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La política como deber
Gobernar es decidir. No es ni remotamente algo simple. En las decisiones que se toman, sobre todo como Presidente de la República, lo que está en juego es el rumbo de la nación y las condiciones de vida de decenas de millones de personas. Si algo tenía claro a lo largo de los seis años de esa maravillosa experiencia de ser Presidente de México, es que estás ahí para tomar decisiones, no sólo las más importantes, sino las más difíciles, aquellas que nadie más en el gobierno puede o quiere tomar.
Gobernar también es el punto de encuentro de grandes dilemas éticos. Eso, claro, si lo que se pretende es gobernar con principios y valores que, siendo abstractos y generales, tienen que aplicarse a la dura, concreta realidad de los problemas nacionales. Si no existe una convicción ética al gobernar, los dilemas éticos tampoco se presentan. En mi caso, el imperativo de “decidir bien el bien” estaba presente en mis decisiones y ocupaba una buena parte de la pesada pero enormemente honrosa responsabilidad de gobernar nuestro gran país. En la cúspide de las decisiones que impactan la vida de los ciudadanos, al menos en un sistema presidencial como el mexicano, la mayor responsabilidad es la del Presidente, y por lo mismo, parece que la responsabilidad se delega “hacia arriba”.
Me explico: cuando las decisiones son entre una cosa evidentemente buena y otra claramente mala, cualquiera se apresura a decidir. Decidir por el bien y alzarse con facilidad con el mérito de hacerlo cuando tienes la razón a los ojos de todos es muy sencillo. Lo es también decidir entre dos cosas que en sí mismas son buenas. Si acaso se complica un poco el valorar el alcance de los bienes cuando no es evidente, a fin de escoger el bien mayor. Sin embargo, si quien toma la decisión falla, las consecuencias son menores.
El verdadero problema —y ahí estriba una de las aristas más agudas al gobernar— viene cuando, en una decisión, todas las alternativas son negativas. Cuando todas las opciones, todas, de alguna u otra manera tendrán alguna consecuencia negativa, para una o varias personas, o para algunos intereses, en este caso menores que el muy incomprendido “interés nacional”. Son este tipo de decisiones las que nadie quiere tomar. Implican altos costos personales, e incluso —al menos en mi gobierno— importantes riesgos para la seguridad personal y de la familia. En las decisiones entre una cosa buena y una mala, o entre dos opciones buenas, siempre habrá alguien que, presuroso, quiera arrogárselas: un secretario o subsecretario, delegado, gobernador, alcalde, diputado o senador. En cambio, cuando la decisión debe tomarse entre dos o más opciones de todas las cuales se desprenden consecuencias negativas, por mucho que en el conjunto contribuyan al bien común, nadie las quiere, son huérfanas. Es lo que los filósofos tomistas llamaron “la opción del mal menor”. Se posponen siempre o simplemente se pasan “al escritorio del señor Presidente”, “que decida el Presidente”, “esto sólo el Presidente lo puede resolver”. Y sí, por más consultas que se hagan y asesorías que se tengan, uno tiene que decidir, solo. Quizá ésta sea una parte de la soledad de la que tanto hablan. Ésas son las decisiones difíciles.
En este libro, correlato de uno anterior llamado Los retos que enfrentamos,1 reflexiono sobre algunas de las decisiones más importantes —también de las más difíciles— que tomé al frente del Poder Ejecutivo, así como en diferentes momentos de mi vida que, en lo que toca a la parte pública, se extiende décadas mucho antes de la Presidencia de la República. Me tocó ser un espectador privilegiado de la transición democrática de México, y a veces actor en algunos de sus momentos fundamentales. Debo advertir que, al hablar de las decisiones, es inevitable relatar también las circunstancias, las vivencias, las ideas que rodean cada hecho. Por momentos esas historias prevalecen, lo cual también es inevitable.
Algo que agrega verdadera complejidad a la tarea de gobernar es que, por regla general, al Presidente le toca decidir en condiciones de incertidumbre. Si se supieran de antemano todos los posibles desenlaces de una sola decisión, las cosas serían mucho más fáciles. Pero no es el caso, hay que decidir, a veces en cuestión de minutos, los asuntos más complejos sin tener toda la información. Sí, con la mayor información posible, pero nunca toda la deseable. Y es en esos momentos cuando uno no puede flaquear: hay que hacer acopio de fuerza y carácter, sujetarse con firmeza a los principios y valores que se poseen, y decidir. La tarea, asumida con responsabilidad ética, te obliga a decidir a gran velocidad, a sabiendas de que puedes equivocarte, de que el alcance de la opción que no escogiste es simplemente historia por construir. Escenarios que pueblan “el cementerio de las hipótesis muertas”, como decía Carlos Castillo Peraza. El “contra factual”, siempre teórico, que muchos mencionan. Ésos no existen cuando se gobierna. Son, en cambio, el campo fértil de la crítica, a veces bien intencionada, constructiva, o crítica a secas. Pero a veces es también la despiadada vía de demolición de aquellos a quienes no les interesa tanto el país como descarrilar al gobierno. Una oposición sin responsabilidad, sin sentido de Estado que, en mi gobierno, siempre estuvo encarnada por quienes nunca aceptaron su derrota.
Para colmo, las decisiones presidenciales, por su importancia y repercusiones, suelen afectar poderosos intereses, y hay por lo general una mezcla de intereses encontrados. Lo que no puede faltar es la firmeza de carácter, la capacidad de preguntarse una y otra vez qué es lo correcto, y la disposición para reconocer y enmendar los errores a la mayor brevedad. Sólo una vez que la decisión ha tenido un desenlace podemos saber si fue acertada o equivocada, y debemos tener el valor de asumir sus consecuencias.
Esta aproximación a los dilemas éticos a la hora de gobernar no es tan común, porque esta concepción, la personal, la política como obligación ética de hacer el bien (común) es minoritaria. La abrumadora mayoría de los políticos y de los politólogos asume que la política es “el arte del poder”. En términos de la época en que escribo, en esa lógica, la política es una combinación de House of Cards con Game of Thrones, porque, más allá de la fantasía, sí existe ese juego de ambiciones, de traiciones, representadas en tales series de ficción. En mi caso, sin embargo, la política la aprendí desde otra perspectiva muy distinta: la política vista como sacrificio, como utopía, como obligación moral, la política como deber. Una vocación que, en penalidades y sufrimientos, salva al hombre.
En efecto, mi incursión a la política no se dio en alguna candorosa elección de sociedad de alumnos, ni en la burocracia cortesana de la oficina de algún “político”, a cuya sombra el aspirante se acoge y en lo que muchos se inician. El México en el que me tocó vivir, el de mi iniciación, fue el México de los setenta. Para entonces, todos los gobernadores pertenecían al PRI, lo mismo casi todos los alcaldes, todos los senadores y la abrumadora mayoría de diputados; todos los sindicatos también, cuyas voces estaban alineadas y manejadas desde el poder, lo mismo que prácticamente todos los medios de comunicación. Y cuando una generación se atrevió a discrepar, concretamente los estudiantes de México en el verano de 1968, habían sido masacrados en la plaza de Tlatelolco. No se sabe a ciencia cierta el número de muertos, pero fueron decenas, cientos quizá. El hecho es que ése era el México en el que me tocó nacer y crecer… e incursionar en la política.
En medio de ese México autoritario y represor, sin embargo, había pequeños brotes de esperanza, pequeñas islas de esfuerzo ciudadano. Había un puñado de almas que, contra toda probabilidad, buscaban construir una vía democrática en un México profundamente antidemocrático, y se proponían hacerlo por medios pacíficos en un ambiente violento. Uno de esos utópicos, “místicos del voto”, como llegó a llamar de forma despectiva el Presidente Ruiz Cortines a los fundadores del pan, era mi padre, que en mi natal Morelia, con la paciencia de Job, construía un México que, aparentemente, no existiría jamás.
Cuando yo nací, en 1962, mi padre tenía ya 51 años de edad. Su abuelo, originario de Atapaneo, una comunidad rural cercana a Morelia, decía que era “introductor de ganado”, el resto del pueblo decía que era arriero. Todos tenían razón. Su padre, mi abuelo, escapó de esa miseria de fines del siglo XIX y empezó a trabajar como bolero en Morelia. Después aprendió a ser zapatero “remendón”, de banquito, para aventurarse después a comprar una máquina usada para hacer zapatos por su cuenta; terminaría instalando una antigua zapatería en la esquina de la calle Real y el portal Matamoros. Mi abuela murió cuando mi padre tenía 4 años de edad. Criado con las tías —una de ellas, Lolita, la primera mujer graduada en la Universidad Michoacana—, se involucró como adolescente en luchas escolares por la libertad religiosa; sería mensajero entre los cristeros de la loma de Santa María, y después seguiría una larga carrera, alentado por los jesuitas, como dirigente en la Unión Nacional de Estudiantes Católicos. Era un orador privilegiado, “con timbre de campana mayor”, como decía su amigo Armando Ávila. Escribió una veintena de libros y cientos de artículos y ensayos, honrando su profesión de escritor y maestro. Tuve el privilegio de que me diera clases de Sociología, en la preparatoria. Luchó al lado de Gómez Morin por la autonomía universitaria y luego lo acompañó en la fundación del PAN, en 1939. A pesar de la adversidad política en la que vivió toda su vida, era inquebrantable y gozaba de un gran sentido del humor.
Ése fue mi primer contacto con la realidad política. Un contacto familiar que desde la mirada infantil se percibe como parte de la vida cotidiana, algo “normal”. Esa familia era todo menos ordinaria: recuerdo que mi padre, por ejemplo, era un eterno candidato de Acción Nacional. Me enorgullecía mucho eso, aunque al principio ni me cuestionaba por qué lo era. Después entendería: era candidato porque nadie más quería ser candidato. En ese México, ser candidato opositor era algo casi suicida. Recordar esos días me trae a la mente una frase de Efraín González Morfín, quizá el mayor intelectual de ese partido y uno de los mayores en el México contemporáneo, quien bromeaba: “Para ser miembro del PAN no es requisito indispensable estar loco, pero ayuda mucho”.
Así que en mi casa la política estuvo marcada por privaciones y sufrimientos. Una vez que mi papá aceptaba ser candidato, por regla general perdía el trabajo. La inestabilidad laboral en casa —de ello me daría cuenta poco a poco, mientras crecía— fue una constante que, además, afectó la salud emocional de mi madre, preocupada siempre por las carencias de la familia. La recuerdo a ella, al anochecer, anotando puntualmente todos los gastos realizados en libretas contables, con una caligrafía envidiable y ordenada. No en balde había estudiado comercio, porque su padre, Luis Hinojosa, se opuso a que estudiara medicina como en realidad era su deseo. Prejuicios de la época. En su descargo, hay que decir que el abuelo fue un michoacano honesto, devoto, que trabajó arduamente toda su vida para mantener a sus 16 hijos; lo mismo tenía gallineros, instalaba redes eléctricas y generaba y vendía electricidad (“a peso el foco”). Esto último lo llevó a instalar el suministro eléctrico en varios poblados del Bajío, entre ellos Puruándiro, donde nació mi madre, y la que llegó a ser una de las ciudades más grandes del estado, Zitácuaro, en el oriente; asimismo construyó empacadoras de fresa y fábricas de hielo. Mi madre era brillante, y a pesar de las restricciones en la familia, gracias a ella nunca nos faltó nada. Nos sacó a todos adelante. También era orgullosamente militante del PAN y determinante apoyo de mi padre.
Siendo yo muy pequeño, unos cinco años quizá, ella fue, como siempre, a cuidar una casilla. En esa ocasión en el cuartel de la 21a Zona Militar, en aquellos tiempos territorio hostil, dada la enorme presión política que entonces el gobierno ejercía sobre los militares. Llegaría muy tarde esa noche a la casa, así que al otro día muy temprano yo correría a su cuarto para que me contara cómo le había ido. A pesar de que todo había terminado, como siempre, en la aplastante victoria de la maquinaria del carro completo del PRI, hizo todo lo que pudo por narrarme de la manera más triunfal posible su jornada. Además de resistir la conducta hostil de los mandos militares en la casilla, me contó con una sonrisa que ahí había votado el candidato del PRI, Marco Antonio Aguilar Cortés —ahora muy respetado, entonces un santón del priismo—. Con grandes aspavientos dijo frente a los medios: “Mi voto es por el Partido Revolucionario Institucional”, y cruzó su boleta frente a las cámaras. Mi mamá, indignada, le arrancó la boleta, igualmente frente a las cámaras la rompió y exclamó: “El voto es secreto”, y lo obligó a votar de nuevo con discreción. El pequeño gesto con tintes épicos hizo que me sintiera orgulloso. Cuando terminó la narración, esperaba ansioso el veredicto y pregunté: “Oye, mami, y entonces, ¿quién ganó?”
Con todo, la experiencia política para mí se parece más a la de cualquier niño que acompaña y aprende el oficio de los padres. En casa, después de comer, doblábamos propaganda, mientras mis hermanas preparaban engrudo en la cocina para los carteles que esa noche se fijarían en la calle. Al salir de la escuela, e invariablemente los fines de semana, me unía a la campaña a tocar puertas, repartir volantes, “perifonear” mensajes a través de un par de cornetas y un amplificador alimentados por la batería de una vieja Renault 4 que aprendí a conectar y operar. Con el tiempo se me autorizarían tareas más arriesgadas: salir a pegar propaganda en la madrugada, cuando ya se hubieran retirado las salvajes brigadas de la CROC que nos hostigaban y la destruían. Y apenas cumplidos los 16 logré que me permitieran ser representante de casilla. Mi alegato era que exhibir la “tarjeta” de elector era un requisito legal para votar, pero no para ser representante de casilla. Aunque sorprendidos y al principio renuentes, los funcionarios me dejaron participar en la casilla instalada en la Secretaría de Salud. Perdimos aplastantemente.
POLÍTICA CON PRINCIPIOS
A medida que crecía iba comprendiendo lo que en realidad pasaba. A mi alrededor la política no era, ni remotamente, una tarea compartida en familia como ocurría en la mía. Mis compañeros tenían fines de semana que yo no tenía: salían con su familia y acudían a fiestas a las que aquellas extenuantes jornadas electorales me impedían asistir. En la escuela comenzaban a pesar las burlas y los comentarios irónicos de mis compañeros, que veían en mi padre y en mí auténticos perdedores. No me importaba.
Yo seguía firme en lo que hacía hasta que, en alguna ocasión en que habíamos dado todo, teníamos un buen candidato a la alcaldía, e incluso habíamos ganado importantes casillas en la ciudad, fuimos burlados descaradamente en las zonas rurales. Fui con mi padre, la noche misma de las elecciones, con una frustración incontenible. Le dije que ya no participaría en las campañas. “¿Qué caso tiene trabajar tanto y con tanto esfuerzo si la verdad la gente no nos hace caso, y cuando nos hace caso nos roban los votos y las victorias? Ya no quiero seguir, hasta aquí llegué”, le dije.
Su respuesta fue más o menos así:
Entiendo tu enojo; siempre te voy a querer como mi hijo independientemente de cualquier decisión que tomes, pero tienes que saber varias cosas. Primero: esto lo hacemos no por ganar la elección, ni por ganar el poder… Lo que estamos haciendo es cumplir un deber moral que tenemos con México: hacer política con principios, y construir la democracia que le hace falta al país. Si no lo hacemos nosotros, nadie más lo va a hacer y México no va a cambiar. Segundo: en esta casa así entendemos el mandamiento de “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”; para nosotros, amar al prójimo es hacer política con principios. Hacer el bien, y cuando quieres hacerlo para todos, haces el bien común. Tercero: respetaré tu decisión, cualquiera que sea —continuó—, pero si decides seguir en esta dura tarea, prepárate, porque probablemente nunca nos va a tocar ver a un gobernador del PAN… ¡y mucho menos a un Presidente de la República!
Me costó trabajo asimilarlo. Me alejé del PAN, hasta que algo pasó cuando cursaba la preparatoria con los hermanos maristas. En plena crisis vocacional, un grupo de hermanos decidió meterle compromiso social a la educación. Nos reunían los jueves a un grupo de voluntarios a discutir, orar y realizar desafiantes dinámicas que nos hacían cuestionarnos nuestra responsabilidad como cristianos. Los sábados íbamos a alguna comunidad rural. Ahí hacíamos trabajo comunitario: alfabetizar, empedrar calles, construir fosas sépticas, enjarrar —encalar los muros de adobe o piedra— la escuela o la capilla del pueblo… Además, cada julio había una reunión de los grupos organizados en Querétaro, Celaya, San Luis Potosí, Morelia y Estado de México para construir casas. Alguien conseguía el terreno, otro, materiales de construcción, y había un ingeniero o un maestro de obras que nos dirigía.
Un sábado regresábamos varios compañeros en la parte trasera de una pick-up. Habíamos tratado de excavar, inútilmente, una fosa séptica en una superficie rocosa, pero no le hicimos la menor mella al terreno. Discutí entonces con un chico que se la había pasado sin hacer nada, sólo socializando. Le reclamé, discutimos y al final me dijo: “Pues sí, pero tú tampoco hiciste nada. No se avanzó nada, estamos a mano. Y aunque hubiéramos hecho la fosa, ¿cuánto mejora eso las condiciones de insalubridad del poblado? ¿Así se van a arreglar los problemas de México? La verdad nunca. Yo al menos me divertí”. La conversación, que parecía irrelevante, me hizo reflexionar sobre lo que mi papá me había inculcado. ¿Cómo resolver los problemas de salud, de educación, de drenaje y servicios de esa gente? No había más camino que hacer política, la que construye bien común, de la que hablaba mi padre, política con principios. Incidir en las decisiones públicas era la única manera de mejorar las condiciones de marginación de aquel pueblito, ahora fundido con la periferia de Morelia. Después de un par de años de haber abandonado toda actividad partidista me reincorporé al PAN, a las juntas, a las campañas. Así aconteció el llamado de la política. Mi padre tenía razón.
LAS PRIMERAS CAMPAÑAS
Al terminar el bachillerato me fui a estudiar la carrera a la Ciudad de México. Ocurría entonces que a los estudiantes del Instituto Valladolid, bachillerato “confesional y burgués”, según la retórica políticamente correcta de la época, no nos reconocían nuestros estudios en la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, entonces atrapada en sus prejuicios ideológicos y dogmatismos marxistas. No me importaba mucho porque venía con gran ilusión al “ágora” universitaria de CU. Sin embargo, tampoco pude entrar a la UNAM porque Derecho estaba “saturada” y el pase automático les daba un privilegio a los estudiantes de las prepas de la Ciudad de México, independientemente de su desempeño. El hecho es que, por azares del destino, para mi fortuna, fui a parar a la Escuela Libre de Derecho. Ahí comencé una feliz etapa de estudiante de derecho, donde encontré a muchos de mis mejores amigos. Estudiaba y trabajaba al mismo tiempo en un despacho más o menos prestigiado de la Ciudad de México, y en cuanto pude me reincorporé a tareas partidarias, tanto en mi distrito en Coyoacán, como en el Instituto de Estudios y Capacitación Política, en donde me había invitado a participar Carlos Castillo Peraza. Esa experiencia tuvo un especial significado. Carlos había fundado el instituto con el propósito de formar a militantes en la ética y los principios del Humanismo Político. Cuando mi padre renunció al PAN, y yo tuve la misma tentación, Carlos me convenció de dar una última batalla a través de la formación y la capacitación política, una manera de recuperar los principios que, a nuestro entender, el partido venía perdiendo. Acepté el reto. Paradójicamente, Carlos había invitado a mi papá —y él aceptó con gusto— a ser el orador en la ceremonia de fundación del instituto, a pesar de estar ya fuera de la organización. Después escogió a una docena de seguidores, la mayoría jóvenes, entre los que estaban los hermanos Federico y Alberto Ling Altamirano, los primos Manuel Gómez Morin y Juan Landerreche Gómez Morin, Felipe Quiroga, Jesús Galván, Luz Chávez, Lupita Mejía Guzmán, Javier Paz Zarza y otros más. Nos reunía entre semana para una charla de formación acompañada de un enérgico debate de temas de actualidad, y solíamos rematar con café con leche y bisquets en el café de chinos de enfrente del partido en Serapio Rendón.
Por cierto, a esas oficinas llegamos, a pesar de que doña Josefina Uranga había cedido el edificio del PAN de avenida José Vasconcelos, antes Tacubaya, específicamente al instituto. Tensiones con el CEN que dirigía Abel Vicencio —a quien con el tiempo llegué a apreciar profundamente—, y que continuaron y se agravaron con el de Pablo Emilio Madero, nos quitaron aquella magnífica casa y nos redujeron a un espacio en el tercer piso del edificio sede del PAN en Serapio Rendón 8, en la colonia San Rafael. La presidencia del CEN estaba en el cuarto piso, donde sesionaba. Era tal nuestro deseo de diferenciarnos de esa dirigencia, que colocamos un letrero en la puerta del instituto, justo frente al elevador, que aclaraba al visitante: “AQUÍ NO ES EL CUARTO PISO”.
En los años ochenta aquel pequeño grupo se abocó a recorrer el país dando cursos de capacitación. Yo mismo recuerdo haber ido en autobús a casi todo el país, de frontera a frontera, lo mismo Tijuana y Piedras Negras que Tapachula. Recuerdo con claridad un curso que nos hizo tomar un autobús y viajar toda la noche hacia Tuxpan, cruzar el Pánuco en panga, y luego viajar en la caja de una pick-up varias horas hacia dentro de la Sierra Madre Oriental, hasta Chicontepec, para dormir en casa de alguna familia de simpatizantes. En el patio dimos el curso a varios indígenas panistas con un intérprete náhuatl. Los “compas” eran indígenas catequistas de alguna comunidad, en tenso conflicto con ganaderos latifundistas de la región que frecuentemente “les movían las cercas”. Fue una experiencia maravillosa que me permitió conocer cada rincón de la patria, a los panistas y a los comités del PAN, constatar el cariño hacia mi padre y descubrir la maravilla de seres humanos que hicieron posible la democratización paciente y esperanzadora del país. También conocí la cruel realidad de los problemas en las entrañas de México.
En 1985, a los 22 años, fui candidato a diputado federal. Cursaba el último año de la carrera. No era tampoco gran cosa: era candidato suplente, en fórmula con mi amigo Jesús Galván. Jesús y yo, como el pequeño grupo con el que hicimos campaña, éramos integrantes del Instituto de Estudios y Capacitación Política. Ciertamente, tampoco la responsabilidad de ser candidato en aquel distrito en 1985 era muy apetitosa: el distrito 35 estaba ubicado al oriente de la calzada de Tlalpan de la Ciudad de México, donde ningún candidato panista en aquel tiempo podía ganar. Ese distrito abarcaba las populosas colonias Lorenzo Boturini, Tránsito, parte de la Obrera, el antiguo pueblo de Santa Anita, la Nueva Santa Anita y otras más. Salvo algunas casas hacia el sur, lo que recuerdo es una sucesión más o menos contigua de vecindades y ciudades perdidas de interminables laberintos de casas de cartón, cortadas por islas de viejos departamentos. Un distrito verdaderamente proletario.
Descubrí otra realidad, para mí entristecedora y a la vez fascinante. Basura por todas partes. Pandillas drogándose en la calle y a plena luz del día. Las imágenes deprimentes y la cruel y triste circunstancia de las trabajadoras sexuales alrededor de las estaciones del metro en calzada de Tlalpan, víctimas de la peor explotación. Conocí las precarias condiciones de las familias en las vecindades, hacinados sus integrantes en un solo cuarto y compartiendo con muchas otras familias un solo baño, al fondo del patio. Vi por primera vez la magnitud del problema de las madres solteras, de las concubinas de hombres cas
