La última cena

Fernando Quiroz

Fragmento

1

Tal vez porque era incapaz de permanecer en casa, tal vez porque quería encontrar ese viento que baja de los cerros, salí a caminar cuando las últimas luces del día terminaron por rendirse ante la evidencia de la noche. Busqué el parque que está a la vuelta, y que fue la razón fundamental para elegir ese lugar para vivir. De los muchos caminos que coinciden al pie del puente de barandas verdes elegí aquel en el que solía pasear a mi hija cuando estaba recién nacida. A manera de marquesina, lo cubre una fila casi interminable de urapanes y de eucaliptos que corre paralela a un río que rara vez tiene agua suficiente como para llamarlo río, pero que en abril y en mayo se deja sentir con una corriente generosa que baja cristalina de la montaña y se enturbia a medida que se mete en las entrañas de la ciudad hasta formar parte de ellas como un intestino.

El viento llegó pronto. Primero fue una corriente tímida y más tarde un ventarrón helado que amenazaba con cuartear la piel. Era un viejo conocido, compañero de cada mañana en los años escolares. Adoraba su intermitencia: la fuerza con la que golpeaba la piel, seguía su camino y se ausentaba largo rato como pidiendo que lo extrañara, que lo invocara, y entonces regresaba cuando la temperatura había recuperado los grados perdidos a su paso. Aquella noche lo extrañé al mismo tiempo con la ilusión de la infancia y con la ansiedad de la adultez. Celebré su presencia, que, aunque fugaz, me bastó para alcanzar algo de la serenidad que había perdido desde que recibí la noticia. Seguí mi recorrido sin rumbo claro por aquel camino en el que tiempo atrás había recuperado parte de la curiosidad a la que estúpidamente se renuncia con los años, aquel camino en el que mi hija me enseñó a levantar la mirada, a descubrir la belleza que esconde la rama de un árbol de la que penden innumerables gotas de agua, a disfrutar del espectáculo que ofrecen los rayos del sol cuando se quieren colar entre las hojas. Caminé quince minutos o dos horas, no lo sé, y de repente me detuve, levanté al cielo la mirada y empecé a buscar la estrella de mi buena suerte.

No estaba en el cielo: lo sabía. O quizás no lograba verla con estos ojos, como andaban, empañados por esa tristeza que a veces era más rabia que tristeza, y que era sobre todo incertidumbre. Una suma de preguntas sin respuesta. Una suma de suposiciones que ocupaban el lugar de las respuestas. Porque allí donde la mente deja terrenos baldíos llegan los invasores a ocuparlos: las dudas, los temores, las sospechas, las ilusiones, las cábalas. Los presagios son, quizás, los más atrevidos colonizadores de un cerebro que ha dejado abiertas las puertas que no debía. Y casi siempre los malos presagios.

No tuve mucho tiempo para viajar al pasado, pero alcancé a darle forma por unos segundos a una idea concreta: cuando era niño había más estrellas en el cielo. O tal vez deba decirlo de otra manera: se veían más las estrellas de este cielo que nos cubre. El exceso de luces de una ciudad que ha multiplicado su población como pocas en el planeta le crea al firmamento una veladura, le resta poder al negro de la noche: ese negro profundo del que requieren los astros para exhibirse. Ese contrario del cual se alimentan. Como los buenos de los malos… Corrijo: como aquellos que se creen buenos se alimentan de esos otros a los que juzgan como malos. ¡En fin!

Luego regresé a las conjeturas. Fue solo una distracción. Breve, como deben ser las distracciones.

Me pregunté por esa estrella que más de una vez me dijeron que iluminaba mi camino. Era algo que sabía aunque no le hubiera puesto nombre: tenía la certeza de que, al amparo de alguna fuerza extraordinaria, ninguna ruta que tomara en mi vida podría llevarme al abismo.

La primera que me lo dijo, cuando apenas me estrenaba en la adultez, fue una mujer de esas a las que le basta con mirar fijamente a sus visitantes para refrescarles lo que ya saben de su pasado y revelarles lo que desconocen de los tiempos idos. Del futuro poco hablaba, probablemente porque su verdadero poder no era la adivinación sino la posibilidad de rescatar de entre las capas de polvo, de mentiras y de taras del pasado, verdades que si acaso se dijeron a medias. Facultades, tendencias, posibilidades. Sin necesidad de recurrir a la baraja, a la ceniza del tabaco o al pozo del chocolate, un día me dijo que una buena estrella me acompañaba. Me protegía. Me inspiraba. Me iluminaba. Y yo le creí: y solía andar por el mundo convencido de lo afortunado que era. Convencido de la bendición de los astros.

Cuando me pronosticaron el mal, me demoré en pensar en mi buena estrella. Pero en algún momento, durante esos días de zozobra, me pregunté por ella. Y la maldije. Con el paso de los días llegué a pensar que probablemente aún iluminaba mi camino, y que tal vez el camino estaba por llegar a su fin. Y que quizás la suerte no estaba en prolongar la vida, sino en anunciar su final.

2

Esta era una tristeza distinta. Tanto así que me demoré en llamarla tristeza y en poder aislarla, como quien saca un palito chino de la maraña del juego sin mover los demás. Porque era eso: una maraña de sentimientos.

Y había rabia… ya lo dije. Y dije también que había incertidumbre. Y un temor que iba y venía. Que a veces era una nube densa, enorme, lenta, detrás de la cual ni siquiera se adivinaba el sol. Y a veces era un temor capaz de engendrar a su contrario: un temor del cual surgía la serenidad para enfrentarlo, la fuerza para reducirlo, la cabeza fría para analizarlo. Y analizar un temor es casi tanto como vencerlo.

Esta era una tristeza distinta: a veces podía sentirla mientras reía auténticamente a carcajadas. A veces pensaba que había desaparecido, pero cuando miraba el reloj comprendía que apenas habían pasado dos o tres horas en las cuales la tristeza no era la voz que más se alzaba en mi interior.

La mía era una tristeza camaleónica. Podía llegar como un dolor en las rodillas que me impedía ponerme de pie. Como un desánimo peor que el del propio mal. Como unas ganas de morderme los labios hasta sacarme sangre. Como un casco que me oprimía la cabeza y me impedía pensar.

Era como uno de esos velos que dejan pasar la luz, que dejan pasar el aire, pero que siempre están ahí. Aunque no se vean fácilmente desde afuera.

Era una tristeza distinta, que con el tiempo aprendió a pasar desapercibida. Aunque a veces, de repente, soltara truenos que calcinaban todos los demás sent

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