Breve tratado del corazón

Ana Clavel

Fragmento

Breve tratado del corazón

1. Un corazón simple

Nunca sabremos cuánta sangre se necesita para una sola caricia.

Emporte-moi

Era como si el corazón fuera a estallarle en el pecho. Al borde de las vías del Metro, pensó: No puedo más. Y las voces. Sandra había empezado a escuchar voces. Le decían: ¿Por qué no terminas con todo? Nada vale la pena. Hagas lo que hagas no te salvarás. Sería tan fácil cerrar los ojos y saltar. En medio de aquella angustia, esa marea oscura que amenazaba con tragarla, surgió una lucecilla súbita: No puedo morirme sin conocer el Taj Mahal. Contempló la llegada de los vagones y una sensación de vértigo y peligro la obligó a dar un paso atrás. Aterrorizada por lo que había estado a punto de hacer, repitió aferrándose a esa única ilusión: No me puedo morir sin conocer el Taj Mahal.

Su mente trabajaba a mil por hora. Tenía unos ahorros en el banco. Los gastaría en el viaje. Abandonaría el trabajo y lo que fuera necesario. Se dirigió a la agencia más cercana con tanta premura como si en aquello se le fuera la vida. Consiguió un vuelo con escala en París para el fin de semana siguiente. Pero tendría que permanecer un par de días ahí para aprovechar una tarifa económica de Air India que le incluía un hotel austero en Agra, la ciudad donde se asentaba el palacio de su anhelo. Sonrió después de quién sabe cuánto tiempo sólo de pensar en el castigo de tener que caminar a la vera del Sena, entre las bouquineries y los álamos y liquidámbares que cercaban el río. Era cierto lo de la sonrisa. Lo percibió en los músculos pesados y el esfuerzo para que su rostro se aligerara como si en vez de piel tuviera una rígida máscara de cerámica. Sólo de sentir el poder de esa sonrisa, pensó en todo lo que había estado a punto de perder. De haber cedido a la desesperación, se habría convertido en otra suicida del Metro. Imaginó su cuerpo desmembrado y su carne quemada entre las ruedas como un espectáculo de horror inexplicable para los otros y cerró los ojos.

A su mente acudió el recuerdo de la carta de un suicida en un libro cuya portada le habían encargado diseñar. En ella, su autor agradecía a todos las bondades que le habían prodigado en la buena época de su vida. Entre aquella innumerable lista de gestos amistosos y virtudes solidarias, de pronto surgían los dejos de rencor, aguijonazos lanzados de golpe y porrazo: “A mi madre por ser la mejor mamá del mundo, con sus aciertos magníficos y sus errores catastróficos…”. Por eso resultaba tan extravagante la mención de un gato en aquella larga carta, precisamente en un discurso que buscaba remediar el vacío sin que interviniera ya ningún razonamiento lógico. “A Tudi, por ser tan gato…”. Una suerte de generosidad sin límites que lo anegaba todo en una oleada de amor y narcisismo.

Pero Sandra no había pensado dejar nota alguna porque la idea del suicidio surgió como un salvavidas inesperado en medio del hundimiento. No sufrir más. Que todo se fuera al diablo… incluida ella. Por eso, ahora que la vendedora de la agencia de viajes le extendía el boleto con su nombre, no pudo evitar acordarse de que apenas unas horas antes había estado a punto de arrojarse a las vías del Metro, y volvieron a su mente las luces del tren que titilaban en la oscuridad del túnel, la ilusión intempestiva de ver el Taj Mahal que la había salvado en el último momento, y el recuerdo imposible de Tudi, ese gato tan gato que ella no había conocido, y se echó a llorar.

Breve teoría del corazón suicida
(Salto mortal)

No hay nada definitivo respecto de una teoría del corazón suicida, salvo que cuando se arroja por una ventana, del cielo no le caen las alas.

Llegó a París una tarde soleada. Sin darse cuenta comenzó a caminar al ritmo apresurado de la gente con la que se cruzaba en el Metro, en las calles. Recordó que por el rumbo de Place d’Italie vivía la hermana de un exnovio de la época en que había trabajado en Bellas Artes. Pero no se le ocurrió buscarla. Todavía se sentía atolondrada por el viaje, pero sobre todo por la experiencia de la que había surgido el deseo de ver el Taj Mahal. Como si a partir de entonces su vida hubiera adquirido la luminosidad incierta de los sueños, una suerte de irrealidad que le llegaba de forma amplificada a través de la piel y los otros sentidos. Diríase que estaba drogada, o que tomaba medicamentos para la depresión. Pero no era así: la posibilidad de la muerte había abierto las compuertas de una percepción más intensa —pero también distorsionada— para acercarse al mundo y a las personas.

Tal vez por eso cuando vio a la muchacha de la sonrisa asomada en un aparador, no le dio importancia al hecho de que el gesto proviniera de una máscara de cerámica neutra, sin pintar. Era común que las vitrinas en París fueran verdaderos altares a la belleza y al diseño, auténticas instalaciones artísticas que, si no se encontraban en la sala de un museo de arte contemporáneo, era tan sólo porque a veces de manera sutil, otras de forma manifiesta, subyacía en ellas una intención comercial. Sólo eso, porque frecuentemente echaban mano de recursos fotográficos, plásticos, multimedia de la más alta factura y calidad conceptual. Así era el escaparate de la muchacha de la sonrisa. Máscaras con su rostro dulce y tenue emergían aquí y allá entre pliegues de aguas azules y mercuriales. Y en cada rostro inmóvil de ojos cerrados y labios apenas curveados, sin gota alguna de color, de manera intempestiva surgía la proyección de los rasgos de una joven que despertaba con los colores de la aurora, sombras tornasoladas para los párpados, polvos afrutados para las mejillas, pinturas encarnadas para el dibujo leve de las bocas. Y los rostros ya maquillados y en movimiento guiñaban un ojo, acentuaban la sonrisa, prodigaban besos volátiles, y de nueva cuenta regresaban a la neutralidad inicial para recomenzar unos segundos más tarde el proceso de la vida.

Poco a poco se dio cuenta de que la muchacha la seguía. Hacía varias calles que la tienda de maquillajes y productos de belleza femenina había quedado atrás en el barrio de Marais. Caminaba muy cerca del río, a un costado de Notre Dame, y ahí entre los puestos ambulantes de una librería volvió a encontrarse con ella. Era sin duda la misma muchacha de la sonrisa tenue. Su rostro sosegado aparecía ahora en la portada de un libro, acompañado de un título: L’Inconnue de la Seine.

Hojeó maravillada algunas páginas. Por lo que pudo entender, la “Desconocida del Sena” había sido una ahogada cuyo cuerpo apareció en el Quai du Louvre a fines del XIX, sin huellas de violencia, lo que hizo suponer que se había suicidado. Era una ahogada joven que, en vez de un gesto de amargura o dolor, poseía una sonrisa dulce y enigmática. La habían puesto en exhibición en la morgue para que sus deudos la reconocieran, lo que no sucedió. Un asistente del médico forense, fascinado por el rostro de la joven, le hizo un molde de yeso. Al poco tiempo la máscara apareció a la venta en varios establecimientos y la Desconocida se convirtió e

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