El espía de Franco

Luis Rius Caso

Fragmento

Título

Uno

1

Al verlo entrar en la sala de juego, Domingo sintió en el estómago la frustración. Ahí llegaba finalmente el rival, apenas a tiempo para ocupar con su sobrada humanidad la larga ausencia que estaba a punto de costarle una derrota por default. Era él, con su elegancia y altivez inconfundibles, saludando con ademanes de político a quienes encontraba a su paso. “Hola a todos, hola a todos.” Domingo lo aguardaba sentado frente a la mesa asignada, la número cuatro, y desde ahí observó su despreocupado trayecto hasta la silla opuesta a la suya. Con toda calma, el recién llegado se buscó en el registro de partidas a celebrarse en esa ronda; se detuvo después a platicar con algunos jugadores y a echar ojo a otras partidas, indiferente a los cincuenta y dos minutos perdidos para su causa y ganados para la de Domingo. En efecto, contra cualquier confusión óptica o de la conciencia, allí estaba en cuerpo presente el indeseable adversario, toda una pieza de orfebrería diplomática además de un consumado ajedrecista. Fajada en lino y seda, su estampa se antojaba un efecto de su nombre, apodo y empleo: José Gallostra y Coello de Portugal, alias El Virrey, representante oficioso del gobierno de Francisco Franco en México.

Ave César, te saluda uno que va a morir, se dijo Domingo. No se lo tragó la tierra ni lo detuvo la metralla de hielo arrojada por el caprichoso cielo de ese febrero loco ni lo liquidó el alcohol de la sobremesa, tal como había fantaseado que le ocurriera, en virtud de su bien ganada reputación de borracho con licencia diplomática para serlo. Como a la mayoría de miembros del Club Castellano de México, a Domingo le constaba la capacidad del personaje de no perder la compostura pese a estar cocido en alcohol. También, como algunos de los miembros presentes en la sala de juego, mantenía en la expectativa la memorable excepción a tan sorprendente capacidad, ocurrida en la última partida del torneo del año antepasado, donde su estado etílico pareció ser factor de la coronación de un peón enemigo que, metamorfoseado en dama, acabó por liquidarlo. Como muchos, Domingo sospechaba que esa insuficiencia de último momento pudo ser una estrategia camuflada con whiskey para perder a propósito, obligado a ello por consideraciones ligadas a su oficioso cargo.

Entre tanto, ahí lo tenía ante sus ojos. Ostentaba una sonrisa encantadora además de un pañuelo blanco con sus iniciales, perfectamente acomodado en el bolsillo frontal del saco y, sobre una vistosa corbata azul celeste, un insoslayable fistol dorado en cuyo remate relucían pequeños rubíes que daban forma a un caballo de ajedrez. Gallostra le extendió la mano con educada anticipación para evitarle la molestia de levantarse del asiento. Domingo lo hizo de cualquier forma.

—¡Hombre, Domingo! Tenía que toparme contigo, otra vez —le dijo el español, con ademán de lamentar la situación—. ¿Te parece si jugamos con mi tablero y mis piezas? —hizo el ofrecimiento, como era costumbre en él, a los adversarios dignos de su respeto, pero con un engolamiento de voz tan sospechoso como el inconfundible tufo anisado de su aliento.

—Por supuesto, don Pepe, encantado —respondió Domingo, con la cobarde expectativa reavivada en el ánimo y en el cosquilleo del estómago. Niveló entonces los botones del reloj de doble esfera para detener el tiempo y retiró de la mesa su obsoleto equipo estilo Windsor. Entonces Gallostra desplegó su tablero y sobre éste sus piezas Staunton, soberbias, con su debido peso y tamaño, extraídas de una bolsa de terciopelo color mostaza descosida a la altura del borde.

Dueño de las blancas, Gallostra abrió con peón a cuatro dama y Domingo respondió con el mismo movimiento, aliviado de que el rival no intentara una de sus devastadoras aperturas abiertas, con las cuales solía borrar del tablero a sus contrincantes en unas cuantas jugadas. Para el caso, consciente de que en la recta final del torneo le tocaría enfrentar al diplomático, se había preparado con una variante poco usual de la apertura francesa, aprendida en una época cercana de continuos y fulminantes descalabros sufridos ante jugadores con oficio que solían “coyotear” con gambitos de rey a incautos aficionados, como él, que brotaban hasta por debajo de las piedras atraídos por el frenesí propagandístico del primer gran torneo por el título mundial, organizado por la nueva Federación Internacional de Ajedrez. Pero ante el inesperado escenario cerrado, mejor dominado por él, sintió un ligero optimismo.

Por enésima ocasión en las últimas horas, volvió a hacer cuentas: cuatro partidas ganadas, dos entabladas, dos derrotas contando ésta, casi inevitable, daban cinco puntos; si ganaba una de las dos del próximo fin de semana, alcanzaría uno de los premios importantes. Mientras corría el tiempo de Gallostra, quien tras realizar su jugada de apertura se ausentó, Domingo aprovechó para deambular por el salón y distraer sus nervios. Después de un fugaz recorrido por algunas partidas, sus pasos lo condujeron hasta la mesa de trofeos, cuyo montaje, concebido para darle respetabilidad al torneo, derivaba cada año de un esmerado y conmovedor celo ritualista.

Nunca como el de ese año de 1950, advirtió, divertido. Su exceso pretendía estar a tono con el esplendoroso marco ofrecido por las instalaciones del Hotel Casino de la Selva de Cuernavaca, que fungía como anfitrión del Club Castellano para esa edición del torneo anual. Revisó el peculiar reparto iconográfico: se encontraba finamente enmarcado y significativamente distribuido sobre el muro, de acuerdo con un criterio regido por las jerarquías. Varias reproducciones fotográficas habían sido recortadas de los atractivos carteles de la Federación Internacional de Ajedrez, editados para celebrar su fundación y éxito en la organización del reciente torneo por el campeonato mundial, ganado por Mijail Botvinnik. Se respetaban rangos y el peso áureo recaía en un muy selecto grupo de deidades mayores, distribuidas en un semicírculo que remataba a lo alto: Capablanca, Morphy, Anderssen, Alekhine, Lasker. Debajo del semicírculo se extendía una franja horizontal con los retratos de los famosos cinco participantes en el célebre torneo propiciatorio, a partir del cual la renovada Federación Internacional de Ajedrez se había erigido en la ONU del ajedrez mundial. Domingo los reconoció sin dificultad: Botvinnik, Smyslov, Keres, Reshevsky y Euwe. Aparecían también un niño con cara de loco o de prodigio eslavo y otros más con cara de clásicos. Lasker le copió el estilo a Nietzsche y Morphy a Edgar Allan Poe, pensó. En una segunda franja colocada más abajo figuraban deidades del mundo iberoamericano: otra vez el cubano Capablanca, el español Pomar, los argentinos Nadjorf, Pilnik, Eliskases, el mexicano Torre Repeto y algunos más de “nuestra circunstancia”. Arturo Pomar debe ser algo así como el Ortega y Gasset en la historia del ajedrez y José Raúl Capablanca como el José Martí o, con mayor justicia, como el Rubén Darío del tablero, se dijo.

Sobre una amplia mesa adosada al muro de los retratos, se mostraba propaganda de la compañía de aviación Iberia. Destaca

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