La casa del museo

Alfredo Jocelyn-Holt

Fragmento

En la casa de mi Padre hay muchas mansiones.

JUAN 14:2

Hemos olvidado hace tiempo el ritual según el cual fue edificada la casa de nuestra vida.

WALTER BENJAMIN1

Para mí la realidad arquitectónica sólo puede tratarse de que un edificio me conmueva o no. ¿Qué diablos me conmueve a mí de este edificio? […] El concepto para designarlo es el de ‘atmósfera’.Todos lo conocemos muy bien […] Entro en un edificio, veo un espacio y percibo una atmósfera, y, en décimas de segundo, tengo una sensación de lo que es.

PETER ZUMTHOR2

Last night I dreamt I went to Manderley again…

DAPHNE DU MAURIER3

A MODO DE INTRODUCCIÓN AL TEMA

Hablar de una casa, cualquier casa, supone adentrarse en muchos planos y rincones. El de sus dueños y quienes la levantaron, el de la vida, hábitos y sueños guardados en su interior, el de su pasado aún sobreviviente, y, no menos significativo, sus «atmósferas» también, lo que permitiría que estas casas o casonas (este último término como que les viene mejor) persistan, a pesar de todas sus vulnerabilidades, su siempre posible olvido y desaparición.

Ahora bien, no deja de ser llamativo que, no obstante la creciente preocupación por la conservación patrimonial que ha llevado a que se preserven y restauren caserones valiosísimos, el análisis que suele acompañar estos esfuerzos se quede corto, y no se ahonde en las respectivas historias de estas residencias. Libros de arquitectura constantemente se refieren a casas, por cierto. Se hacen levantamientos de planos y maquetas a modo de ilustraciones didácticas. Se las compara y distingue con las de épocas anteriores. En otras palabras, se las retrata, si bien, casi nunca, se las relaciona con los dueños y sus otros habitantes. Tampoco se nos remite a sus largas y, con frecuencia, accidentadas trayectorias hasta llegar al presente; es decir, no se ahonda en las muchas «vidas» de estas casas, crucial para entenderlas.

Las referencias que suelen hacerse a ellas —a menudo no más que una mención fugaz acompañada, quizá, de una foto discreta en algún catastro informativo (a eso se extienden la mayoría de los libros donde aparecen)— nos dirigen fundamentalmente a la obra del arquitecto, o bien, a la historia general de la arquitectura de un país, de una región, de alguna ciudad o barrio pintoresco; con eso se las ubica, encuadra y piensa que se las agota. Rara vez estudios se detienen en ese otro universo —el de su mundo íntimo— que apenas se deja entrever; a menudo la misma privacidad lo impide. El ángulo material —cuestiones que dicen relación con su construcción, forma y diseño sobre todo— termina predominando, pasándose por alto el potencial simbólico, subjetivo, no menos rico de muchas de estas casas. Y eso que su preservación y restauración nos tienden a hacer creer lo contrario, que se las valora de verdad. Digamos que sí, se las aprecia e incluso rescata, pero no del todo.

Ocurre que no es infrecuente, no hay quien no haya sentido alguna vez la experiencia incómoda en que nos inquieta el pasado y se vuelve a él con expectación, pero como que algo falta o no funciona. Todo resulta perfecto salvo que cierta ausencia escurridiza, un no sé qué será, parte del mismo pasado que se siente, impide satisfacer en pleno la inquietud inicial. Fotos originales de cuando la casa en cuestión hizo su entrée y «vivió» su primera gran época de gloria, contrapuestas a la flamante restauración acabada de ahora y ya, pueden hasta confirmar el motivo de tal extrañeza.

En definitiva, no siempre los intentos de reconstrucción patrimonial satisfacen la curiosidad restauradora: frustran. Si incluso en estado ruinoso parecían guardar una mayor fidelidad con el original. Es más, vueltas de nuevo en pie (con no poco gasto económico y técnico), o recordadas (con no poco esfuerzo emocional), intervenidas a veces por gente casi siempre ajena que puede que nunca haya tenido nada que ver con la casa restaurada, se vuelven fallidas como si hubiesen pasado por manos de algún taxidermista intruso, peor aún, de uno que pareciera querer insistir en consignar su marca, y su incompetencia profesional, de paso. Sea que no se ha sido todo lo prolijo que se hubiese esperado, sea que se omiten particularidades a menudo claves, bueno, sí, qué le vamos a hacer, no nos queda más que lamentar, aunque ya es un tanto tarde para remediarlo.

Como decía Mies van der Rohe, «Dios está en los detalles»: falta alguno y el encanto se esfuma. A lo que voy es que la recuperación, en lo grueso, puede que se logre y el inmueble hasta vuelva a relucir como recién salido del tablero de dibujo, pero si el defecto o ese irritante qué será que falta sigue presente, el impacto visual se resiente, cuando no el efecto «atmosférico» se arruina para siempre. Es muy probable que el pasado en cuestión hace rato haya muerto o quizá nunca se debió tratar de resucitarlo (se intenta y ahí se le mata de una vez por todas).

Cuesta imaginar un mejor ejemplo de lo que estamos aludiendo que La Moneda tras el bombardeo de septiembre de 1973 reducida a una pura fachada o cascarón. Restaurada y todo —«mejorada» incluso, según algunos—, no es la misma.4 «No nos engañemos —sostenía John Ruskin— en esta materia tan importante; es imposible, tan imposible como resucitar a los muertos, restaurar nada que haya sido grandioso o bello en arquitectura».5 Ruskin era de la opinión de que había que conservar, no restaurar.6

Suele, además, no advertirse que las casas no son cualquiera construcción. Son bastante más que puramente edificios —son historia en espera de que se la explique—, lo cual supone un pasado complejo que ningún salto nostálgico logra compensar. «Graceland», la mansión de Elvis Presley en Memphis, Tennessee, se ha convertido en una atracción turística de primer nivel (650 mil personas la visitaron el año 2013). Se peregrina a Graceland, aunque no para saber más del «Rey del Rock», su vida y música, ni siquiera para confirmar las excentricidades que sus fans conocen de memoria, sino para constatar su «presencia», una experiencia cuasi-religiosa para muchos. En la Graceland mística, Elvis aún «vive», lo cual no es sino un decir. «La nostalgia evoca el pasado pero solo para enterrarlo vivo».7 No es un mal negocio, la nostalgia: se espera llegar a unos dos millones de visitantes anuales a Graceland en los próximos años (desde 1982, que es cuando se abrió al público, a 2016, se calculaban en veinte millones las visitas). Pero nostalgia e historia no son lo mismo; la primera es acaramelada, chatarra, fuerte en aditivos, la segunda —si resulta bien— puede que ofrezca algo más condimentado, culturalmente hablando.

Tiende a olvidarse, a menudo también, que una cosa es edificar —un inmueble cualquiera, por ejemplo— y otra muy distinta, habitar. No todo edificio es un hábitat. «Puentes y hangares, estadios y centrales eléctricas son construcciones, pero no moradas; estaciones de trenes y autopistas, represas y mercados se edifican, pero no son lugares donde se habita», acota Heidegger, quien ha insistido en esto de «habitar».8 Bachelard, desde una perspectiva también fenomenológica, llega a similares conclusiones: a las casas hay que entenderlas en clave poética, como si la imagen que se tiene de ellas obedeciera a un querer seguir soñando despierto, por eso su persistencia cuasi sonámbula.9

Cómo, además, no traer a cuenta el hecho de que para los antiguos, la casa no era solo un hábitat donde vivir sino también una suerte de templo consagrado a los antepasados, es decir, generaba una atmósfera trascendente, no solo de este mundo. Ritos y lugares aledaños a la casa familiar, sepulcros incluso, servían de testimonio de la permanencia «invisible pero siempre presente» de los padres, aun estando hacía rato muertos. La casa antigua era una morada también de dioses, lares y manes, siendo una de sus principales razones de ser el haber dado con un espacio en el mundo donde poder seguir rindiéndoles culto.10 A la religión de aquel entonces se la entendía en términos preferentemente domésticos, debiendo las casas consagrarse a la devoción filial en cuanto eje estructural de una sociedad además patriarcal, como todo dios o dioses (para ser exactos) mandan.

El padre, al dar la vida a su hijo, le daba al mismo tiempo su creencia, su culto, el derecho a mantener el hogar con su fuego sagrado, ofrecerle la comida fúnebre y pronunciar las oraciones.Tenía, pues, el hijo el derecho y el deber de adorarlo y de ofrecerle sacrificios, así como más tarde, cuando a su vez fuese divinizado por la muerte, él mismo pasaría a contarse como un dios más de la familia.11

Sobra decirlo, pero no hay casa vieja que no esté «embrujada» o no disponga de su cuota de fantasmas: espíritus que rondan, vagan, todavía en pena, necesitados de que se les apacigüe. Una experiencia no necesariamente morbosa sino reverencial, puesto que a lo que se apunta no es a tener que sepultar a los muertos (que muertos, están), sino a congraciarse y seguir «conviviendo» diariamente con ellos, lo cual, después de un rato, deviene en la cosa más natural del mundo para ambos. «El hombre [antiguo] no salía nunca de su casa sin dirigir antes alguna súplica al hogar, y, a su vuelta […], debía inclinarse ante el fuego sagrado».12

De nuestra tradición colonial española, por su parte, nos viene ese otro calificativo, casi un título señorial, el de vecino; no tanto referido al típico residente con quien uno se anda topando con frecuencia en el barrio, sino a un sujeto al que se le tiene por alguien privilegiado, socialmente distinguido, o miembro activo de la comunidad o polis. En aquel entonces, se era alguien —«señor» o persona reconocida— porque se tenía un solar. Al punto que nuestra actual categoría de gente «sin techo» o «sin casa», a nuestros antepasados les habría parecido la cosa más triste, aunque por motivos distintos a los obvios para nosotros, preocupados de que, a lo menos, se disponga de una vivienda «digna».Tan maldita suerte, para los antiguos, hubiese tenido que ver con el nombre, más que con el techo; solo podía equivaler a la de un don nadie que no poseyese apellido, ni seña particular que lo volviera reconocible. En definitiva, un pobre infeliz que no tuviera «donde caerse muerto», puesto que al no tener casa se le estaría privando de la posibilidad de que se le honrara y respetase después de muerto.

Por tanto, si nos atenemos a su sentido propiamente tradicional, el que por supuesto no por anticuado deja de seguir latente en el inconsciente colectivo, una casa —toda casa que se digne de dicho nombre— alude sobre todo a un hogar, a una familia y su historia, esto es, a una línea continua de filiación, como cuando se habla de «La Casa de Alba» o «Te House of Rothschild». Obviamente, una referencia, no a donde aquella gente puede que pernocte, tampoco a las múltiples mansiones de dichas familias —típico de las clases propietarias, el tener varias—, sino a un linaje, prosapia o abolengo, el haber sido alguien alguna vez y, por tanto, continuar siéndolo otro tanto por los siglos de los siglos. Una adscripción, hoy en día, demodé, salvo en el caso de «viñas boutique», las únicas todavía preocupadas de cepas y pedigrís, aunque la habitual referencia a «casas» en rubros como ese no pasa de ser un ardid publicitario, mero branding comercial, además de ropaje prestado probablemente. Lo mismo cabría decir de antiguas casas patronales chilenas, a las cuales se las ha pretendido «restaurar». A lo puramente material de estas casas, me refiero, no a lo que solía hacer de esas antiguas haciendas o fundos un fenómeno único —el sistema de inquilinaje y miramientos sociales que todo ello significaba— que, por supuesto, desapareció. Hay una Reforma Agraria de proporciones y consecuencias tremendas de por medio; no es cuestión de llegar y borrarla como se pretende. De ahí que las «restauraciones», en casos como esos, tengan mucho de arreglo cosmético, y suelan, a lo sumo, convertir estas casonas en típicas casas de revistas y libros de decoración, en fetiches, en business centers cuando no en hoteles boutiques de «rutas del vino» y otros esquemas de esa índole.13

Si en algo atraen la imaginación las casas de otros tiempos es que dan cuenta de arraigos que, en sociedades como las nuestras, huérfanas de orígenes, se les echa de menos. Específicamente, aquella sensación de pertenencia a un lugar único en el mundo que, pese a todo, pase lo que pase, permanecerá, y al que se puede volver en el tiempo, parecido en ello al Heimat de los románticos alemanes. Una sensación distinta a la vivencia, muy de hoy día, del pasajero que transita, o «pasa» no más, por esos espacios de nadie que son las habitaciones de hoteles, los terminales de aeropuerto, las estaciones de trenes, los malls, las autopistas o supermercados, ni hablar de esos nómades virtuales que «navegan» el día entero por las redes sociales. Espacios siderales, o todos iguales, o «no lugares» ciertamente desolados, anónimos, en los cuales debemos desenvolvernos si hemos de funcionar en el mundo, trabajando y moviéndonos.14 En eso nos llevamos: en siempre andar de un lado para otro, nunca asentándonos, sin disponer de tiempo excepto para convertirlo en puro brillo alquímico; el codiciado oro que se supone mueve al mundo, pero que, al ser líquido o efímero, al final termina siendo de nadie, «money, money, money».

Las casas pueden, asimismo, convertirse en lugares de memoria (lieux de mémoire), sea que cambian o se metamorfosean, en la medida que acogen asociaciones diversas de sus nuevos ocupantes, cada cual resignificándolos, reapropiándose de ellos.15 Lugares preñados de sentidos —conforme—, pero sin que todos dichos sentidos logren perdurar. El Louvre alguna vez fue una fortaleza, un palacio, una prisión, un conjunto de ministerios y academias y finalmente un museo. Villa Grimaldi, originalmente una casa de administración de un fundo a las afueras de Santiago, devino, tiempo después, en una casa y parque llenos de antiguallas, luego boîte, luego centro de detención y tortura. Una historia, incluso la de este caso terrible, pero a costa de consecutivas degradaciones, nada que enorgullezca a nadie o a la que se quiera rememorar (sí, quizá denunciar). «La casa de Peñalolén merecía otra suerte, pero en Chile, como es sabido, existe un horror al pasado, lo que no se destruye se falsifica, devorado por la devastación que significa el presente»: así describe Germán Marín en El palacio de la risa, su novela corta sobre el alguna vez venerable recinto que eventualmente cayera en las garras de la DINA. La de Marín, a la fecha, es la más acabada historia de esta desgraciada propiedad.16

No menos complejo es que estas casonas, ocasionalmente, no sean otra cosa que espacios imaginarios. «Anoche soñé que volvía a Manderley de nuevo»: de esta forma comienza la película Rebecca (1940), de Alfred Hitchcock, basada en la novela homónima de Daphne du Maurier, publicada en 1938. Es decir, casas con que se asocia una carga onírica potentísima por lo mismo que en camino de extinción, en ruinas o desaparecidas, o simplemente resucitadas mediante saltos imaginativos que las vuelven posibles gracias al recuerdo o flashback. El caso de Tara en Lo que el viento se llevó,17 o bien la mansión de entreguerras de los Marchmain, aristócratas católicos en Brideshead Revisited (1945), de Evelyn Waugh.18 También, las distintas casas de los Lampedusa de Sicilia, objetos de ensoñación inspirada del autor de El gatopardo (1954-57), una de ellas la casa de su bisabuelo ubicada en vía Butera, en Palermo, que data del siglo XVII, en manos hoy de su sobrino y heredero, quien se ha visto obligado a arrendar habitaciones para solventar los elevados costos de mantención, y su señora, la actual duquesa de Lampedusa, debiendo cocinar para los huéspedes, nada que pareciera hacerles sentir vergüenza, en todo caso.19 Su equivalente catalán —Bearn (1956) de Llorenç Villalonga—, también una casa imaginaria (su principal rasgo, una sala de muñecas).

Porque, ojo, las hay también en pie aun cuando su existencia más conocida se deba fundamentalmente a un libro. Una de las más famosas de este otro tipo es San Michele, la residencia de Axel Munthe en un escarpado al borde del mar, en Anacapri, convertida, después que el libro de memorias se volviera un bestseller, en santuario de miles de admiradores y devotos de este médico sueco, humanista, esteta y amante de perros, que escalan 777 peldaños hasta llegar a la casa; se supone, además, ubicada en el lugar donde alguna vez se emplazó uno de los palacios de Tiberio.20

Está también «La casa de la vida», para la cual —Mario Praz— su dueño, o artífice llamémosle mejor, fue reuniendo objetos de toda una vida de coleccionista, los que luego describiera contando sus detalladas pequeñas historias.

¿[Q]ué es la vida de un hombre, comparada con la de muchos compañeros del hombre; nos referimos a los muebles, todos aquellos objetos que fiel y silenciosamente escoltan la vida de un hombre, de una familia, de varias generaciones?21

Su La casa della vita de 1964, escrito a modo de tour de la residencia, y que le sirviera a Luchino Visconti para modelar la excéntrica personalidad del dueño y sus vecinos de edificio en Gruppo di famiglia in un interno, su película de 1974: esa, no otra, la auténtica casa de Praz, consignada entre las tapas de un volumen impreso. De hecho la casa, en estricto rigor, materialmente hablando, estuvo en dos lugares, dos apartamentos romanos distintos, primero el de vía Giulia en el Palazzo Ricci, luego en otro, el de Primoli en vía Soldati, actualmente museo en memoria del coleccionista y erudito. Conste que Praz, un experto en literatura inglesa y decoración de interiores, debe el título del libro a los antiguos egipcios —de ellos nos vendría esta obsesión—, para quienes las «casas de la vida» eran lugares «donde se conservan las momias». Casa, libro, película y museo son, en este caso al menos, un todo.

Lo anterior nos lleva a otro ángulo. Que todas las casas que calzan con este prototipo sean objetos de libros y/o películas de cine nos dice mucho de sus naturalezas aún más recónditas. Imaginarias o no, estas casas son ante todo míticas. En cambio, los libros de arquitectura gustan destacar las que son de su interés en clave por lo general icónica. La diferencia entre estas dos aproximaciones estribaría en el grado de espesor y tipo de análisis al que da lugar el objeto de admiración y estudio. De ahí, por ejemplo, que las casas de Frank Lloyd Wright —pensemos en los distintos Taliesin, sus casas talleres, ciertamente en «Fallingwater» («La Casa de la Cascada») en Bear Run, Pennsylvania, del empresario del retail Edgar J. Kaufmann— inviten a un tratamiento distinto del que demandarían las casas de Mies van der Rohe (e.g. la Casa Tugendhat, o bien la Casa Farnsworth) o las de Le Corbusier (e.g. la Villa Savoye). Estas últimas claramente icónicas, hitos imprescindibles a la hora de hacer una historia de la arquitectura por su novedad y diseño, algo así como un manifiesto en concreto armado para promover su credo vanguardista, pero a su vez impenetrables, impersonales, demasiado inmaculadas, monumentales y sin gentes, como en las fotos típicas de los libros de arquitectura. De hecho, las casas icónicas son muy buenas «para la foto», demasiado buenas a veces: se las enfoca bien pero, al hacerlo, se distrae la atención de muchos otros aspectos no puramente formales.

En cambio, las de Wright son igualmente hitos arquitectónicos, pero también casas «íntimas» (Wright gustaba pensar su arquitectura como «orgánica»); casas de familia, indispensables para entender la vida y, por ende, la eventual biografía de su arquitecto, también la de sus moradores, o de ambos (inclusive sus incendios y hasta horrorosos crímenes como, de hecho, fue lo que sucedió con la propia mujer de Wright y cinco niños, además del incendio posterior en una de ellas). No basta solo con la foto. ¿Extraño? No. Estas obras del arquitecto norteamericano —«míticas», insisto— son o aspiraban a ser legendarias desde que se las edificó, de ahí que hayan originado libros y reflexiones extensas en la línea de lo que he estado abogando: más narrativas, históricas, vívidas, no puramente reducidas a su estricta materialidad física. 22

Por último, cabe mencionar ese otro tema, el de la cabaña primigenia, que obsesiona a los teóricos de la arquitectura. Aquí, sí, un caso en que lo mítico se conecta con lo estrictamente arquitectónico formal. «La casa de Adán en el Paraíso», que es como Joseph Rykwert ha denominado esta persistente línea afanada en imaginar la casa primordial, canónica, la primera morada antes que existiera el concepto mismo, cuyo patrón ideal nunca hemos abandonado del todo, y al que, por tanto, se le recuerda y, periódicamente, hace las veces de promesa y sueño utópico.23 ¿Las demás casas, desde entonces, serían intentos de recreación de ese despegue inicial, o habría que pensar, mejor, la arquitectura doméstica conforme a criterios puramente actuales, acordes con nuestro desarrollo técnico y necesidades modernas, en modo alguno inmemoriales? Esa sería la pregunta desde donde arranca toda la arquitectura moderna. Le Corbusier, por ejemplo, concebiría, a principios del siglo XX, una tipología encaminada a hacer concordar la casa moderna con líneas y formas más funcionales y adelantadas técnicamente, en cuya dirección, ya antes, habían apuntado ingenieros, diseñadores y fabricantes industriales. Lo del arquitecto suizo, por tanto, sería un propósito de homologar la casa moderna a lo que él denominara «la máquina de vivir», queriendo equipararla a los aeroplanos («máquinas para volar»), silos («máquinas para la agroindustria»), fábricas («máquinas para la industria pesada»), o transatlánticos («máquinas para navegar»).24

Todo lo cual demuestra que esto de las casas y su construcción puede llevarnos a no pocas disputas teóricas respecto a la naturaleza misma de la casa/las casas, lo que se quiere y espera de ellas, su adecuación a nuestro estadio de desarrollo, a la par con lo que, paralelamente, siempre se ha creído que estas debiesen ser, habiendo supuestos modelos ineludibles a qué atenerse.

¿Cuál de todas, entonces, es la casa que queremos, en la cual hemos de sentirnos a gusto, o que hacemos nuestra y por eso se nos vuelve inolvidable?

En fin, en «la casa del Padre» parecen haber tantas mansiones como deudos de un pasado celebrado y por recordar. ¿Para qué se quiere mantener en pie las que todavía siguen en pie, algunas dificultosamente? ¿Por qué no echarlas abajo y construir algo nuevo, más útil o práctico, último modelo y al día? El metro cuadrado está cada vez más caro, y estas casonas cuestan un censo mantenerlas. En definitiva, una cuestión de valor, pero ¿qué tipo de valor? Eso lo que está en juego cada vez que se habla de casas «en el sentido venerable y arcaico de la palabra», diría Lampedusa, o bien, de «casas grandes» en nuestro lenguaje más criollo.

LA CASA YARUR BASCUÑÁN

Me he extendido en estos alcances generales a fin de dar a entender que existiría una diversidad de temas complejos en torno a la idea de la casa y sus posibles historias, indispensable dicha constatación al abocarse uno a semejante tarea. Justamente el caso de este libro que versa sobre la casa Yarur Bascuñán, única en su tipo.

En efecto, la casa Yarur Bascuñán es especial. Es una casa grande, basta mirarla. Me atrevería a decir incluso que no existe otra en Chile, ni de sus proporciones, ni de su clase, ni de su época, que se le compare. Es una casa de ya cierta edad, ha sobrevivido más de medio siglo y no pocos riesgos de desaparición o desgaste (de hecho, está como nunca de bien tenida, en estado óptimo de conservación). Desde los tempranos años sesenta ha permanecido en manos de una sola familia, una extravagancia cada vez más infrecuente, incluso entre los sectores más conspicuos de la alta burguesía chilena, supuestamente conservadores o tradicionalistas, pero quienes no preservan. Es más, se trata de una casa de no cualquier familia, sino de uno de los grupos económicos más pujantes del país, vinculado a la industria textil, la banca y la filantropía. Obra conjunta, además, de sus dueños y sus arquitectos-constructores, aun cuando a estos últimos se les haya ignorado, lo cual no deja de ser extraño. Uno de los hombres más ricos de Chile les pide que hagan su casa, pero para la historia de la arquitectura chilena pareciera que no existieran. Una incógnita que este libro intentará dilucidar.

Tambié

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