Novelas del poder y de la infamia

Germán Espinosa Villareal

Fragmento

Novelas del poder y de la infamia

¡NO HAY EN el campo sino pedruscos!, ruge la jácara cándida y, desde el mirador del Santo Oficio, el anciano Juan de Mañozga oía aletear las parejas de brujas cuyos balidos de chivato confirmaban, a la mente senil del Inquisidor, sus calenturientas presunciones: aquellos extraños seres bailaban de noche alrededor de un cabrón, le besaban el culo almizcloso, recibían su helado semen y luego lo diseminaban, volando con candelillas diabólicas en las manos, sobre el haz de la Tierra. ¡Es lo que me he ganado por venirme a las Indias, esta Iglesia de alzados y de follones! ¡Es lo que mi codicia me ha deparado, zopenco de mi, que un día me vi en sueños confesor de sus muy católicas majestades! ¡Oveja y abeja y piedra que trebeja y péndola tras oreja y partes en la igreja deseaba a su hijo la vieja! ¡Zopenco, palurdo, mentecato de mí, que me he labrado mi propio infierno!

¡Madre, qué calor! ¡Mueren los bueyes de tanta peste!, ¡y es epidemia de brujos, multiplicación, proliferación gigantesca y monstruosa de brujos batiendo sobre los tejados alas membranosas, alas de murciélago, de vampiro, alas horribles, alas negras y felpudas, sobre el convento de San Diego, el de Santa Teresa, el de Santa Clara, el de la Merced, sobre los legados de doña Catalina de Cabrera, sobre el Colegio de la Compañía, sobre las Casas Reales y la de la Moneda, sobre los fuertes de los Icacos y el de la Punta del Judío, sobre los novísimos bastiones enjalbegados de sangre de esclavos, sobre Santa Cruz, ay, sobre la misma santa cruz!

¡Brujos saltaparedes, saltabancos, y saltabardales; brujas besadoras del salvohonor de Buziraco; brujos y brujas venidos de Tolú, tierra del bálsamo, y metidos como salamandras en los mismos braserillos de benjuí que debían purificarnos de su pestilencia! ¡Todo desde aquel día infausto en que yo, Juan de Mañozga, Inquisidor del Santo Oficio, quemé públicamente, por insinuación del difunto fray Alonso de la Cruz Paredes, al avieso jeque Luis Andrea, creador del culto del cabrón negro, el merdoso Buziraco, mal rayo me parta, y ahora el Papa Urbano, el mismísimo Santo Padre, condena por estúpidas bulas el comercio de esclavos…! En la mente enferma del Inquisidor se plasmaba, como pintada por Miguel Ángel, la imagen de Maffeo Barberini conducido, por entre una hilera de arcabuceros y de trompeteros, a la hoguera.

Mas, ¿no fui yo mismo, Dios del cielo, quien regó la pólvora, quien libró a los brujos de su prisión de siete sellos, por mi ambición asesina, por mis aspiraciones purpurientas, por querer imprimirle a la villa rango toledano? ¡Dios Buziraco, dios patuleco, ahogado mueras en el estero! ¡Es como si, a cada azote mío, hubieras estallado y rótote en mil pedazos, en mil diablillos zumbadores como zancudos, voladores como corujas! ¡Bruja coruja de alma de aguja! ¿No fue mi culpa? ¿No fue la culpa de este Juan de Mañozga, gordo y carraco, escocido por la próstata, que ahora, desnudo de la cintura para arriba y estigmatizado de la cintura para abajo, desde el mirador de la casona que sirve de palacio inquisitorial (porque los atrasos en los pagos de las Casas Reales no han permitido alzar el terrífico monumento que soñé, que ya no sueño) mira en la noche hacia el poniente, hacia el mar, único punto inviolado hasta el momento por los seres que aletean allá arriba? Confiteor! Mea culpa! Accusatio! Confessio! Mea maxima culpa! Indulgentia! Indulgentiaaaa…!

¡Eres más brujo que los mismos brujos! Y brujo protobrujo Mañozga, ¿qué hice de mis encomiendas? Todos estos brujos que aletean en mi cabeza, que surcan aladamente el cielo nocturno, ¿no son los mismos que hice quemar, con la pompa que exornaba entonces estos autos de fe, en la Plaza Mayor, cuando todavía soñaba con el capelo y la birreta, cuando aún creía poder cebarme alguna vez en los festines del Sacro Colegio? Y, ahora, no hay en el campo sino pedruscos y en mi espíritu no hay sino cascajos… Y mis padecimientos glandulares; mi prostatismo; mi respiración de asmático; mis grandes tribulaciones corporales, ¿no son la comidilla del pueblo, el regodeo de la villa, donde se me ve a la postre como yo sueño a Urbano VIII, en el potro del tormento?

Tantos, tantos nombres de brujos brujuleados en mi cerebro, apañuscados, felpudos como murciélagos de convento, y yo, Mañozga, trepado en este mirador, escrutando la noche oceánica, ay, la noche oceánica que se tragó al Adelantado, en desquite de sus orgías y malandanzas, y sabedor, sí, sabedor de que, al mover la vista, encontraré la pululante bandada baladora, baladrante, con las malditas candelillas recorriendo los cuerpos macerados por ungüentos de tripa de sapo. Es la vejez, Mañozga, es la vejez el infierno, es la vejez la Caína, y yo me la labré de antemano con venirme a estas tierras de Belcebú, donde el sol no se sacia, te chupa la sangre y te la saca hecha agua de borrajas. Es la vejez el infierno.

Y luego haber consumido una vida con estas fútiles esperanzas, entre el perfume opresivo de las grandes matronas alcorzadas, la zalema de los señorones temerosos de ser malinterpretados por mi sarcasmo, y la hedentina de las mazmorras cuando no el deprimente espectáculo de la carne socarrada. ¡Zopenco, palurdo de mí, que he escogido una profesión de demonio: la de condenar, y al fin y al cabo he terminado condenándome yo mismo!

Ahora tendré que resignarme a verlos surcar el firmamento, noche tras noche, sabiéndome inmune a sus sortilegios, pero con el son de la jácara adherido, sin querer despegarse de mis orejas: ¡No hay en el campo sino pedruscos, mueren los bueyes de tanta peste! ¡Venga la lluvia tras el estío, verdeen los montes y crezca el río!… Me parece contemplarlos alzando el vuelo desde los árboles de bálsamo, de aroma mucho más opresivo que el de las alcorzadas matronas cartageneras, recorridos por los malditos gusanos de luz, balando como chivatos, empinados sobre el cielo nocturno para adivinar los futuros contingentes y casos ocultos, entrabando los sexos de las mujeres, haciéndoles copia de hechizos, tullendo y mancando mancebos, ahogando criaturas, talando y destruyendo los frutos de la tierra e impidiendo la saca del oro… Cortejos de brujos y brujas, corujos y corujas, a lo somormujo y a lo somormuja, diseminando el helado semen del diablo. Y yo impedido, yo carraco, escocido por la próstata, desde esta azotea caliente de día y caliente de noche, soltando a la imaginación élitros de saltamonte, empapado en sudor —que es hielo de la Caína—, viendo parpadear a lo lejos los velones de sebo que van marginando las callejuelas toledanas, como velas de entierro, como cirios de difunto, en la ciudad hechizada y solitaria que se va tornando marasmática al golpeteo del agua podrida.

—Su Señoría, se congela el condumio —dijo el medio racionero, aguaitando más que asomado por la garita de la azotea.

Pero se topó con el rostro desencajado de Mañozga, perlado de un frío sudor, y creyó ver brujos y espantos. Desnudo de la cintura para arriba, el Inquisidor dejaba al descubierto una senilidad grotesca y adiposa. Bolsas fláccidas colgaban de su vientre y la espalda despellejada hacía pensar en las bub

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