio impotentes.

“¡Es mi descubrimiento!”, intentó decir, pero sólo se escucharon balbuceos inconexos.

El encapuchado lo observó con ironía en la mirada.

—Gracias por todo —dijo.

Se colocó tras su espalda y de una patada seca, cargada de furia, odio y resentimiento, arrojó la silla que sostenía a J. J. varios metros hacia la pared.

Los instantes siguientes fueron la desesperada lucha de un hombre intentando apoyarse en el vacío. Ni aquellos encapuchados ni las leyes de la física lo permitirían.

Su último pensamiento fue en Jesús.

La mente de J. J. se preguntó cómo habría podido caminar sobre el agua. Y al parecer el apóstol Pedro también. Aunque sea unos pasos antes de hundirse debido al temor que lo invadió.

A lo largo de la historia, nadie había podido hacer algo igual a aquella proeza realizada por el llamado hijo del Hombre. Aunque al parecer el mismísimo Cristo había prometido que “esas y otras cosas superiores a Él cualquiera podía hacerlas si tuviera un poco de fe”.

Lo cierto era que ni los sucesivos papas ni místicos lo habían logrado. Ni convertir el agua en vino ni dar la vista a los ciegos.

“¿Por qué tengo estos extraños pensamientos en estos momentos?”, se preguntó, consciente de que iba a morir.

La proximidad de la muerte aceleraba todos los sentidos.

“Tendría que haber dejado un manual para hacer milagros.”

J. J. era un hombre religioso a su manera. Un individuo rico que además de su casa y su fortuna, también había heredado el culto ancestral irlandés de sus padres y hermanas.

“¿Quizá Jesús habría dejado ese manual y se perdió? ¿O lo ocultaron?”

J. J. se sorprendió por la velocidad de sus pensamientos en sus últimos momentos.

Se aferró a sus cortas y jadeantes respiraciones. Sintió el cuello como un embudo cada vez más pequeño. Un espiral que rebobinaba la vida en sentido inverso.

Debido a que J. J. se había destacado en su empresa por ser un brillante matemático y un lúcido creativo de la física cuántica le vinieron números después de aquellas

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