Memorias prematuras

Rafael Gumucio

Fragmento

MI VIDA

Nací en pleno calor de enero en una clínica de la calle Manuel Montt. Años más tarde, retendrían a un recién nacido en esa misma clínica porque sus padres olvidaron pagar la cuenta del parto. Me pusieron el nombre de mi abuelo, de mi padre, de mi bisabuelo, Rafael Gumucio Araya, y me llevaron a Viña del Mar, donde mis padres eran felices y revolucionarios profesores de la Universidad Católica. A los tres años, asilado en la casa del embajador de Francia, me paraba todos los días sobre una mesa a arengar a los militantes asustados para que no siguieran flojeando y fueran a luchar, como pedía el compañero Allende. Llevaba un casco rojo, al que mi madre había hecho dos agujeros para que no se me secara el cerebro. Después llegamos a París; mis padres se separaron. Mi madre nos llevó a un departamento oscuro, donde se hizo cargo de nosotros un niño pecoso de diecinueve años, que dormía sin pijama y tenía una motocicleta.

Mi vida, la que necesito explicar, la que quiero que el jurado perdone, la que deseo que un dios de mi edad y dentadura bendiga, empieza a los nueve años. Estoy parado bajo el arco de una cancha de fútbol, en Bretaña. Asisto a una colonia de vacaciones y se nos enseña a navegar en unos minúsculos barcos a vela que se llaman, no sé por qué, «optimistas». Son las tres de la tarde, un viento fresco remueve los pinos del centro de vacaciones. Mis compañeros me pusieron al arco porque no sé chutear a tiempo. Pienso en que tengo que pegarle a la pelota y a la vez mirar a quién le doy el pase: esas dos ideas son demasiado complejas para mí. Disparo a cualquier parte, sin mirar, y para disimular mi torpeza me caigo al suelo. En el arco no tengo ese problema, pero sufro de otra dificultad: le tengo miedo a la pelota. Sigo la táctica de los adversarios a lo lejos, pero apenas se acercan cierro los ojos, me tapo la cabeza con los brazos y espero que griten gol. Por suerte, mi equipo juega bien. La pelota está lejos, en el campo contrario. Me imagino que estoy filmando una película que dura veinticuatro horas. En dos horas desfila toda la vida de un ser humano, pero fuera del cine dos horas no son nada. Voy a filmar veinticuatro historias entremezcladas para demostrar que el cine es mentira. O, mejor, voy a filmar el día de alguien sin ningún corte. Esta es una de las escenas cumbre, la cámara enfoca la cancha de cemento bajo las nubes gruesas y blancas en el cielo celeste. Clemente, el mejor amigo de mi hermano, huele las semillas de los pinos para alejar un resfrío que congestiona su nariz hace cinco años. A lo lejos, en el puerto de Brest, gime un barco langostero. En cualquier otra película tanta tranquilidad, tanto silencio, serían la señal de un bombardeo, un ataque de los indios o la llegada de un dinosaurio. Aquí no simboliza nada, no espera nada, se detiene. El equipo contrario avanza hacia mi arco, los defensores se lanzan inútilmente al suelo. Me agacho en la mitad del arco y frunzo el ceño. Y de pronto quedo suspendido en el vacío, solo, miro hacia adelante, no dejo de ver nada, pero no sé si soy un espectador o un actor, no sé quién ve esto y cuánto va a durar y para qué. Sin razón, sin fin alguno, estoy viendo esto que nadie más verá. Disparan al arco. La pelota rebota en el travesaño, vuelve a los atacantes, que disparan de nuevo hasta marcar el gol. Yo no me he movido un centímetro. Ahora soy mortal, voy a morir un día. Lo que es peor, estoy vivo y no sé cómo ambas cosas suceden. Sé lo que soy, sé que eso no tiene ninguna importancia. Durante años me esforcé en no hablar francés, en no moverme, después me moví y hablé. ¿Ahora qué va a pasar? A veces pienso que mi padrastro y mi madre son espías de Pinochet, pagados para fingir quererme y así neutralizar mi potencial revolucionario.

Mi padre observa el complot sin saber cómo liberarme. A él también lo tienen chantajeado. Si son cariñosos es para disimular, si me regañan es que ya no pueden disimular más. Filmo mi vida para denunciarlos. ¿A quién? ¿A quién le importa lo que yo vea o no vea? ¿Quién va a ver una película tan larga? ¿Por qué esta película de mi vida, aunque tiene sonido, parece muda, y aunque tiene colores, está en blanco y negro?

Filmo mi vida. Voy al Jardin des Plantes, miro los monos perdidos en una jaula demasiado grande para ellos. Corro con mi primo y mi hermano bajo los castaños. Canto canciones con música de Leo Ferré y letra mía que hablan de la oscuridad. La palabra «oscuridad» me envuelve como un consuelo, me abriga de terciopelo, mientras la oscuridad, la verdadera, es seca, es desnuda, es hambrienta como las clavículas. No me gusta la oscuridad, me gusta su nombre. Soy alumno de un gentil y pequeño colegio católico donde van los hijos de las madres solteras que mi madre atiende. Mis padres, mis tíos, mis abuelos están exiliados en Francia. No me gustan los adultos, pero no soporto a los niños. Quiero ser un genio o no ser nada, o más bien, tengo miedo de que si no soy un genio puedo llegar a ser nadie. Por eso fue un alivio cuando, en un museo de cera, Victor Hugo me miró a los ojos y me dejó en claro que iba a ser su sucesor.

Filmo mi vida. Mientras el camarógrafo, el sonidista y la script descansan, yo devoro un hotdog en las arenas de Lutecia. Unos niños árabes disparan pelotazos contra los muros romanos. Un perro orina siempre en la misma esquina. Sé que nada de eso depende de mí, que todo existe antes de que yo lo vea, y después de que lo haya visto. Se ama y se odia solo para no aburrirse. Si no me nombran, si no me están viendo, siento que puedo desaparecer. No sé nada de la vida real. Sé que es algo que existe, como sé que China existe. No tengo nada que decir sobre China, no tengo nada que decir sobre la vida real. Recostado en la cama, me pregunto si la luz está hecha de polvo o si la luz ilumina el polvo. No escribimos nuestra vida, somos los montajistas, queremos ensamblar las partes y solo pedimos echar un vistazo al plano general, una sinopsis para hacer bien nuestro trabajo.

Podemos hablar del 99,9 por ciento de la realidad, pero el 0,1 por ciento que queda es lo único que importa. No sabemos si en ese 0,1 por ciento está el bien, el mal, el aburrimiento o Dios; no sabemos nada, por eso hablamos tanto, por eso hablo tanto. Reconstituyo, en estudio, con completo control de la luz y el maquillaje, a ese niño que le habla en francés a una pareja que le habla en castellano, un niño que posa en las fotos de los matrimonios, ese niño que juega a ser Tarzán y ser el Zorro y está convencido de haber inventado sin ayuda de nadie la teoría de la evolución de las especies. Ese insoportable niño que no puede vivir sin dar siempre su opinión sobre todo, ese niño que los adultos perdonan porque saben que los años lo van a golpear tanto, y el colegio y las niñas, y la envidia y los nervios, que no es necesario castigarlo ahora. Me olvido, rezo, escribo y me enamoro, tengo quince años, dieciséis y diecinueve. Sigo filmando. Virgen hasta de los labios, bajo por Huérfanos para mirar a los espectadores que salen del cine Rex. No me atrevo a entrar. Si elijo una película, tengo miedo de que las demás películas se ofendan. Espero a la salida a los espectadores, a los que sí se atrevi

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