De la ciencia a la conciencia

CECILIA MONTERO

Fragmento

INTRODUCCIÓN

INTRODUCCIÓN

Una llave puede descansar para siempre en el lugar en el que el herrero la dejó y nunca ser usada para abrir la chapa que forjó para ella el maestro.1

LUDWIG WITTGENSTEIN

Éste es el relato de una búsqueda personal. Es un viaje desde la razón a la espiritualidad, de la ciencia a la conciencia, donde el mundo exterior y la vivencia interior se vuelven uno.* La certeza de la mirada moderna ha estado radicada en el «ver para creer», en la materialidad de las cosas. Pero, ¿qué hay de la realidad no material? ¿Cómo opera en mi vida lo invisible para los sentidos? ¿Será que sólo vale aquello que la ciencia puede comprobar? Si observo el mundo que ha construido la ciencia, me asalta la duda. Si me sumerjo en mi universo interior, sonrío. Llegar a la sonrisa en mi caso no fue fácil; los accesos a ella no figuran en el manual de uso de los productos que nos inundan. Pero yo tuve la fortuna de encontrar las puertas y de saber que una vez vislumbrado de qué está hecho el mundo espiritual, debía compartir mi experiencia.

Compartir lo único, lo personal, es develar un recorrido íntimo. Es un viaje mental y experiencial que nace de la incomodidad existencial, de chocar con los límites de la propia mente, de hurgar en libros y teorías hasta encontrar, por fin, caminos de salida. Comparto con el lector mi camino desde la ciencia, donde me desempeñé gran parte de mi vida activa, hasta que pude ver que era sólo un paradigma. Noté que el terreno que pisaba no era el único posible y que había otras riberas desde donde pararse a observar el río, márgenes que se me presentaron cargados del sentido de vida que tanto añoraba.

Durante mucho tiempo trabajé convencida de que la ciencia era la mejor forma de aportar a la evolución de un mundo en constante progreso. Hasta que vinieron los remezones que me mostraron la falsa solidez de ese futuro feliz, objetivo y predecible, creado por la ciencia y la tecnología. Hubo hechos históricos que echaron por tierra la visión simplista, neutra y polarizada del mundo en la que me había formado. La guerra de Vietnam, el golpe de Pinochet, las Torres Gemelas, Chernobyl, entre otros, me impactaron al punto de mostrarme la compleja y violenta trama de la que hemos ido cubriendo el planeta, la que hoy se nos vuelve en contra y de la cual la ciencia ya no puede hacerse cargo. También hubo remezones en mi vida social y personal que minaron las falsas coherencias, eventos subjetivos que le fueron sacando el piso a esa propia imagen de creer que vivimos separados del mundo y que, conociéndolo racionalmente, podemos mejorarlo.

El compromiso social lo adquirí muy temprano, al salir de la adolescencia, cuando viajé becada a Estados Unidos entre 1961 y 1962, en la mejor época para una joven católica del sur de América: la era Kennedy, con el glamour de su «Alianza para el Progreso». Salir de un Santiago gris, lluvioso y frío, donde los niños a pies pelados mendigaban en las esquinas, para aterrizar en las comodidades de la sociedad de consumo con una familia americana de clase media, no podía sino interpelar a mi conciencia social. Caminar por las avenidas de Washington DC mientras John Kennedy declamaba uno de sus mejores discursos sobre la libertad y la democracia fue suficiente para gatillar mi vocación científica. ¿Recuerdan ustedes esa frase tan coqueta «No preguntes qué puede hacer tu patria por ti, sino qué puedes hacer tú por tu patria»? Había que cambiar la sociedad chilena y terminar con la miseria. El problema era cómo hacerlo.

La incongruencia que atravesaba mi ánimo duró un tiempo más, hasta plasmarse en una certeza: la ciencia social sería la herramienta para llegar a la verdad de las cosas. La ingeniería social de la Guerra Fría, la gestión desde arriba, mostraba su rabo seductor. La mente racional tenía toda la capacidad de acumular el conocimiento necesario para poner orden en lo que estaba mal organizado. En esa línea, el subdesarrollo no era una condición de origen, sino que podía ser resuelto por la ciencia. Era cosa de estudiar, de concebir soluciones, saber recoger y procesar datos objetivos y confiables. Las estadísticas, las encuestas, las teorías, los conceptos me atraían por su capacidad de entregar respuestas a las grandes preguntas, tal como otrora había hecho la religión, que ya había dejado. Me volqué con entusiasmo al estudio de la Sociología en Chile, viendo en la ciencia un sinónimo de verdad. El contexto sesentero favorecía estos idealismos.

La vida de los universitarios de a pie ocurría entre las salas de clases y los cafés del centro de la ciudad. Como no había Internet, Facebook ni Twitter, las conversaciones en grupo lo eran todo. Nuestras ideas se forjaron en las fuentes de soda. Ya con sólo entrar uno caía en la subcultura del «todo es posible». Recuerdo cómo el aire enrarecido del aceite —usado una y otra vez para preparar papas fritas, churrascos, completos— impregnaba en segundos el pelo y la ropa mientras una bocanada de calor, lasciva y acogedora, hacía olvidar el gris invernal de Alameda con Portugal. Sentados en torno a unas modestas tazas de Nescafé nos reuníamos varias veces al día en ese lugar y discutíamos con la pasión de los que piensan que el futuro del mundo está en sus manos. Las noticias, las nuevas teorías, los debates de las asambleas estudiantiles, los rumores y sospechas que corrían por los pasillos, los discursos de los líderes… Todo llegaba, tarde o temprano, al café Valle de Oro. Sólo nos levantábamos, por turnos, a ponerle unas monedas al Wurlitzer, concentrados como estábamos en preparar la toma de la Universidad Católica.*

Desde este foro creíamos manejar los hilos de lo que pasaba «afuera». Parecía que la vida se nos iba en cada argumento y, sin pudor alguno, confundíamos lo científico con lo político. No teníamos trabajo ni dinero ni bienes ni cargos públicos que defender; y al mismo tiempo nos sentíamos responsables de todo lo que ocurría en el país y en el mundo. Nos sentíamos poderosos. Éramos la ola, no parte de ella. Las fronteras, los límites de lo posible parecían caer al son de la música. Fue en esa época cuando me encandilé con la exactitud de los conceptos científicos —¡la sociedad, la cultura, los movimientos sociales eran docente y culminó con el cambio de la autoridad universitaria. realmente existentes! Aprendí a argumentar, a defender posiciones jugando con ideas teóricas, a anticipar comportamientos en base a encuestas. Sentí la adrenalina subir cuando el grupo decidía un curso de acción contra los «malos» del momento, debates que a fin de cuentas terminaban en lo mismo: convocar a nuevas asambleas o salir a la calle a manifestar. Me gustó marchar sintiendo que la ciudad era nuestra. No sólo por convicción política sino por el respaldo que nos daba la ciencia.

La euforia no duró mucho. Llegaron los años verde-olivo con su tumulto y confusión. Las calles de la ciudad se desbordaron de manifestantes, de obreros, de estudiantes, y detrás de ellos no tardaron en llegar las botas, los ta

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