El sueño del millón de dólares

Piter Albeiro

Fragmento

Introducción

Acá estoy cumpliendo otro sueño, escribiendo un libro. Si me va bien, que ojalá así sea, será el primero de muchos. Pero si me va mal, omitan el mensaje anterior. Jajajaja.

De pequeño me encantaba leer, y hoy descubro que también me encanta escribir. Obtuve el primer puesto por calificaciones en mi colegio. Hmmm… bueno, para ser sinceros, mi mamá me ayudó con las tareas. Luego, cuando dijo que ya estaba grande para vigilarme, la situación cambió un poco. Sin embargo, jamás perdí un año ni una materia, y creo que puedo decir que, en ese aspecto de mi vida, cumplí. Ya sembré un árbol en la Escuela de Cadetes General Santander, de donde me gradué de teniente de la Policía en 1997. El día que estoy escribiendo estas letras tengo 42 años, un hijo maravilloso y una esposa increíble, hermosa, trabajadora, buena mamá, tranquila —precisamente está acá, a mi lado, corrigiendo la ortografía y revisando que escriba todo bien—. Ellos y su amor son, sin duda, el patrimonio más grande que tengo.

En la familia de mi mamá todos son vendedores, de ahí nació mi afición por las ventas y, por culpa de mis tíos, el amor por los carros. En la actualidad, todos los hermanos de mi mamá viven del comercio.

Mi abuelita quedó viuda muy joven. De todos los nietos que tiene, yo soy el mayor y el único que mi abuelo conoció. Él murió de solo 50 años, en enero de 1977, cuando yo tenía 50 días de nacido; obviamente no me acuerdo nada de él. Ella me ve con amor al pensar que fui quien cumplió el sueño de don Urias de ser abuelo.

Vengo de una familia de paisas —así se les dice a las personas que nacen en cierta región de mi país—, de esos que no conocen el miedo, que no tienen. Empecemos con que mi abuela tuvo nueve hijos, NUEVE, y de todos la más bonita era mi mamá (perdón, tías, pero pues acá me toca contar toda la verdad). Ella se casó muy joven con mi papá, poco después de que él se graduara de médico en la Universidad Nacional (por eso mi papá quería que yo fuera médico también).

Mis tíos, los hermanos de mi mamá, tenían un amplio rango de edades. Cuando yo nací, el hermano mayor de mi mamá tenía 26 años y el menor, 9, que era mi tío Carlos, para mí el preferido porque era el que se animaba a jugar conmigo en vacaciones. Sin embargo, un día, al esconderme detrás de la vitrina donde mi abuela guardaba la cristalería, terminé haciendo un daño y rompiendo todo. A mi tío y a mí nos castigaron, y yo le prometí a mi abuelita pagarle todo cuando tuviera mucho dinero, así que ella tiene muchas esperanzas en este libro para poder recuperar los vasos y las copas.

Ahora que lo pienso, ese episodio podría tomarse como una premonición: por eso es que me he “quebrado” varias veces en mis negocios.

Mi tío Carlos acompañaba a mi abuela a casa de sus amigas a vender carteras y zapatos. Mi tío Jorge es un bacán, lo quiere todo el mundo, administraba una licorera cerca de la casa. Tenía pegados en su cuarto pósteres de carros exóticos y me contaba sus nombres e historias: “Este es un Lamborghini Countach”, “Este es un Ferrari Testarossa”, y yo, atónito y maravillado, solo conocía el Nissan Patrol de mi papá, en el que viajábamos a Bogotá desde el Cocuy, Boyacá, cada diciembre y enero. Era un viaje de trece horas de carretera en las que escuchábamos los casetes de Julio Jaramillo de mi papá. En ese carro tuve mi primer choque: yo tenía cuatro años, mi hermanita tenía tres, estábamos jugando al papá y a la mamá. Puse el carro en neutro y rodamos por una calle del Cocuy y terminamos debajo de un camión. Por fortuna no pasó nada grave, además del daño material, pues el carro se pudo recuperar.

Mi tío Ricardo, por su parte, ha sido desde siempre un enamorado de las motos, al punto de que cuando yo era pequeño, de 7 años, me llevó de paseo en una Honda XL185, sin casco. Mi mamá estaba furiosa con él, y le dejó de hablar por un tiempo, pero gracias a Dios las cosas terminaron por arreglarse, ya volvieron a hablar la semana pasada (es bromeando, mi mamá tampoco es rencorosa por tanto tiempo. Por decir algo, poniéndome de ejemplo: a mi mamá se le pasaba la rabia por algo que yo hubiera hecho más o menos en el correazo número 48).

Samuel, otro de mis tíos, era el más simpático de todos. Tenía las novias más bonitas y los carros último modelo. Compraba y vendía carros, y me encantaba que llegara a la casa de mi abuela. En verdad, yo soñaba ser como él. Cuando tenía 14 años, él llegó en un Mazda 626 Asahi, me dio la llave y me dijo que también era mío y que cuando cumpliera la edad apropiada me lo prestaría. Yo no dormía pensando en eso. Jamás había visto un carro que tuviera un tablero en el que la velocidad apareciera en números, como una calculadora. Además, las revoluciones por minuto se marcaban con una luz que cambiaba de verde a amarillo y a rojo. Al ver ese carro sentí que conocí el Auto Fantástico.

Una noche muy tarde, llamaron a mi mamá para decirle que mi tío Samuel había sido asesinado por robarle el carro. Fue difícil entender lo frágil que es la vida, y hoy cada día que puedo le agradezco a mi tío Samuel cada cosa que me enseñó, cada cosa que me inspiró. Él siempre estuvo a la vanguardia de la tecnología. Yo nunca había visto a alguien que tuviera un beeper, pero mi tío Samuel lo tenía, esa pequeña caja pegada a la cintura que recibía mensajes. Yo llamaba todo el tiempo a la operadora para mandarle mensajes: “Tío, llámeme”, “Tío, llegó la vecina que le gusta”, y él me llamaba de vuelta a la casa. Nunca se molestó porque yo le acabara su paquete de mensajes.

Hoy, tantos años después, sentado frente al teclado, estoy dispuesto a plasmar todo aquello de mi vida que puede enseñarle algo a alguien. He tenido tantos negocios como puedan imaginarse. Mi madre, amiga y cómplice, nunca me detuvo, solo me veía escribiendo números, llevando cuentas, teniendo reuniones, me preguntaba “¿Y ahora en qué se va a meter?” y sonreía. No soy perfecto, no me las sé todas, tal vez tenga más defectos que muchos de ustedes, y jamás estudié marketing. Soy administrador de empresas y estudié Derecho y ya (poquitos estudios, ¿no?). Sin embargo, puedo decir que si en algo soy profesional es en soñar, SOÑAR EN GRANDE, y esa carrera sí que es cara. Los que decimos que soñar no cuesta nada sabemos que lo que cuesta, y mucho, es hacer los sueños realidad, y no hablo solo de dinero, sino del costo en tiempo, trabajo y sacrificio.

Yo he fracasado muchas veces, tantas que terminé perdiéndole el miedo al fracaso. Es más, creo que me hice amigo del fracaso y, al no tenerle miedo, sigo y seguiré intentando todo aquello que me proponga hasta alcanzar mis objetivos. He cumplido todos los sueños posibles: soy un tipo feliz, soy el hombre que quiero ser y espero que mi libro les guste. Está escrito con amor, compartiendo co

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