Tocar a Diana

Anacristina Rossi

Fragmento

Tocar a Diana

I

¿Uno de ellos le gusta?

—Sí, uno de ellos me gusta. Pero quiero hacer el amor con los tres, me comprende. Entregarme a los tres. Mostrarme. Ofrecerme desnuda y que ellos me besen, sobre todo entre las piernas. Sí, que me abran las piernas y me miren. Me admiren. Que me acaricien despacio y con paciencia todo el cuerpo. Que me metan la lengua caliente en el sexo y me chupen y me lleven al orgasmo. Y que después me penetren, primero el que me gusta y después los otros dos. Que se queden adentro de mí el tiempo que quieran. Y pasado eso, dormirnos desnudos, los cuatro abrazándonos, qué maravilla. En la última gira lo intenté. Salí de mi cuarto. Iba con una t-shirt y el calzón nada más, muy muy sexy, un calzón delgadito, mínimo. Pegué mi oreja a su puerta. Los oía hacer chistes, reírse. Estuve a punto de tocar y pedirles que abrieran y después, con humildad, rogarle, primero al que me gusta, que me hiciera el amor mientras los otros miraban. Y después, pedírselo a los demás. Sé que al principio se habrían espantado. Pero después habrían accedido, estoy segura. Se habrían enganchado en mi cuerpo, en mi pelo, en mis labios, mi piel. Porque sé que mi pelo largo y brillante les gusta, les gusta mi boca, y sobre todo mi cuerpo casi adolescente, lo he conservado así, delgado y musculoso a mis casi cuarenta, los he pillado observándome con admiración. Al final no me atreví. Me dio miedo que contaran y los directores de la ONG se enteraran y me despidieran. A mí me encanta mi trabajo. Pero además si no trabajo no como. Entonces cada vez que me muero de ganas de metérmeles al cuarto me digo: se enteran los jefes, me despiden y se mancha mi expediente laboral. ¿Quién va a querer contratar a una geógrafa zorra?

¿Y por qué usted acepta salir de gira si le causa ese problema?

—Porque es lo mejor del trabajo de un geógrafo social: conocer el país. Estamos haciendo un estudio completo de seguridad alimentaria, región por región. Por eso salimos de gira cada quince días. No hay muchas geógrafas sociales, generalmente son hombres. Y en donde yo trabajo hay una: yo. Entonces me tocan giras con, digamos, tres o cuatro compañeros. Y a la hora de dormir ellos toman una habitación para los tres y a mí me dan una pequeña, yo sola. El problema es que entonces no puedo dormir.

¿Por qué no puede dormir?

—Pues por eso que le dije. Porque me entran unas ganas horribles, tremendas, de irme a meter a su cuarto y que me hagan el amor. Todos. Juntos.

Se lo conté a mi psicoanalista el primer día que me tendí en el diván, en noviembre, y a lo largo de las sesiones a menudo lo repito, variando tal vez las imágenes o el tono. Se lo digo de hecho cada vez que voy de gira y regreso exhausta, no por las caminatas, que son larguísimas pero me fascinan, ni por las entrevistas y el trabajo con la gente, que también me gustan mucho. Regreso agotada de desear por las noches entregarme a los dos, a los tres, inclusive a los cuatro, si son cuatro. Regreso de las giras exhausta porque en esas noches no puedo dormir, el deseo no me deja.

Mi psicoanalista generalmente permanece callado, pregunta uno que otro detalle. Hasta que por fin un día me dice:

Lo que me llama la atención en esto que usted me cuenta repetidamente es que hay una especie de mandato. Es como un imperativo de estar con varios hombres. Dígame, ¿lo ha hecho?

—Sí, sí. Lo he hecho.

¿Cuándo la primera vez?

—Tenía dieciocho años.

Cuénteme.

—Tomaría muchas sesiones.

Para eso vino acá, Diana. Para saber qué está en juego.

—Vine acá para cambiar. Para que no me echen del trabajo.

Vino acá para cambiar, sí. Una cura en el diván implica saber qué se juega. Hábleme de esa primera vez. Tomará las sesiones que sean necesarias.

—Es una historia larguísima.

Por eso mismo, empiece ya. Hable. Diga cuándo y cómo fue.

—Fue con Sergio. Cuando estaba con Sergio.

¿Quién es Sergio?

—Sergio era… bueno, es mi primo segundo. Lo veíamos todo el tiempo pues le encantaban las tierras del Caribe donde tenían fincas mis abuelos Tazio y después papá y tío Arnoldo que las heredaron. Lo invitaban a las fiestas y tertulias familiares como si fuera primo hermano. Mi padre lo adoraba porque Sergio, después de terminar agronomía y zootecnia, había sacado una maestría en administración de negocios, abriéndose así al futuro, según ellos. Estábamos en mil novecientos ochenta, la Thatcher había cambiado el orbe —para mal, opino yo— y un año después Reagan reforzaría el cambio y, aunque en Centroamérica las cosas llegan tarde, ya se veía venir que hacer negocios y ganar montón de plata iba a ser lo único esencial. Pues ese muchacho abierto al futuro, como decían papá y tío Arnoldo, participaba en nuestras fiestas, pero desde sus veintidós, veinticuatro años, del lado de los adultos. Tenía diez años más que yo.

Fue en una reunión familiar donde el tío Arnoldo. Acababa de cumplir yo catorce y andaba muy incómoda pues me habían empezado a crecer unos botones en el pecho antes liso; dos botones que no sólo me estorbaban sino que eran cuernecitos sensibles que con sólo que algo los rozara me provocaban terribles ansiedades: ganas de correr llorando, de nadar desnuda, de montar a caballo sin los pantalones, de oír canciones de Lola Beltrán. Mamá me compraba camisetas ceñidas con el pretexto de que papá estaba pasando una pésima racha en sus negocios y eran las más baratas. Con eso era imposible disimularlos. A la fiesta donde tío Arnoldo llegamos papá, mamá, mis hermanos y yo directamente de la estación de tren, veníamos de nuestra finca predilecta: Santamaría, en el Caribe. Yo les rogué que me llevaran a la casa para cambiarme la camiseta por un vestido suelto, flojo, pero papá había dicho: “¡No! ¡Ya estamos atrasados!”

Mi vergüenza no les importaba en lo más mínimo.

Recuerdo que saludé y me fui a encerrar en el estudio de tío Arnoldo. Tomé Orlando furioso y me recosté en el sofá y abrí el libro. Siempre agarraba el mismo libro, ilustrado por Doré. Empecé a hojearlo, echada.

El estudio daba a un cuarto de baño y alguien salió.

Era Sergio. Debía haber salido por la otra puerta —ese baño, como todos los de la casa, tenía dos puertas— pero él escogió salir por la del estudio. Me senté. Puse el libro en el sofá y traté de cruzar los brazos para ocultar los pechos porque Sergio se había detenido. Pero lo que obtuve al rozarme los pechos fue un ramalazo quemante. Levanté la vista y me topé con sus ojos.

Yo sabía que eran unos ojos extraordinarios. De un color claro, casi miel, llenos de luces y sombras. Le miré los ojos despacito y me di cuenta de que las sombras no estaban en la pupila, que era toda marrón y llena de luz, la sombra estaba en las pestañas. Sergio tenía las pestañas más largas del mundo, además no eran lacias como las mías sino que se encrespaban casi hasta tocar la

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