Verdades virtuales

Rosa Beltrán

Fragmento

Título

LA FÁBRICA DE SUEÑOS GLOBALES

Cuando hablamos de globalización, ¿de qué estamos hablando? En la era de la producción masiva de sueños regidos por los intereses del mercado, lo primero que tendríamos que preguntarnos es si el término “globalización” aún refiere a un concepto específico y bien diferenciado o si no se ha convertido ya en una especie de comodín capaz de incluir casi cualquier idea que aluda al mundo contemporáneo. Tendríamos que pensar, por ejemplo, si el abuso de un término como éste no nos estará sirviendo para legitimar conductas e intereses; si no estará sirviendo como referencia de acciones contradictorias; si no es un pretexto para asimilar las diferencias utilizándolas como punto de partida. Si en efecto la globalización aún significara algo, digamos, la exportación de sueños colectivos, una pregunta que me gustaría hacerme es de qué modo la adopción de esos sueños afecta la “lectura” del mundo y la producción de bienes culturales, en particular la representación de imágenes (visuales, verbales) y la literatura. Se me ocurre una primera puerta de acceso. Es el tiempo. A veinte años de la caída del muro de Berlín, junto con las voces que hablan del fin de una era y el nacimiento de otra: la era de los nativos digitales y sus tecnologías, crece el rumor, cada vez más generalizado, de que hay una nueva forma de determinismo que rige los patrones de la producción artística mundial. De modo que preguntarnos qué hace el mercado con los bienes culturales es preguntarnos, primero, qué hace con los sueños. Y entonces ingresar a una segunda puerta de acceso a esta reflexión, el espacio, en particular aquél en que se llevan a cabo dichos sueños. Decir que la publicidad es también el ingreso al tiempo de las opciones inéditas, hablar del individualismo programado, de la ironía y el desencanto posmoderno como prácticas constantes, pensar en la vida como un kit de combinaciones personalizadas es hablar de la producción de sentidos dados desde “afuera”. Claro que cualquier publicista diría que el sueño ya estaba ahí, en nosotros. Que lo único que han hecho los medios masivos es decantarlo y convertirlo en imagen. Visual o verbal, pero en todo caso una imagen que resulta poderosa porque representa lo que ya éramos; lo que queríamos desde antes. Porque nos representa. Somos nosotros. Las mujeres “Totalmente Palacio”, los púberes andróginos y lánguidos de Calvin Klein, las “Todo Terreno”, las “Solamente hazlo” (Just do it) de Nike, los productos light, la violencia del arte como leit motiv, los viajeros permanentes con acceso a las salas de espera VIP, las veinte horas de televisión al día y la cultura culta como residuo. Si esto nos atrae es porque teníamos el germen. Éste es el punto de vista de quienes justifican el consumo indiscriminado de la publicidad.

Mi idea, al ver y oír esto, todos los días, y más aún, mi sensación, es que alguien me está soñando. Que me he convertido en el sueño de alguien. Ese alguien cree que soy de una determinada manera y hace lo imposible por convencerme. Miro a mi alrededor y percibo: soy yo pero también eres tú, somos tú y yo: nosotros. No hay nunca individuos aislados, ése que nos habla nos ve como parte de un sueño colectivo, como receptáculos potenciales de un sueño: su sueño. Y por más que queramos resistirnos parece decirnos: lo siento, éste es mi sueño. Tengo todo el derecho de soñarte. En el mundo de los sueños globales alguien tiene que ser el objeto soñado. Y alguien, del otro lado, quien lo sueña.

Podría parecer —con un poco de voluntad se puede— que a veces somos nosotros los que soñamos. Nos gusta pensarlo. Cuando esto sucede, la idea darwiniana da un salto cuántico: entre adaptarse o morir no escogemos ninguna, nos sentimos diferentes, nos descaracterizamos. Soñamos que nos salimos de las definiciones habituales y no hallamos en esto ninguna contradicción: después de todo, también somos migrantes de nosotros mismos. Es la hermosa idea de Edward W. Said: que podemos ser mexicanos y no serlo; que se deben buscar posturas y términos que superen las fronteras y salir del simple (y muy reduccionista), enfrentamiento lógico. Así pues, nos instalamos en los márgenes, donde quiera que hoy estén: somos originales, somos distintos. Pero entonces nos detenemos: ¿no es la diferencia, también, parte del sueño global? He aquí un principio, un punto de partida. El acto de soñar no es nunca un acto inocente. La fantasía de que soñar es un acto de libertad y diferenciación es parte de la maquinaria clónica hecha según el diseño del mercado de bienes y servicios. Sueño por usted. Le hago a usted el favor de soñar su sueño. Incluido el sueño de la diferencia. ¿O no es esa diferencia el alimento del sueño de la globalización?

La idea que mejor ilustra esta contradicción está en un cuento muy conocido de Shuan Tzu. Un hombre soñó que era una mariposa y cuando despertó no supo si era un hombre que había soñado ser una mariposa o si era una mariposa que soñaba ser un hombre. El cuento me gusta, entre otras razones, porque resume la paradoja central del artista en nuestra época. Cuando soñamos, ¿quién sueña nuestros sueños? ¿Somos nosotros o es alguien más? ¿Serán, en efecto, los medios masivos de comunicación? En otras palabras: ¿hay un lugar para el arte en la vida o está condenado a instalarse y reproducir las normas del mercado? ¿Ese arte que se dice “reificatorio” de los valores globales es realmente un arte subversivo y crítico o una mercancía rentable? ¿Qué tipo de arte será el que mejor refleje nuestro tiempo y nos represente en el futuro? Y en particular: ¿de qué modo afecta esto a la literatura?

En el mundo de los sueños globales no podemos saber bien a bien quién es el que sueña y quién el soñado. El acto de desear no está en un vacío sino en un espacio bien determinado sobre el que se ejerce. Tú, yo, cualquiera de nosotros está en ese espacio. Las historias de todos los días descubren que soñar es un ejercicio que se lleva a cabo como cualquier transacción y para hacerlo depende de una arena. Y esa arena es, en buena medida, el mercado. Quien lo ignore quedará indefectiblemente fuera del espacio público. Pero quien viva para ello venderá su sueño y su posibilidad de ser original.

Si para ser reconocidos los artistas deben integrarse a un modelo, ¿cómo distinguir al arte verdadero de los productos de moda? ¿En qué radica su originalidad? ¿Y de qué modo se representa esto en el campo de la literatura? ¿Somos capaces de representar estos sueños como algo externo?

¿En qué circunstancias? Si la literatura es algo que no sólo ocurre en el ámbito de la ficción: ¿en qué otros espacios podemos ver cómo opera?

El mercado de sueños unifica, incluye, asimila las diferencias. Y además, produce la ilusión de que nadie, por lento que sea, llegará nunca tarde a la repartición de esos sueños. Basta con mirar la televisión, con ir al cine, con caminar por las calles de la ciudad sembradas de espectaculares que nos dicen qué somos y cuál es la forma de nuestros sueños. Soñar es un derecho y u

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