Relatos de una mujer borracha 2

Martina Cañas

Fragmento

El amor es esquivo

El amor es esquivo

El verdadero amor sí existe, lo venden en todos los supermercados del país y conviene comprarlo en promo.

Te gusta, te enamoras, lo darías todo, incluso negociarías si facilitar o no tu orificio más preciado por una buena causa. Pero él no te pesca ni en bajá, ni tampoco lo hará hagas lo que hagas.

Te ama, te desea, te empalaga a punta de poemitas melosos, es todo lo que tú alguna vez quisiste. Te manda mensajes de buenas noches, de buenos días, de buenas tardes, te abre la puerta del auto, te va a buscar y a dejar, si pareciera que a ratos se encandila con tu belleza…, pero tú, por algún extraño motivo, no lo pescas ni lo harías.

El amor es así: el amor es esquivo. Dicho de otro modo, es complicá la wueaíta.

Con el apagón, qué cosas suceden, qué cosas suceden con el apagón.

Esa mañana desperté sumamente confundida. La noche anterior había estado más loca que la Angelina Jolie que osó terminar con papacito Brad. Lamentablemente —o favorablemente, no sé— desperté acompañada. Al principio pensé que se trataba de una almohada, pero la almohada tenía pelo y me tenía abrazá cucharita romántica. Entonces empecé con mi técnica habitual. Primero, con mi pie empecé a tocar sus piernas para ver si era más alto o más bajo que yo. Era más alto. Luego, apliqué manos para saber si era guataca o tenía buen forro. Estaba bien, era flaco. Giré mi cara.

«Si lo hice con este mino, soy una winner, denme un Oscar por el mejor montaje y a él otro por el mejor documental largo», pensé. Estaba rico.

Lo miré bien, y tenía como cara de Alberto. Pero si algo recordaba de la noche anterior era que su nombre tenía una M, no sé si al comienzo, entremedio o al final, pero tenía una M. Así que Alberto no era. Miré mi celular, abrí la aplicación del mapa y caché que estaba cerca de mi casa. Entonces, sin mayor preámbulo, me levanté, me vestí, fui al baño, me lavé los dientes con el dedo con el que haces oyudo (no sé cómo se llama, nunca me aprendí la canción, solo sé que el gordo se termina comiendo un huevo), me lavé la cara, y me fui sin siquiera decirle chaíto muchas gracias fue realmente un placer.

Lo primero que hice al volver a mi casa fue ducharme para comenzar el ritual de limpieza. Mientras me sacaba el vestido se cayó un papel maomeno arrugao de uno de los bolsillos. Lo abrí y aparecía escrito un correo: marioblebleble@blebleble.ble. Debe ser del mino, pensé. Filo, no me daría la perso para escribirle, así que lo dejé a un lado y comencé el ritual. Y así, mientras me jabonaba hasta sacarme la piel para limpiar mi cuerpito frágil, recordé el momento cuando lo conocí: fue en el bar.

—Hola linda, no tendré el atrevimiento de pedir tu teléfono, pero si te animas me puedes escribir. —Y me pasó su e-mail.

Yo, que ya estaba muerta de curá, no atiné a nada más que a guardar el papel y a seguir tomando. Estaba celebrando mi nueva soltería. El día anterior me habían pateado de la forma más trillada que existe, con el jamás bien comprendido ni recepcionado: «El problema no eres tú, el problema soy yo».

Abre paréntesis. «El problema no eres tú, el problema soy yo» debe ser la forma más amariconá de terminar con alguien. Es como si te creyerai la cuestión de que lo hacen por tu bien. ¡Es de cobardes no dar la batalla! DANIEL, a vo’ te estoy hablando, sí, a vo’, el que se puso a llorar cuando echaron a la Cote Quintanilla de Rojo Fama Contrafama. Cierre paréntesis.

Entonces, esa noche preferí omitir cualquier coqueteo y seguir en la mía, sumergiendo las penas en el alcohol. ¿Y qué pasó con el que me entregó el papel? Nada, cuando me lo pasó ya estaba puesta, veía como las guaguas, con suerte distinguía luces de sombras, formas y relieves…

Mientras me seguía jabonando, intentando acabar con cualquier vestigio pecaminoso de la noche anterior, siguieron apareciendo otros vagos recuerdos, señal inequívoca del comienzo de una depresión posmaraca.

—Linda, te molesta si me siento contigo, deberías dejar de chupar, te traje un jugo de regalo.

Me hirvió la sangre y, antes de que pudiera responderle un «qué te pasa a ti, ridículo, estúpido idiota, es mi vida, a ti quién te dijo que estoy curá, zumba de acá, mono, vírate si no querí que te raje el paño», el dj puso música kitch, y a mí no hay nada que me ponga más pirinoli que lo cursi, de mal gusto y pasado de moda. Entonces, al son de me late me late me late el corazón, tengo taquicardia, ay sí señor, hay pulso, hay pulso, oh no no no no no, emprendimos rumbo a la pista de baile.

Apagón de tele.

Salí de la ducha, me puse el pijama, agarré el teléfono y llamé a la María.

—María, explícame, por favor, por qué no me detuviste, mala.

—Martina, ¿te acuerdas del mino? Era todo lo que siempre quisiste y más, jamás te iba a sacar de ahí, ¿no te acuerdas de que le pediste matrimonio?

—María, cállate, ya, chao, chao, chao…

Recordé entonces más: yo pintándole un anillo en el dedo con mi lápiz de ojos, diciéndole a la María que nos casara, la María casándonos, yo misma oponiéndome al matrimonio porque no lo había visto en pelota, él susurrándome al oído que nos fuéramos pa’ su casa, yo eufórica gritando un «te recibo a ti, Mario, como esposa y me entrego a ti en cuerpo y alma y prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad y así amarte y respetarte todos los días de mi vida, hasta que la muerte (o el coma etílico) nos separe».

Apagón.

Martina, por la chucha —pensaba para mis adentros—, ¿cuándo cresta vas a madurar? No puedes andar por la vida así, ofreciéndoles el oro y el moro a los hombres, tú tienes que estar sola, CRECE, WEONA, CRECE.

Siesta. Desperté. Bajón de Ana Rosa y su olla. El refrigerador pelao, con suerte media lechuga escarola que databa de diciembre de 2001, una naranja con más pelitos que jabón de paseo y un paté de ternera que estaba tan vencido que de vez en cuando le pegaba una aspirá que me dejaba más dura que sábana de quinceañero. Y en la despensa no había nada más para comer que cabellitos de ángel, sin salsa, apenas para comerlos con sal y aceite. Pobreza.

Recordé más.

La noche anterior llegamos a su casa, yo con más hambre que Marco esperando que su mamá lo llame a almorzar. Él me dijo un «tú tranquila, yo cocino». Abre su refrigerador y está lleno de comida. Cocina en tres segundos unos camarones salteados con cuscús, verduras y otras «gourmeneses», yo lo devoro todo y como guatita llena, corazón contento, le doy la pasá. Él se saca la ropa sin miedo, yo me saco la ropa medio complicá. Lo miro en pelotas y lo primero que pienso es un con-cha-su-ma-re, voy a necesitar una escalera de bomberos pa’ poder subirme y bajarme de ahí. Él me tira al sillón, se chanta el preservativo y, d

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