Donde van a morir los elefantes

José Donoso

Fragmento

Capítulo uno

Capítulo uno

El que escribe una novela lo hace, generalmente, no porque estime que su propia vida sea novelesca, sino todo lo contrario: por un anhelo vergonzante de participar en hechos que, se figura, tuvieron esa condición.

Los cuatro disparos que Gustavo Zuleta no oyó —si su atención no hubiera estado subyugada por la bulimia de la Ruby, que devoraba un rascacielos de helados multicolores, los hubiera oído pese al estrépito de la cocina y los decibeles del rock ambiental— fueron los del triple asesinato, seguidos del balazo con que se suicidó el culpable: resultó ser un estudiante chino de altas matemáticas que Gustavo había conocido en esa pequeña universidad norteamericana, perdida en las praderas del Medioeste.

Gustavo estaba terminando de almorzar con la Ruby —tarea de no poca monta y que tomaba un buen tiempo—, tan ignorante de lo que ocurría a pocos pasos de la puerta como el resto de la muchachada que colmaba el casino. Nadie, ni los que sí lo oyeron, alcanzó a reaccionar con el tiroteo. Tres minutos después de los disparos —Gustavo lo calcularía más tarde, mirando los despachos televisivos— él y la Ruby iban saliendo por una puerta lateral que daba a la otra fachada de la cafetería. Hizo parar el bus para ir a recogerse en su hotel. Se alojaba allí con su mujer mientras encontraban una casa que les acomodara por ese año; y quizás por más tiempo, si su desempeño resultaba tan exitoso como había augurado la reciente ceremonia académica en que fue uno de los protagonistas.

Al meter la llave en la cerradura de su habitación, Gustavo oyó desde el pasillo que la guagua se desgañitaba llorando. Encontró a Nina histérica sobre la cama, en un nidal de almohadas desaliñadas, sus greñas revueltas, estridente de sollozos y pegajosa de mocos y kleenex y pañales desechables y cremas pasosas, sin hacerle caso al niño que lloraba a su lado. La televisión —lo estaban filmando todo, incluso primeros planos de los cadáveres, pegoteados bajo periódicos sanguinolentos— la había mantenido absorta mientras Gustavo, ignorante de todo y tras despedirse de la Ruby con un beso en una escalera alcahueta, viajaba en el bus repleto de profesores y estudiantes tan inocentes como él.

El televisor estallaba en fogonazos lívidos, envolviendo la habitación con los giros de una cámara ingrávida. Enfoques cambiantes, tomas repetidas, bocetos degradados en busca del suceso que urgía narrar: el anónimo camarógrafo ramoneaba en medio de la trifulca de los curiosos, las sirenas policiales, las declaraciones de posibles testigos y las preguntas de periodistas desorientados. Pero la caja idiota no era capaz de emitir más que graznidos electrónicos, rayos fosforescentes que se apagaban en cuanto una nueva imagen inconclusa fundía la anterior. El pasmo era demasiado reciente para componer un relato consecutivo.

Pero Nina había logrado organizar una suerte de relato con las esquirlas de lo sucedido. A pesar de los berridos del niño, ya sabía lo esencial: un estudiante chino había asesinado a otro estudiante chino, y luego al doctor Jeremy Butler —el profesor de altas matemáticas con el que ambos orientales trabajaban— y a Mi Hermana Maud, y finalmente, junto a las franjas de begonias del jardín del Capitolio —por donde Gustavo circulaba a la ida y a la vuelta de sus clases—, se había suicidado con el cuarto y último disparo.

Las escuetas, espantadas palabras de Nina configuraron por fin una secuencia lógica, y Gustavo se dejó caer sentado en el borde de la cama para que su cuerpo absorbiera los reflejos de tamaña catástrofe. No... ¡no! Ni él, ni Nina, ni Nat —que no cumplía aún dos meses— eran culpables de nada. No habían tenido participación alguna en el asunto. Era algo ajeno, extraño, imágenes novelescas, cosas raras que les sucedían a otras personas (no a gente como ellos), a quienes ni él ni su mujer conocían ni podían conocer. Darle una forma a este pánico no aplacó, sin embargo, esa dentellada de culpa que pareció cortar su intimidad conyugal, instaurando un odioso recelo en sus mutuas miradas de soslayo. Era como un desasosiego al constituir pareja y ser, por lo tanto, garantes el uno del otro, cada uno responsable por igual de tanto horror. Les bastaría cualquier referencia compartida sobre quiénes eran ese par de chinos —saber dónde vivían, por ejemplo— para sentirse involucrados y preguntarse: ¿será tu culpa, o culpa mía, este gatuperio que tiene a todo San José en carne viva?

¡No! ¡Imposible! ¡Claro que no! Habían sido espectadores remotos de la fechoría: babear de miedo ante sobrecogedoras imágenes televisivas no es lo mismo que vivirlas. Hacía muy poco tiempo, en todo caso, que tenían algún vínculo con los chinos, y además muy vago. Conocían apenas retazos de su leyenda. Pero fueron tan inesperados los hechos, y sus víctimas personajes tan descollantes en el limitado ambiente de la Universidad de San José, que hasta los que formaban comparsa, como Nina y Gustavo, quedaron aprisionados en el reducto de esa tarde siniestra.

De vuelta en Chile, la memoria culposa de Nina se obstinó durante mucho tiempo en apropiarse, una y otra vez —mientras tejía o planchaba, en su evocación recurrente de lo ocurrido en San José—, del dato cruel de que había conocido personalmente al culpable. Es algo que jamás llegó a esclarecerse. En sus reiteradas versiones, la pobre Nina aseguraba que el asesino era el mismo oriental que Josefina Viveros le presentó ese día en que almorzaron juntas en la cafetería, adonde su compatriota la llevó para mostrarle el ambiente de un casino estudiantil típicamente norteamericano. Y tal vez fuera el mismo chino —aunque podía ser el otro— con el que conversó un instante en la cena que los Viveros ofrecieron a los Zuleta, para presentarlos a sus colegas del departamento de español y a un grupito de sus más selectos amigos.

La verdad, le comentaría la Ruby después a Gustavo, era que asistieron los dos chinos a la cena. Al fin y al cabo, ¿no eran todos los chinos iguales? No había quién no confundiera a este par. Decir que invitó sólo a uno era otra de las famosas mentiras de Josefina. Afirmando haber convidado sólo a uno —el favorecido por Mi Hermana Maud—, quedaba bien con la anciana y, secretamente, se daba el gusto de tenerlos a ambos en su casa: Josefina, aseguró la Ruby, jamás daba puntada sin hilo...

El asunto del chino singular o plural nunca se discutió siquiera: frente a la tragedia era un dato sin importancia. Y si fuera verdad la versión de Nina, aquel contacto fugaz en la cafetería y las cuatro palabras cruzadas donde los Viveros constituirían su única relación con el criminal... aunque tal vez haya sido con su víctima. Como fuera, lo ocurrido en San José mantuvo a Nina, hasta mucho tiempo después, empantanada, temáticamente prisionera de acontecimientos en los que, al fin y al cabo, no le cupo más que un papel de figurante. Gustavo notaba que la repetición obsesiva de los acontecimientos de San José pervertía la sensibilidad de su mujer: antes ella era la circunspección misma, y ahora le daba a todo una forma de de

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