Durante siglos el arado había abierto surcos en las entrañas de la tierra, penetrándola, desmenuzándola, hasta que, oscura y fértil, fructificó. El río, cercado por olivares cuyas ramas se movían con el viento, bordeaba un caserío, Anchiano. Diez o doce chozas se apiñaban junto a una vereda, como si su cercanía las protegiera del peligro. En los campos las espigas despuntaban; las higueras reverdecían.
Caterina salió de una de aquellas casuchas. Sus muros mostraban cuarteaduras y el techo revelaba tejas rotas. No obstante esa pobreza, por una ventanilla se podía entrever un jarrón lleno de flores. La moza cargaba un cesto que balanceaba suavemente, al compás de sus pasos. Cuando llegó a la arboleda se detuvo y, alzando la vista… las hojas, al moverse con el viento, reflejan la luz, por eso brillan. Aspiró la fragancia del roble: resalta contra el olor a laurel y, más todavía, el perfume dulce del castaño. Tan distraída estaba, captando los aromas y el paisaje, que tropezó con una raíz. Asustada, levantó el paño para revisar el contenido de la canasta. Gracias al Cielo, ningún huevo se rompió.
Desde una colina, el pueblo más cercano, Vinci, deslumbró sus ojos: las torres gemelas del puente levadizo simbolizaban el poderío terrestre; la iglesia, la mano de Dios sobre la Toscana. Fuera de las murallas se alzaba el barrio medieval. Sus primeros moradores debieron sentir un miedo terrible porque sus hogares estaban a merced del enemigo, pero las épocas cambiaron y ahora la paz se mantenía por medio de tratados que incluían todas las posesiones de los Medici.
Caterina bajó la vereda sin apresurarse. Saludó al herrero, Giusto di Pietro, quien se le quedó mirando con un deseo apenas disimulado. La chica ni siquiera apresuró el paso: estaba acostumbrada a la admiración de sus vecinos. Luego hizo una reverencia a Bartolomeo di Pagneca, el párroco. La sotana, ondulando con la brisa, le recordó sus obligaciones: Debo confesarme. El sacerdote preguntaría: “¿Pecaste? ¿Dónde? ¿Cómo, cuándo?” Y el rubor cubriría sus mejillas, delatándola. Ante su silencio, aquel juez terrible tomaría la palabra: “Te regodeas en tu belleza, aunque constituya una trampa. ¡La peor! Si los hombres vieran bajo la piel, tu alma les causaría asco porque intentas seducir por medio de los sentidos. Al menos, cubre tu cabello”. Ella asentiría, tapándose con la capa, de tan raída casi transparente. Y las acusaciones proseguirían, implacables: “Varias devotas te acusan: metes la nariz en todas partes. Tu curiosidad, muchacha, conduce al infierno”. Caterina se estremeció: había visto pinturas y frescos donde los diablos torturaban a los pecadores: “Te semejas a Eva, cuya soberbia la llevó a indagar sobre el bien y el mal. Hoy, la humanidad padece las nefastas consecuencias de ese fisgoneo”. Tras una pausa, la exhortaría: “¡Obedece! Reza más y averigua menos. Sólo así te salvarás”.
Sin embargo, todavía no estaba hincada ante el sacerdote, quien pasó a su lado sin tan siquiera mirarla. Pospondría unos días su confesión y la penitencia que sin duda merecía. La mañana tibia, clara, despejó esos pensamientos. Además, había llegado a su destino: la puerta entreabierta de la casona de los Da Vinci invitaba a pasar.
Tantas veces vio el león alado sobre el pórtico, que ya no le causaba asombro ese imponente escudo de piedra. Atravesó el patio y entró en la cocina. Cerca del fogón, la quietud parecía materializarse. Bajo aquel sosiego, que inmovilizaba tiempo y espacio, los rayos solares se estrellaban contra el suelo. Por un momento contempló los haces luminosos, luego trató de calcular cuánto podía tardarse. Las campanas aún no llaman al Angelus.
Colocó la canasta sobre la mesa y nuevamente se distrajo: Unos huevos tienen la cáscara blanca; otros, rojiza. ¿Por qué? Domenica, la cocinera, ni siquiera la saludó. Tras echar un vistazo a la mercancía, dijo lo de siempre:
—El ama enviará el pago a tu madre.
—Nos falta harina.
Estaba consciente de que la patrona perdía con el trueque. Sin embargo, Sea Lucia jamás nos ha negado su ayuda. Su mirada vagó por la mesa y de pronto se detuvo. El pollo a medio desplumar llamó su atención: pellejos, plumas, entrañas, patas. Contuvo una arcada. Nunca se acostumbraría a la matanza de animales domésticos y consideró una bendición que rara vez hubiera carne en su hogar. Si los grandes señores relacionaran los manjares servidos en platones dorados con los despojos que tenía ante la vista, seguramente se alimentarían, como ella, de hortalizas. Entonces expresó sus dudas:
—Domenica, ¿sabes por qué los cascarones son de diferentes colores?
—No —refunfuñó la cocinera.
Caterina era famosa por sus preguntas absurdas. Algunas personas hasta la juzgaban idiota. Sólo su hermosura la salvaba del repudio. Tenía un perfil de madonna.* Rostro ovalado, sonrisa tenue, casi displicente, y aquel cabello, de un oro semejante al durazno, que caía en rizos sobre su espalda, hasta las corvas. Mas, si tanta belleza atraía, también presagiaba tribulaciones. Como afirmaba don Bartolomeo, era tentación, abismo, podredumbre, raíz del mal, cuna de vicios.
—Minestra?** —indagó la criada, señalando la cazuela—. Sírvete.
—Grazie.
Tras llenar un tazón, estrujó las hierbas que guardaba en su bolsillo y las echó al caldo. Mezcladas con nabos, zanahorias y col, producían un olor delicioso. Domenica aún no agrega los trozos de res que aderezarán esta sopa. ¿Lo hace para complacerme? Volvió a distraerse. ¿Por qué el vapor sube al cielo? Iba a formular esa interrogante y se contuvo. En ocasiones practicaba la prudencia.
Sin pedir permiso, usó la cuchara de las salsas. Domenica suspiró: ¡Muchacha quisquillosa! ¿Qué de malo tiene sorber de la escudilla? Y, ¿para qué tenemos dedos sino para comer? Caterina se limpió la boca con un lienzo bordado. ¡Vaya, esta niña trae un montón de sorpresas bajo el delantal! Tantos melindres la impacientaban; también le provocaban ternura. Sufrirá mucho pues no nació para pobre. Mientras la observaba, la chica enjuagó los enseres y se despidió.
—Dios te acompañe, criatura.
Retomó el camino hacia su casa, contenta por haber cumplido su tarea. Al final de la vereda la esperaba el primogénito de Ser Antonio, dos años mayor que ella y tan diferente a Caterina como el agua del aceite. Piero poseía, aunque no lo apreciaba demasiado, un don negado a los campesinos: podía elegir su destino. Gracias a la riqueza de su familia escogería el oficio que le agradara.
—Mañana parto para Florencia —anunció, acoplándose a la muchacha—. Y hoy tienes que decirme adiós con un beso.
Ambos se dirigieron hacia los árboles que entrelazaban sus ramas, profundizando la penumbra. No obstante la soledad, cómplice de amores y pecados, Caterina se opuso a cumplir aquella petición. El recato era una virtud esencial si aspiraba al matrimonio. Y, con sus catorce años a cuestas, le urgía cambiar de estado. Sus amigas estaban casadas; algunas cargaban un hijo en los brazos y otro en el vientre. Cumplen con su destino; la gente las honra. En cambio yo…
—¿Por qué te vas, Piero?
—Porque esto es una tumba —respondió, abarcando los alrededores con un ademán.
—¿Prefieres escribir, contrato tras contrato, por el resto de tu vida?
—Lo haré apenas ingrese al gremio de Arte dei Giudici e Notai —y puntualizó—: nosotros y los jueces somos los miembros más respetados de las siete cofradías mayores.
—Ya me lo explicaste.
—Abogamos por nuestros clientes, llevamos las cuentas de los grandes comercios, invertimos ganancias…
—¿No vas a volver?
—Cuando el calor sea insoportable en la ciudad.
—¿Por qué no te gusta Vinci?
—Me gustará, si no me siento atado a mi herencia: viñedos, casa, las tierras que alquilamos, panales, huerto —entonces sonrió—: este año recibimos de Costereccia cincuenta arrobas de trigo, cinco de mijo, veintiséis barriles de vino y dos toneles de aceite. Así lo declaramos en el catastro para el sistema de impuestos que se establecerá en la República.
No la impresionaban tales alardes: aceptaba la fortuna de los Da Vinci; un caudal, según sus parámetros. Tampoco la sorprendía que Piero estuviera enterado de los planes para arrancar nuevas contribuciones a los ciudadanos. Era ajena a aquellas cifras y no tenía un céntimo a su nombre.
—El alquiler de nuestras granjas no me inmovilizará —prosiguió el joven quien, a diferencia de Caterina, consideraba su patrimonio bastante exiguo—. ¿Sabes? Desde 1361, cuando Ser Guido, mi tatarabuelo, firmó la primera acta, en nuestra familia ha habido un notario en cada generación… salvo por mi padre —tal irregularidad era causa de agrias discusiones. Como si dictara un fallo inapelable, añadió—: yo seguiré el ejemplo de mis antepasados. Lo llevo en la sangre.
—Te llamaremos Ser Piero —dijo, acentuando el “Ser”. Su compañero no captó la ironía.
—Suena bien, ¿eh?
Ella esperó unos segundos antes de deducir:
—Y te casarás con la hija de un notario, como tu madre, Sea Lucia.
—Desde luego.
—Entonces, ¿por qué dices que me quieres?
—Porque te quiero.
—Pero no para casarte conmigo.
—Si tuvieras una buena dote, pediría tu mano —admitió, magnánimo.
Se le colorearon las mejillas y una furia injustificada la invadió. ¿Por qué no acepto mi pobreza, ni mi condición?
—Estás en lo cierto. No sirvo para tu esposa, mas tampoco seré tu putana.
Piero intentó detenerla, hacer las paces:
—Te invito a vivir conmigo en Florencia. Formarías parte de la servidumbre.
—¡Ni tu manceba! —gritó, deseando golpearlo—. Si no te convengo, déjame en paz. Al menos cumple los preceptos eclesiásticos: mantente casto hasta el día de tu matrimonio y no aumentes con tus bastardos la miseria del mundo.
Corrió, casi a ciegas, para alejarse de ese mozo que la atraía por muchos motivos: posición, influencias, futuro, porte y prestigio. El apellido Da Vinci le daría preeminencia y seguridad económica… De pronto suspiró. Aquél era un sueño irrealizable. Así lo comprendía. No, no me resigno a mi suerte. Peores cosas se habían visto. Algunos burgueses, llevados por la lujuria, instalaban a sus concubinas en palacetes y reconocían los frutos de tal unión. Ocurría en casos excepcionales. Por desgracia, bastaba para que muchas indigentes soñaran con imposibles. Ser Antonio, el patriarca de los Da Vinci, no se opondría a mi casamiento con Piero. Sea Lucia, su esposa, se lo había confiado: “A mi marido nunca le interesaron la opulencia ni las distinciones; por otra parte, valora hasta la exageración la dicha que sólo se halla en estos campos. Le gustaría tener nietos para criarlos aquí, lejos de Florencia y sus vicios”. Para mi desgracia, Piero era diferente.
Pensando en cómo salvar ese obstáculo, disminuyó el paso. Conocía la vida de todos sus vecinos, pues el pueblo se divertía desmenuzando chismes. Ser Antonio, ahora viejo y apacible, había desquiciado durante años la tranquilidad familiar. Aunque había llevado a cabo el aprendizaje y había cumplido con los requisitos para ingresar al gremio, también se había negado, en el último momento, a ejercer su lucrativo oficio. Cuando sucedió, su progenitor le atizó un par de bofetadas; luego lo cubrió de lágrimas, ruegos y desprecio sin conseguir que cediera. Semejante escena se repitió con diversos grados de violencia, siempre con el mismo resultado. Antonio amaba la campiña toscana, donde el sol parecía recostarse, bruñendo cuanto tocaba. Por eso rechazó la costumbre ancestral: si bien era el primogénito, jamás trabajaría en una notaría.
Se refugió en Vinci. La casona y sus dos patios lo acogieron, protegiéndolo del mundo exterior. Desde ahí, junto a la chimenea en invierno y bajo las viñas en verano, administraba mediocremente sus bienes. Los labradores se aprovechaban de esa apatía y Ser Antonio, sin ganas de discutir con sus arrendatarios, permitía que los pagos se atrasaran mientras las estaciones se deslizaban a paso lento.
Ni siquiera le importó que la gente pusiera en duda su virilidad. No se le conocían vástagos y a los treinta, cuarenta, cincuenta años, permanecía soltero. La mayoría de sus contemporáneos había muerto y, sólo para que las tierras que tanto amaba permanecieran en la familia, contrajo nupcias. Lucia, hija de notario, solterona con intachable reputación, aceptó trasladarse de Toia di Bacchereto a Vinci, para calentarle la cama. Hizo más, pues bajo su vigilancia granos, vino, aceite, frutas, quesos y leña empezaron a recibirse en cantidades exactas. Puso las rentas al corriente y organizó su hogar: con escasos sirvientes, ella y su marido disfrutaban de mayores comodidades de las que garantizaban sus ingresos.
La pareja esperaba cumplir una tarea, la procreación, sin demasiado esfuerzo. Así pues, su gratitud fue grande cuando alguno de aquellos encuentros apáticos produjo una criatura, el 19 de abril de 1426. Esa vez Ser Antonio acató las reglas y llamó al primogénito Piero, como su difunto padre.
Los cónyuges redoblaron su empeño y, al año siguiente, Lucia trajo al mundo a Giuliano, que murió dos o tres meses después. Ser Antonio, con mano temblorosa por la pena, anotó el suceso en un grueso libro. Igual que a sus ancestros, le gustaba comprimir, en unas cuantas palabras, la felicidad y el dolor de los Da Vinci.
Sin descorazonarse, el matrimonio repuso al ausente con una hija, Violante. La vejez ya aconsejaba practicar la castidad, pero antes tuvieron a otro bambino, Francesco, conveniente sustituto de su hermano mayor, si acontecía una tragedia. En 1427, el terrateniente declaró que mantenía a cinco personas e hizo la deducción fiscal de doscientos florines por cada boca. Desde ese momento, la vida prosiguió sin variaciones. Pero la desesperación de Caterina aumentaba. Ponía las piezas del rompecabezas en el sitio correcto, sin hallar respuesta a sus dudas. Piero la sacaba de quicio, ¿por qué razón no ejerce sus derechos? Había podido desflorarla desde tiempo atrás… ¿Acaso temía verse involucrado en un juicio de estupro? O… ¿acaso no lo atraigo? ¡Por supuesto que sí! A él y a cada varón con quien se topaba. Era fácil descubrir su embeleso: cuando la mirada languidecía y la voz se volvía melosa, concediendo favores y gracias.
A pesar de todo, su belleza no solucionaba el gran problema: carecía de dote. Ningún campesino se uniría a una pobretona, pues ambos, junto con su prole, morirían en la miseria. Debía ser un burgués quien la elevara hasta su altura. ¡Imposible! Esa clase descollaba por su ambición y nunca caería en la trampa de unos ojos bordeados por larguísimas pestañas. Al cabo de varios años, ni la más bella conservaba su atractivo; en cambio, los florines aumentaban su dorada seducción.
Estudió la posibilidad de vender sus favores. Aquello implicaba el traslado a Florencia, un guardarropa en el que el brocado y la seda resaltaran, una casa para recibir al cliente, práctica en las lides amorosas, banquetes, músicos, bailes… requisitos fuera de sus medios y habilidades. Así las cosas, le quedaban dos alternativas: esperar el regreso de Piero o… un viudo con ocho hijos le ofreció matrimonio. Necesitaba una esposa que los alimentara y cuidara su hogar. Es decir, lavara, barriera, cosiera, hilara, horneara; atendiera el huerto, criara pollos, ordeñara vacas, cuajara quesos, mantequilla, y calentara tisanas. Fungiera como amante o enfermera, según el caso, además de educar a sus propios hijos.
—El trabajo evita males mayores —opinó don Bartolomeo, el cura, apenas lo consultaron—. La edad de tu pretendiente, Caterina, garantiza una unión serena. Los sentimientos no le obnubilarán el seso, una gran ventaja ya que, si la pasión predomina, el marido imitará a Adán. Ese insensato, consecuente con Eva, provocó una catástrofe. En cierta manera mató a Jesús pues, sin el pecado original, Cristo jamás habría tenido necesidad de morir, ¿entiendes? La lujuria suscita excesos, adulterios, celos y, lo he atestiguado, desemboca en la locura —porque su alocución le secaba la boca, tragó saliva antes de concluir—: un viudo posee experiencia. Sabe cuándo aplicar correctivos, impone normas, da ejemplo. Es la cabeza de su familia y no lo engañan los embustes, ni se doblega ante la coquetería femenina. Elígelo por marido, muchacha. Te hará marchar por el sendero recto y a tu muerte entrarás al paraíso.
A pesar de tan sensatas recomendaciones, la joven rechazó aquella oferta. Tarde o temprano conquistaré a Piero. Mientras, guardaría celosamente su doncellez.
El calor desató fiebres y vómitos. Quienes pudieron, se refugiaron en el campo. Piero regresó a Vinci cambiado, comprobó Caterina durante su primera entrevista. Por principio de cuentas… ¡No intenta besarme! La observó, como evaluándola, y luego inició su discurso:
—Escuché a un trovador. Conoce la lengua de Oc y de Oil y en sus versos alaba a Eleonora, Leonora o Leonor de Aquitania —asentó las variables del nombre porque la exactitud era requisito imprescindible en su oficio—. Hace… —le molestó no recordar la fecha—. Hace mucho tiempo la reina Eleonora se rodeó de poetas y músicos y estableció en su castillo el amor cortés —bajó la voz; se le acercó un poco—. Este amor empieza con una mirada: una flecha sale por los ojos y atraviesa el corazón. Los caballeros, arrodillados ante su dama…
—¡Arrodillados! —musitó, incrédula.
—Adoptan la postura del vasallo. A la manera de los siervos ante el señor feudal, juran fidelidad y renuncian a su propia persona.
Piero mencionaba cosas que trastornaban a la pobre Caterina, pues todo aquello formaba parte de sus planes.
La muchacha asintió, tratando de captar semejantes conceptos.
—Tras la pleitesía, viene una prueba —prosiguió Piero, cada vez más ufano—. La dama pide que se le venere con amor perfecto, por encima de la carne y la lujuria. El caballero acepta. Dispuesto a todo, hasta al sacrificio, besa la orla del vestido.
—¡Como si fuera la madonna!
Caterina sentía sofocos. Entonces, ¿era lícito que el amor provocara tamaños arrebatos?
—El amante obedece porque toma en cuenta la naturaleza frágil y tierna de su amada.
—Tú no hablas así.
—¡Claro que no! Cito frases del trovador para convencerte de que me adhiero a su relato. ¿Quieres oír el resto?
Apenas logró mover la cabeza en señal de afirmación.
—A esa cita siguen otras. La última es por la noche, en un sitio propicio: el jardín rodeado por altos muros, una cámara apartada… Ambos llegan y, sin hablar, se desnudan. Pasan dos o tres horas lado a lado, mas no sacan partido de su proximidad. Después, la prueba se torna ardua, casi irrealizable. Ella lo besa, lo acaricia…
—¿Y él?
—Se mantiene inmóvil.
—Sólo los santos resisten esa clase de tentaciones.
—Esperaba tu objeción —se mofó Piero. Con una sola palabra la devolvió a su nivel social—: una campesina, acostumbrada a violaciones y raptos, no comprende semejantes ideas —pomposo, cerró su perorata—. A diferencia tuya, yo aprecio tales refinamientos. De hoy en adelante, dejas de interesarme —y dando media vuelta, se alejó.
Ni siquiera intentó detenerlo. Durante varios minutos permaneció inmóvil, atontada por aquellas imágenes. ¡Un hombre arrodillado, presto a acatar órdenes! ¿Qué pretendía Piero da Vinci al contarle semejantes cosas?
El amor cortés, según el futuro notario, resolvía varios problemas. Ya no temeré ser víctima de las bajas pasiones. Al rechazar a las mujeres, eliminaba la posibilidad de que lo subyugaran. Y, al conservarme casto, obedezco los preceptos cristianos. También abría la posibilidad de que Caterina se comportara como una dama noble, lo pusiera a prueba y terminara cediendo a sus requerimientos, incitada por una curiosidad malsana o por la exacerbación de la concupiscencia. En tal caso, ella cargaría con esa responsabilidad. Tiempo al tiempo, se dijo satisfecho, mientras caminaba hacia su casa.
Durante cinco años, reinó la bonanza: ni el granizo ni la sequía redujeron las cosechas. Así, casi por milagro, Caterina y su madre conservaron su independencia. Ambas dominaban el tejido de varias agujas. Producían calcetines, gorros para niño y guantes litúrgicos; también pintaban cinturones, bolsas y escarpines. Laboraban desde el amanecer pero, cuando pardeaba la tarde, descansaban los ojos atendiendo el huerto y las gallinas. A pesar de sus muchas obligaciones, visitaban con frecuencia la iglesia.
—Algo recomendable para no caer en tentación —sentenció el sacerdote, quien insistía en su propósito. Casaré a esta terca, cueste lo que cueste—. La fémina, cosa deleznable, debe resguardarse en el claustro o bajo la protección del esposo. Dos mujeres solas, viviendo lejos del pueblo, provocan maledicencias y una acusación sobre brujería atraerá a los inquisidores. ¡Ya lo demostró San Bernardino! Durante su apostolado, las hogueras proliferaron.
La muchacha se estremeció. La sola mención del Santo Oficio la hizo criar un perro, que mantendría a raya a los intrusos, y redoblar las muestras públicas de piedad.
Por su parte, Piero concluyó su aprendizaje y a los veintiuno, redactó su primer documento legal. Estaba listo para probarse en Florencia, pero antes de recorrer ese camino, debía retornar al terruño para un merecido reposo. Acaso existía otro motivo o, al menos, Caterina así lo deseaba: ¡Regresa por mí!
Ser Antonio, el hidalgo culto, amante de la placidez, recibió a su primogénito con los brazos abiertos. Hubo lágrimas en ese “mio filio!”*** que soltó Lucia al que había estado ausente. En medio de tanta emotividad, se presentaron el párroco y los vecinos, para felicitar al flamante notario. Sin embargo, en aquellos parabienes se evidenciaba cierta reserva, porque el mozo había abierto una brecha entre su infancia rural y un porvenir deslumbrante.
Como la cocinera no se daba abasto, pidió ayuda a Caterina. A Sea Lucia le disgustó que la muchacha se presentara con un delantal lleno de remiendos y parches. Al tiempo que le entregaba un vestido, dijo:
—Está bastante usado, pero mucho mejor que el tuyo. Póntelo.
La campesina obedeció y, de repente, se evadió de su entorno. Estudió la caída de la tela en los senos y la curva de los brazos. Se movió, atenta a las ondulaciones de la falda, al juego de la luz contra la lana. ¿Qué sucedería si coso unos lazos en el escote? ¿Cuál sería el color perfecto? Entonces Sea Lucia gritó:
—¿Qué haces? ¡Los hombres aguardan y tú aquí, perdiendo el tiempo!
Sonrojándose, la muchacha corrió al refectorio. En un santiamén colocó el mantel y lo alisó, admirando el bordado: un lujo en honor a Piero. Colocó jarras, copas, escudillas y pan, sin que aquella tarea le impidiera intercambiar miradas con el recién llegado.
Los comensales ocuparon sus lugares y la plática se generalizó. Sea Lucia acataba las viejas costumbres: nunca se sentaba a la mesa. Ese día no fue la excepción. De pie, atendió a su marido y Caterina sirvió a los huéspedes. Mientras llevaban los platos al fregadero, escamotearían uno que otro bocado.
En medio de anécdotas, las viandas disminuyeron. Apenas se vació el último platón, los invitados empezaron a despedirse. Caterina recogió las copas, con movimientos tan gráciles que el estaño parecía flotar en el aire.
—Siéntate un momento —le indicó Ser Antonio, cuando sólo quedaron los Da Vinci alrededor de la mesa. La campesina, consciente de tal distinción, ocupó el borde de una silla.
El anciano observó a su hijo y a la chica, y juzgó que podían ser felices en aquel hogar, rodeándolo de nietos. No codicio más. Para mí es suficiente la dicha quieta, la tranquilidad del alma. De repente, captó una tensión casi palpable entre los jóvenes. ¿Es amor? El amor se desborda y esto era un sentimiento reprimido, sujeto por razones ajenas al corazón. Continuó reflexionando: De niños jugaron juntos y años después pasaban horas en el bosque, sin ayas ni cuidadores. Entonces, ¿por qué no ha sucedido nada? Ella es tan hermosa y vestida así parece una dama. No, no debo preguntar. Yo me casé a los cincuenta y tantos… ¿Acaso puedo exigir que mi hijo lo haga a los veinte? Consideraba a Piero calculador. Nunca permitiría que las emociones alteraran sus planes, por lo que decidió modificar su testamento, de tal manera que su siguiente hijo, Francesco, heredara también algunas tierras, un intento de impedir a su primogénito que las vendiera al mejor postor para financiar su ambición.
—Mira, padre —dijo el muchacho en ese momento, sacando un rollo de su escribanía portátil—, traje mi insignia.
—Una nube con la letra P —el anciano pensó que él también hubiera podido tener un sello propio; pero troqué ese honor por la paz del espíritu—. ¿Qué es esto? ¿Una vara?
—Una espada —rectificó su hijo, molesto.
—Entonces hay un error —intervino Caterina y en un santiamén corrigió los trazos con la pluma.
—¿Dibujas? —le preguntaron. Como siguieron estudiándola asombrados, ella tartamudeó:
—A veces amplío el diseño de las hojas que adornan los cinturones o las bolsas y acabo pintando arbustos y flores. Nosotros no tenemos empedrado en el patio y la arena es tan suave, tan tersa, igual a un pergamino. Copio jarrones, vasos…
—¿Quién te enseñó?
—Nadie.
Apenas tenía un respiro, sus dedos empezaban a trazar líneas sobre el polvo. ¿Obedecían una fuerza oculta? ¿Estaba hechizada?
—Algunas monjas pagan para que alguien adorne sus breviarios. Si vivieras en Florencia, conseguirías trabajo fácilmente —sugirió Piero.
¿Otra vez con lo mismo?, pensó Caterina. Ante su mirada fulminante, intentó tranquilizarla:
—Te regalo una pluma y dos fojas.
Se quedó quieta, sopesando tamaña fortuna. Incapaz de resistirse, tomó el papel, lo dobló a la mitad y repitió la operación. Después, si cosía esos cuatro pedazos por un extremo, obtendría un cuadernillo. No desperdiciaré ni una pulgada. La dicha se reflejó en sus ojos color ámbar.
—Gracias.
—Te acompaño a tu casa.
Los viejos intercambiaron una mirada y se dirigieron a sus habitaciones; los muchachos salieron al patio.
Durante las anteriores visitas a Vinci, ninguno había cedido. La pueblerina se mantuvo firme. Piero, después de algunos ruegos, desistió. No obstante, jugaban con fuego. Se paraban frente a frente, con las manos juntas y las bocas separadas por un espacio, tan estrecho, que apenas cabía un soplo de brisa. O, mejilla contra mejilla, percibían la tibieza de sus rostros y exacerbaban el deseo. Imitando a duques y princesas, nos acostamos lado a lado, desnudos, recordó Caterina. Tus dedos rozaron mis senos y yo sentí que me encendía. Virgen, Virgen Santa, ¿cómo llegué a tanto?
Esa noche, envueltos por una oscuridad traslucida, se besaron. Un beso nuevo. Con la pasión de dos hambrientos. Caminaron hacia el establo. Él mandó al diablo su propósito de evitar problemas; ella adivinó qué ocurriría. Aún estoy a tiempo… aunque pronto cumpliré veinte años. ¡Soy una solterona!
Antes de que llegaran a la paja olorosa y suave, Piero hurgó bajo el corpiño. Mientras Caterina apartaba las manos ávidas, de movimientos bruscos, ideas en jirones revoloteaban por su mente. El violador debe casarse con su víctima o dar una compensación para que otro lo sustituya. ¿Eso pretendía Piero? Había una nota discordante en ese cálculo. No me guardé todo este tiempo por avaricia. Admiraba a Piero, sin rival en la comarca, ni siquiera su hermano Francesco puede competir con él. Pero eso no borraba el hecho de que Caterina ansiaba una oportunidad para escapar de su pobreza y de la búsqueda, día a día, de algo para llenar el estómago. Ambiciono amor, respeto, hijos. ¿Acaso su belleza no le daba derecho a todo?
Se recostaron sobre la saya de Sea Lucia, que Caterina aún no había devuelto. Quizá, si lo complazco, jamás logre olvidarme. Correspondió a sus caricias porque le agradaba aquel hombre delgado y fuerte, vestido con elegancia y finos modales. Quizá lo amaba, pero escondía semejante debilidad para no entregar su doncellez a cambio de una esperanza incierta.
Piero la poseyó con la rapidez del novato. ¡Era virgen como ella! Tal descubrimiento la enorgulleció hasta que las dudas invadieron su espíritu: Piero no hallaba gusto en ayuntarse. ¿Ser Antonio le había heredado su naturaleza? El frío nocturno interrumpió aquellas reflexiones. Durante años reservó su curiosidad y pasión para ese momento, tan fugaz, tan leve. Y ahora que había concluido, me siento indefensa, terriblemente sola. Tras un silencio, en tanto contemplaban las estrellas, inquirió:
—Piero, ¿te casarás conmigo?
Él estuvo a punto de contestar “sí”; luego recordó el puesto que lo esperaba en Pistoia, conseguido gracias a una recomendación de su cuñado. ¿Humillaría a su familia política uniéndose a una contadina?****
—No, contigo nunca —su propia crueldad lo incomodó, pero no lo suficiente para retractarse. Mientras se ponía las bragas completó su rechazo—. En dos semanas visitaré a mi hermana Violante y no regresaré en muchos meses. Tú sabrás si te despides de mí o si prefieres que el enojo nos separe.
Caterina se tragó su despecho y le dijo adiós. Desafiante, más hermosa porque al amanecer lavó sus cabellos y se perfumó con espliego. Frente a criados, vecinos, párroco y el matrimonio Da Vinci, hizo una reverencia ante el viajero. Aquella cortesía disimulaba su encono:
—Te deseo buen camino y mejor regreso, Ser Piero.
El notario tuvo un gesto que provocaría las hablillas de los asistentes. Tomó la diestra, ajada por las labores domésticas, y la rozó con sus labios. Luego giró, descartando a la muchacha. Contra su voluntad, Caterina removía sus sentidos. Lo instaba a adquirirla, como una fruta jugosa, para su deleite exclusivo. Por tal motivo, prefería poner distancia entre ella y su glorioso destino.
Al día siguiente, la moza revisó su cuerpo. ¡Jamás podré enfrentarme a la vergüenza de tener un bastardo! Dios mío, ¿qué hice? Transcurrió un ciclo lunar y se atrevió a respirar con menos angustia. Transcurrieron dos… Decididamente, Piero pertenecía a la raza de los Da Vinci: no preñaba al primer intento.
En apariencia, nada había variado, pero Caterina comprendía que su valor no era el mismo. Sin virginidad y sin dote, la posibilidad de casarse se reducía aún más. Lo cual tiene ciertas ventajas. Si permanecía soltera, al lado de su madre, daba oportunidad a Piero de compensarla. Además, evadía las brutalidades de tener un esposo. Ni en ese aspecto, ni en otros, los aldeanos se distinguían por su delicadeza.
El joven notario cumplió su trabajo y, tras recibir la paga estipulada, se estableció en Florencia. Ahí, durante un lustro (¡Ay, el tiempo se desvanece como un suspiro!), hizo todo lo que sus clientes pedían: invirtió fortunas, cobró altos réditos y mediante tácticas dudosas redujo impuestos. Era un equilibrista. La menor equivocación significaría un porrazo brutal, llegar al final de la cuerda, el triunfo. Poco a poco se relacionó y tuvo acceso a la corte, así como a las hijas de los notables de su gremio. En ambos extremos, el social y el emotivo, corrió con suerte.
Antes de avanzar hacia el pináculo, ahora bastante próximo, regresó a Vinci por dos razones bastante simples: para llevar la vida que creía merecer, necesitaba dinero; después estaba Caterina. Tras cinco años de encuentros furtivos, estaba acostumbrado a ella, a la pasión carnal bajo las estrellas donde, poco a poco, sus reticencias desaparecieron. Para acallar su conciencia, le regalaría algo, cualquier cosa. Y una vez saldada esa deuda, olvidaría el pueblo que siempre había despreciado.
La estancia se prolongó en discusiones inútiles. Expuso varios planes ante su padre, entre los cuales estaba ceder las tierras a Francesco a cambio de efectivo. Ser Antonio estudió la propuesta hasta que se topó con la venta de una granja. Entonces se opuso; tampoco quiso solicitar un préstamo. Sin embargo, Piero insistía. Cada tarde los tres Da Vinci hacían cuentas, medían los campos y discutían hasta quedar exhaustos. Buscando esparcimiento, Piero enamoraba a Caterina y ella creía esas mentiras porque deseaba creerlas.
Esa noche, la última, se sintió más cerca de ella. Quizá hubiera cometido un error del que siempre se arrepentiría, pero una torpeza rompió el hechizo.
—¿Te casarás conmigo, Piero?
—No. Contigo nunca —y agregó, sofocando su agradecimiento—: estoy comprometido.
A Caterina se le escapó un grito de ultraje.
—¿Cómo se llama esa mujer?
—Albiera. Hija de notario, como predijiste.
—¿Por qué me lo ocultaste?
—No habrías acudido a esta cita y… pasamos un buen rato.
—Me engañaste —lo estrujó, ahogándose en lágrimas—. ¿Ya corrieron las banas?
—La primera correrá este domingo, en Vinci, durante la Misa Mayor.
—Entonces, a las doce en punto me presentaré y anunciaré que me preñaste.
Hubo una pausa. ¿Decía la verdad? ¿No recurría al motivo más viejo del mundo para obligarlo a cumplir con sus responsabilidades? Contempló el vientre, cuna de lo que todo hombre anhela: un hijo. Lo haría a su imagen y semejanza, ¡notario! Excepto si me caso con ella. A los bastardos les está vedado mi oficio.
—Llevará tu nombre, Piero, heredará tu inteligencia.
¿Bajaría a su nivel? Con una campesina, me enterraría aquí, en estos malditos campos.
—Estarás tan orgulloso de…
—Aun si juraras que ese niño es mío, ¿cómo lo probarías?
—Sabes que es tuyo.
—Sé que te acuestas conmigo, podría haber otros —los celos, o un primitivo sentimiento de posesión, lo aguijonearon. Nadie más que yo. ¡Nadie más que yo!—. Si me atacas, defenderé mi honra y tú no podrás argüir nada a tu favor. ¿Te golpeé? ¿Te resististe? Con dos o tres testigos…
—Comprados.
—Con dos o tres testigos comprados —recalcó la última palabra—, saldré del embrollo. Hay una alternativa. Si lo mando, esos mismos testigos te acusarán de prostituta o asegurarán que un íncubo te poseyó.
Caterina asociaba aquel vocablo con perversiones terribles, un falo gigantesco, muerte súbita. Como siempre que alguien mencionaba las fuerzas malignas, tuvo un escalofrío. Miró a su alrededor, temerosa; su imaginación ya le mostraba sombras con hálito propio.
—Íncubo viene de incubare, yacer sobre —aclaró Piero, quien no perdía la ocasión de lucir su latín—. Este demonio ronda a las doncellas y provoca embarazos extraños. Si se enamora de su víctima, engendra magos o videntes; en todo caso, criaturas excepcionales. Si odia a su amasia, le chupa la energía vital, debilitándola hasta matarla. ¿Qué sucedió contigo, Caterina?
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