Alma

Matías Correa

Fragmento

un ornitorrinco de vida

Extraño tanto el asombro… Hace un tiempo ya que Ene, la hermana del mago, un verano a media tarde también dejó entrever esa peculiar forma de melancolía en Quintay. En mi recuerdo se confunden ahora una larga película casera en prosa y su abrupto fin con el olor medicinal de la sal marina, el llanto alegre de las gaviotas.

Tendida sobre una toalla de playa, con el mar a sus espaldas, me preguntó si yo le haría un único favor. Por supuesto, accedí. Cómo no. Hablamos de trabajo esa vez. Discutimos también sobre la identidad de nuestras dos memorias: la propia y esa otra, la que se deja en herencia para los demás. En ese momento entendí a medias lo que me estaba pidiendo; se lo hice saber. Después me dio un beso, sonrió y, como por accidente, dijo que yo guardaba cierto parecido con la Vivi, su mamá, que había ganado fama de mujer genio, de extravagante y de bromista. Le contesté que sí, que podía ser.

La Vivi ya casi se había jubilado para ese entonces, pero la gente en la empresa seguía pensando en ella como en una señora brillante, una lumbrera. Tuvo también sus detractores, los que al mayor de los hermanos de Ene tampoco le faltaron. Antes de que se hiciera de noche, en esa playa Ene me contó los pormenores de una de las diabluras de su mamá; sobre su hermano mayor, El Asombroso Doctor Lorca, en cambio, habló más largo, con mayor entusiasmo. Es cierto que las anécdotas y circunstancias no debieran importar tanto, pero a Ene estas cosas no podían serle indiferentes. Ella jamás tomaba distancia de los detalles. Tampoco arrancaba de las personas, mucho menos de los fantasmas. Ene abrazaba aquello de lo que la gran mayoría huía.

Es raro eso con lo que una se queda después de haber compartido una vida. Hoy en día no conservo memoria de todos los fantasmas que he resucitado desde que conocí a Ene, tampoco las peculiaridades de cada una de las biografías que he trabajado. Pero aún recuerdo aquello que vale la pena recordar. A eso nos dedicábamos ella y yo: a urdir y tramar, reacomodar la memoria de los demás.

Sé que no debería, pero llevo en secreto un registro de mi trabajo. Esas impresiones de otras vidas se encuentran en uno de los clósets de mi departamento —junto a la canasta del gato, tras esas puertas a mitad del pasillo que da al que fue el escritorio de Ene. Procuro guardar esos retazos de biografías dentro de una caja de cartón reforzado donde tengo todo repartido en carpetas, archivadores y discos duros. Generalmente, si tengo la oportunidad de hacer una entrevista presencial en casa del cliente de turno, aprovecho de robar copias de viejas fotos análogas, algún suvenir, uno que otro objeto personal. En general, mis clientes no echan de menos esos pequeños tesoros que hoy decoran algunos estantes en el librero de mi biblioteca. Casi está de más decirlo, esto Ene no me lo reprochaba. De hecho, aplaudía esas fechorías —incluso las incentivaba.

Aunque hoy por hoy los servicios de posvida hayan dejado de ser la gran cosa, hasta hace algún tiempo se prestaba a la confusión hablar de resurrección y fantasmas. Escribir y editar obituarios integrales y personalizados es lo que Ene y yo hacíamos —lo que aún hago— para ganarnos la vida. También le presto mi voz a los muertos; corrijo la dirección de arte de las biografías que ellos mismos encargan antes de ser cremados o enterrados. Lo de la voz no es trivial. Del peculiar timbre que una tiene depende que el cliente se decida por ti o no.

Soy empleada de planta en la empresa que fundó la Vivi, a eso me dedico. «Identity Editor» se llama mi cargo. Buena pega, buen sueldo, buen ambiente. El trato con los clientes, inmejorable. No protestan ni reclaman ni nada. No pueden: ya están muy viejos o demasiado enfermos como para quejarse.

Esto funciona así: según lo que estipula un contrato tipo, dos meses después de los funerales se remite el archivo entregable vía correo electrónico a los destinarios designados en vida por el cliente. Este tiene que haber muerto primero para que mi trabajo comience a acabar. Por más que se intente adelantar pega durante los meses finales, siempre a última hora hay que incluir o borrar algún episodio de infancia, iluminar gestos elogiables, atenuar bajezas, esconder el amor propio, etcétera. Todas las vidas son distintas, pero las biografías no difieren tanto entre sí. A fin de cuentas, se trata de historias, y solo hay un número finito de formas posibles para contarlas.

Salvo en casos puntuales, es habitual que los clientes denieguen, hasta donde pueden, el acceso completo a su fantasma digital. Al menos hasta que el Servicio Médico Legal haya emitido un certificado de defunción. Ese patrón es regla general: lo que el cliente pide es tiempo, que una lo espere a que acabe de arreglar sus cosas, que aguante a que se termine de morir. Entonces pasa: un coágulo pulmonar, una falla coronaria, una metástasis generalizada, un compromiso de órganos, un alzhéimer y una pulmonía mal cuidada, un accidente en la tina, un tropezón al cruzar la calle. Tarde o temprano mis clientes se mueren y, cuando a los deudos les toca hacer luto, ahí una empieza a editar contrarreloj. En esas, la calma escasea; el vértigo se le viene a una encima. Te desesperas, el estrés te persigue. En algún grado, tu propia vida pierde equilibrio mientras ordenas la de otro.

Con Ene nos conocimos en el trabajo. Solamente contratan mujeres en la empresa —más por compromisos de la Vivi con cuestiones de género que por otra cosa— y no es fácil entrar, que te contraten. Haber sido la hija de la fundadora tiene que haberle ayudado al principio, pero a los veinticinco años Ene ya era jefa en el Departamento de Edición y nadie llega ahí sin méritos. Yo tenía veintiuno cuando entré como estudiante de sociología en práctica; aunque me faltaban los contactos y la experiencia, le respondía directamente a ella, a Ene. En eso tuve suerte. Mucha.

El primer año en la oficina lo pasé con miedo. Temía recibir una notificación de no renovación de contrato y terminar de por vida como community manager para una marca de sandalias, una automotora o un distribuidor de ventiladores y máquinas de aire acondicionado. Vivía apanicada, pero Ene me ayudó, me enseñó. Así que primero fuimos colegas y después amigas, hasta que, al cabo de un año y contigo ya dejando de gatear, terminamos viviendo juntas, ya sabes. La cosa devino un fraternal matrimonio entre siameses espirituales, como le gustaba decir a ella. Nos quisimos, pero decirlo de esa manera es no hacerle justicia al amor. Raro y divertido, intenso, feliz: toma todas las combinaciones posibles de esas cuatro palabras y vas a poder armarte un cuadro más o menos acabado de nuestros mejores días. Teníamos algo así como un ornitorrinco de vida. Una biografía en común, armada a cuatro manos como si estuviera hecha con cabeza de pato y aletas de dodo, sus labios y los míos, piel de visón y uñas de hámster, mi guardarropa y el suyo, cola de castor, lomo de nutria y una cama compartida. Es eso lo que ahora deberías estar contemplando en tu cabeza: una imagen que desconcier

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