Bala Perdida (Colección Alfaguara Clásicos)

Manuel Rivas

Fragmento

libro-3

1. Herr Doktor

El Zaratrusta se desplazaba como una implacable apisonadora por la inmensa carretera del mar.

En el radar, interpuestos en la ruta, aparecieron de repente unos puntos parpadeantes como luciérnagas en el seto de un sendero.

En su puente de mando, Herr Doktor llevó la mano de acero a los prismáticos de rayos infrarrojos para la visión nocturna.

Aquellos dos barquitos con temblorosas linternas rojas eran dos cascas de nuez de pescadores.

—¡Estúpidos! —masculló Herr Doktor.

Desde luego, pensó, no iba ser él quien cambiase el rumbo. Si no se apartaban, allá ellos. El morro metálico del Zaratrusta los mandaría al infierno del océano como quien da un empujón a un carrito de bebé por una escalinata.

—¡Estúpidos pescadorrres de fanecas! —dijo Herr Doktor masticando las palabras.

Por instinto, duplicó la velocidad del carguero. Hizo sonar la sirena. Quería asustarlos de una vez. En realidad, no pretendía buscarse problemas en aquel punto de la costa, a la altura del Finisterre europeo. Su objetivo era llegar totalmente desapercibido a su destino, un puerto en el Mar del Norte. Hasta ahora, todo había ido a la perfección desde que zarparon del puerto africano de Dakar.

Herr Doktor llevaba desde 1945 soñando con aquel viaje. Ahora estaba a punto de culminar el sueño. Por eso, Herr Doktor se sentía joven y fuerte a sus 77 años, como si hubiese bebido del Santo Grial el elixir de la eterna juventud. Años y años oculto, disfrazado en mil personajes, guardando el secreto y preparando el gran golpe.

Los barquichuelos seguían sin apartarse, como si estuviesen siendo pilotados por ciegos y sordos.

—¡Horrmigas de mierrda!

Herr Doktor pensó en activar la alarma interna para despertar a todos sus hombres. Después cambió de idea. Si aplastaba a los pescadores, era mejor que no hubiese ningún testigo.

¡Una, dos luminarias en el cielo! Una súbita claridad de verbena en el océano. Herr Doktor pudo ver, conmocionado, cómo aquellos barquichuelos se habían convertido en lanzaderas de bengalas que estallaban en el cielo como fuegos de artificio.

Fue entonces, sólo entonces, cuando Herr Doktor, estupefacto, descubrió que a dos palmos de estribor del Zaratrusta se dibujaba, como esbelto y siniestro a un tiempo, un bergantín surgido de la nada. Una nave fantasma, sin luces ni linternas, como dejada al pairo desde hacía un siglo.

Herr Doktor apretó los prismáticos con la mano de acero, los dedos como tenazas articuladas, con tal fuerza que las lentes saltaron como faros de un coche prensado en la chatarra. Ahora sí activó la alarma para despertar a la tripulación y corrió al armario secreto para coger el fusil ametrallador.

libro-4

2. Abordaje en la noche

Cuando Herr Doktor volvió la mirada, metralleta en ristre, vio que una marea de sombras humanas saltaba en cabos desde el bergantín fantasma. Veloces como espíritus en la noche, tomaban posiciones en la cubierta del Zaratrusta. Y lo hacían con una ágil precisión, como si hubieran estudiado aquel asalto mil veces.

Herr Doktor comenzó a disparar ráfagas a todas partes, escupiendo al tiempo maldiciones y balas.

—¡Atrrás, rrratas marrrinas!

Hasta que apareció aquella especie de murciélago gigante que revolaba delante de sus ojos. Herr Doktor trató de sacudir con el arma a aquel maldito espíritu, pero la sombra voladora, lejos de amilanarse, se echó en picado y le picoteó entre los ojos, haciéndole gemir de dolor y rabia.

—¡Garrrapata voladorrra, parrtícula de mierrda! —maldijo, intentando proteger la cara con las manos.

—¡Pecado, pecado, pecado! —gritó el espíritu.

Herr Doktor entrevió ahora una sombra todavía más temible y amenazadora. Con un perfil de enorme homínido, con la luz de la luna como orla fosforescente, el peligro caminaba hacia él cojeando. Se detenía. Cogía una de sus patas en la mano y la hacía oscilar como si fuese un bate de béisbol.

—¡Cacho en la tos! —maldijo, amenazador, el gigantón.

Herr Doktor no esperó a ver el resultado de aquella pesadilla. Se sabía perdido. Sus hombres, sorprendidos en calzones en medio del océano, caían como sacos por la borda. Saltó del puente de mando como pudo, corrió hacia popa, lanzó una zodiac al agua y salió zumbando por la gran llanura del mar, dejando en el bramido del motor la estela de una amenaza.

—¡Volverrré, maldito patachula!

El gigantón calzó de nuevo la pierna y saludó al espíritu con plumas, posado ahora en su hombro.

—¡Buen trabajo, Calamidá! Vamos a ver qué mierda llevaba ese cabrón.

libro-5

3. El secreto del «Zaratrusta»

Los asaltantes de la noche abrieron ansiosos las compuertas de las bodegas del Zaratrusta. Cuando lo consiguieron, se hizo ese silencio que precede a la desolación. Por el mar corrió un coro de blasfemias. El enorme vientre del carguero estaba lleno de troncos de árboles de la selva africana.

—¡Buena madera! —dijo alguien con ironía, detrás del gran cojo.

—Dime, Tiradentes, ¿para qué carajo queremos nosotros la madera? —respondió él—. Mejor estaba en la selva.

Con la pata buena pegó una patada de cabreo contra un tronco.

—¡Mala racha llevamos este año, cacho en la tos! —murmuró el gigantón barbudo—. Primero, un barco con residuos radiactivos. El siguiente, cargado de especies prohibidas. Otro con basura química. Y un cuarto con pesticidas. ¡Es que no hay nadie en el mundo que transporte algo normal, algo de provecho! ¡Por lo menos vino de Oporto, cacho en la tos!

Y entonces rugió como un león hambriento al que se le escapa una gacela: «¡Traed a Polizón!».

Dos tipos fuertemente armados condujeron escoltado a un hombre de color. Estaba realmente atemorizado. Una colección de miedos en los ojos, como si no hubiese conocido otra cosa desde la cuna que el terror del mundo.

—Vamos a ver, Polizón. Nosotros fuimos legales contigo. Te recogimos del mar, cuando ya los tiburones se estaban relamiendo de gusto como si fuer

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