Barridos por el viento

Manuel Vicuña Urrutia

Fragmento

Después de años de instrucción en la Academia de Cadetes de Plön, donde coincidió con los hijos del Káiser Guillermo II, y en el Instituto Principal de Cadetes de Gross-Lichterfelde, cuyo edificio de arquitectura presidiaria podía desmoralizar hasta al espíritu más jovial, a Gunther Plüschow le tocó llenar un cuestionario en el que debía señalar, por orden de preferencia, las ramas de las fuerzas armadas a las que le gustaría integrarse. Su primera, segunda y tercera opción fue la Marina. Así comenzó su carrera militar. En la etapa inicial le correspondió despercudirse en un barco escuela que navegaba por el Mediterráneo. Luego lo asignaron a una torpedera, donde vestido con un mameluco y cubierto de grasa aprendió a disparar torpedos. A continuación lo destinaron a un buque encargado de custodiar los dominios alemanes en Extremo Oriente, que enfiló la proa hacia puertos de Japón, China, Filipinas y Batavia.

De regreso en Alemania, Plüschow continuó su formación. Viviendo en Berlín, se aficiona al arte de la aviación, que se practica en una localidad vecina, Johannistal, adonde va cuando puede. En 1912 se gradúa como marino, pero rápidamente desecha el mar por el cielo y comienza a recibir lecciones como piloto y mecánico de vuelo. Por entonces, cada vuelo supone afrontar riesgos importantes. Los aviones son unas carcazas precarias, piloteados por hombres que reciben el trato de celebridades, que se afanan por batir récords de altura soportando temperaturas de -40º Celsius, y dan exhibiciones ante multitudes que observan con la boca abierta. Plüschow realiza sus vuelos de instrucción en un avión de doble mando. Rinde el examen de piloto en menos de una semana, dada su habilidad innata.

Su primera destinación es el protectorado alemán de Tsingtau, en la costa china, un puerto de emplazamiento estratégico para cualquier potencia con ambiciones imperiales en el Pacífico. Durante semanas, Plüschow atraviesa Rusia en tren, en dirección a China; el avión, desmontado y guardado en cajas, viaja en barco. Cuando el aparato llega a destino, Plüschow, a un ritmo frenético, dirige los trabajos de armado, de construcción del hangar y de trazado de la pista de aterrizaje en un lugar, inevitablemente, demasiado próximo a un acantilado. A diario realiza vuelos de reconocimiento en torno a la fortaleza militar, cubriendo un radio cada vez más amplio, hasta que estalla la Primera Guerra Mundial, en agosto de 1914, y una guarnición militar de cinco mil alemanes debe aguantar el asalto por mar, tierra y aire de sesenta mil japoneses, asistidos por fuerzas de desembarco británicas. En los meses que dura la batalla, Plüschow hace méritos para convertirse en leyenda. Se interna cada vez más en campo enemigo, aliviando el peso de la máquina. Los japoneses, a los que provoca, intentan darle caza con aviones de última generación, pero no logran abatir el vejestorio que comanda el alemán, a quien, en señal de respeto, los propios enemigos comienzan a llamar el «maestro aviador de Tsingtau». Sin poder vencerlo en el aire, los japoneses se proponen bombardear su hangar. Cuando es inminente la caída de la fortaleza, la máxima autoridad de Tsingtau le encomienda trasladarse a Alemania, llevando consigo documentos secretos y la punta de oro de la bandera.

El viaje, de nueve meses, resultó una odisea. El primer aterrizaje, cerca de la ciudad de Hai Daschou, inutilizó el avión, que Plüschow quema para no dejar rastros de su huida a las tropas enemigas. En breve: logra llegar a Los Ángeles, luego a San Francisco, más tarde a Nueva York, eludiendo a sus captores y borroneando su identidad, hasta que un barco con destino a Italia, apurado por una tormenta, recala en Gibraltar, donde la fama de Plüschow le juega en contra y un oficial de inteligencia inglés lo reconoce. La historia no desacelera: encerrado en una prisión irlandesa, Plüschow escapa en julio de 1915 y se las ingenia para llegar a Londres, cuyos diarios exhiben avisos de Scotland Yard solicitando ayuda para capturar al prófugo, que describen como un «militar alemán de maneras muy inglesas, ostenta tatuaje de un dragón, habla inglés y francés, tiene buena dentadura, ojos azules y es rubio». La respuesta de Plüschow no se hizo esperar: se tiñe el pelo con betún negro, simula ser un trabajador portuario y durante las noches se fondea en la Biblioteca del Museo Británico. En medio de una intensa vigilancia, se las arregla para ocultarse en un bote salvavidas de un barco que se dirige a Holanda. Apenas contempla la costa se lanza al mar y nada hasta alcanzarla. Ya en Alemania, Plüschow recibe el estatus de héroe, le nombran comandante de una base marítima en el Mar Báltico y, al publicar su primer libro, Las aventuras del aviador de Tsingtau, sacude el mercado editorial vendiendo seiscientos mil ejemplares. En las trincheras, los soldados alemanes leían el libro a la luz de las velas.

No resultó fácil vivir como piloto en Alemania una vez finalizada la guerra. La economía crujía bajo el peso de una inflación descomunal, y la bencina se transaba a precio de oro en el mercado negro. Plüschow trabajó un tiempo piloteando para una compañía aérea, precursora de Lufthansa, que llevaba correo, documentos oficiales y a personeros de gobierno entre Weimar y Berlín. Después de probar suerte y salir mal parado en distintos rubros, en 1925 Plüschow se emplea como capitán de un crucero que recorre el Mediterráneo. La travesía inaugural se ve interrumpida por averías del barco, que Plüschow ordena reparar haciendo un alto en el puerto de Alejandría. A la espera de la conclusión de los trabajos, el capitán pasa los días en un elegante hotel de El Cairo, donde se topa con un viejo amigo de Hamburgo, Reederei Laeisz, dueño de una compañía de veleros que hace la ruta de Chile y del Cabo de Hornos. Desde hace décadas, con la persistencia de una idea fija, Plüschow sueña con explorar Tierra del Fuego, y no desaprovecha la ocasión: al día siguiente del encuentro envía un telegrama renunciando a su trabajo, y apenas puede toma un vuelo a Alemania y se embarca en el Parma, un velero con rumbo al extremo sur de América. «¡Filmaré allí el país y su gente, perpetuaré la vida animal y la hermosa naturaleza! ¡Ah, y escribiré un libro!», declara antes de zarpar. Mientras el Parma se acerca al Cabo de Hornos, se desata una tormenta, pero Plüschow no afloja, sigue filmando amarrado en la cubierta del velero. Cuando regresa a Berlín, acarrea diez mil metros de película y un manuscrito que darán lugar a un documental muy celebrado y a un libro de viajes sobre el «país de las maravillas».

Plüschow no descansa. En Alemania edita el documental a la carrera, trasnochando, y de inmediato se lanza a la tarea de obtener financiamiento para realizar otro viaje al fin del mundo. Promete navegar por «lugares nunca antes vistos por el hombre», escribir artículos y editar un libro. También quiere sobrevolar Tierra del Fuego y los territorios vírgenes de la Patagonia austral. Gracias a su reputación como piloto de guerra, sus cartas y llamadas telefónicas empiezan a surtir efecto entre varias empresas alemanas e incluso en el gobierno. Obtiene «subvenciones, abastecimientos, dádiva

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