La señora del dolor

Carlos Tromben

Fragmento

Satoshi Kusanagi nació en 1885, año 17 de la era Meiji. Su padre era carpintero. Satoshi era el menor de cinco hermanos, el mabokochan. Su lugar en la familia le dictaba una vida entera de abnegación y anonimato. Quizá fue su buena memoria y su habilidad con los números, o el hecho de que Japón adoptara un modelo de Estado Docente, lo que lo desvió de este futuro ya delineado. Estudió en una escuela pública, aprendió retórica, algo de botánica, algo de poesía clásica japonesa y rudimentos de contabilidad.

—Una educación práctica —diría Satoshi años más tarde.

Como mabokochan no tenía derecho a aspirar que su modesta familia le costeara estudios universitarios. Entre volver al taller de su padre y conocer el mundo, optó por lo segundo. Entró a la marina mercante, que vivía entonces un enorme auge gracias a la apertura comercial del país.

Su primer barco fue el carguero Wagatomo, de 10.000 toneladas, con el cual llegó hasta las Molucas, Ciudad del Cabo, Dakar y Marsella en 90 días. Durante la travesía, a la altura de Madagascar, el Wagatomo se cruzó con la flota rusa. Era el 5 de marzo de 1905. Satoshi nunca olvidaría aquel espectáculo: cuarenta y cinco navíos de guerra avanzando en perfecta formación, sus chimeneas expeliendo gruesas columnas humo, sus corazas de acero reflejando el sol declinante del trópico.

—Van hacia Japón a enfrentarse a nuestra escuadra —dijo el médico.

—Estamos perdidos —agregó alegremente uno de los cocineros.

Estaban en el castillo de popa oyendo las órdenes del capitán que los marineros se transmitían mediante silbidos. En un principio pareció que el timonel orientaba la nave hacia mar abierto y que las calderas redoblaban la marcha para intentar una escapada en regla, ayudadas por la casi totalidad del velamen.

—Es inútil —dijo el médico, sombrío—. Con las torpederas nos darán alcance y nos hundirán.

La tripulación entera aguardaba en silencio. El cocinero volvió con un cubo de verduras para pelar y les contó que el capitán había ordenado arriar la bandera japonesa e izar una bandera china.

—Es un hombre astuto —dijo más feliz que nunca.

Los imponentes acorazados, los raudos destructores y las veloces torpederas del Zar pasaron junto al Wagamoto, desdeñándolo como un tiburón a una pulga de mar.

Esa noche, repuesta ya del susto, la tripulación agradeció su suerte, los más piadosos orando y los más terrenales brindando. Satoshi hizo ambas cosas. Salió achispado del castillo de popa y cruzó la cubierta del barco hacia su camarote. De pronto oyó una voz débil, cuyo murmullo se destacaba apenas por encima del ruido de las olas y la máquina de la nave.

—Pater noster...

Era el médico que oraba de pie, en un idioma incomprensible.

Estaban debajo de una escalera. El cielo era estrellado, el mar estaba en paz y de la flota rusa no quedaba sino el rastro final de las chimeneas que se deshacía en el horizonte. Al ver a Satoshi, el médico interrumpió su oración y se guardó una reluciente cadenita debajo de la camisa. Sonrió tímidamente y Satoshi lo vio perderse en el pasillo, afirmándose de las mamparas que se movían con el vaivén de las olas.

El viaje siguió sin incidentes hasta las costas de Angola. Entraron al Mediterráneo por las columnas de Hércules el 20 de abril de 1905, y recalaron luego en Cádiz y en Barcelona, donde la tripulación entera se desbandó en una parranda de cuatro días. En Génova se enteraron de que la flota rusa, aquella misma formación de acero que les había perdonado la vida, había sido aniquilada en cuestión de horas por una escuadra de 30 navíos japoneses comandada por el almirante Togo. Satoshi no pensó en el nuevo estatus que asumía su país en el concierto mundial. Pensó en los 5.000 rusos que había visto pasar frente a sus ojos, aquella tarde en Madagascar. Cinco mil hombres con sus barbas, uniformes, escapularios, cuyos cuerpos yacían enteros o despedazados en el fondo del mar.

Aquello era la culminación de un proceso iniciado exactamente diez años antes, en 1894, cuando Japón pulverizó al ejército y la armada de la dinastía Qing en la península de Corea. La nueva victoria, sin embargo, era sobre una potencia europea, sobre un gran imperio kirishitán.

El viaje de regreso tardó otros 90 días. En Ciudad del Cabo se cruzaron con dos mercantes japoneses con los que intercambiaron noticias, periódicos y correo. La prensa tuvo un efecto poderoso en la tripulación; los que sabían leer repetían las páginas del Yomiuri Shimbun en voz alta, mientras los demás escuchaban en silencio. Los ejemplares pasaban de mano en mano y se formaban círculos de marineros que observaban embelesados aquellos grabados a todo color, donde las torpederas japonesas atravesaban las enroscadas olas azules, descargando sus mortíferos torpedos en las naves enemigas.

La victoria incentivó a los tripulantes del Wagatomo a una dura competencia por demostrar patriotismo. Budistas y sintoístas se disputaban el rigor del ayuno, el recogimiento en los votos y la oración, el cumplimiento más estricto de la disciplina en un barco imperial. Quemaron, los más radicales, las fotos de sus amantes francesas y españolas; arrojaron por la borda su tabaco rubio y sus botellas de coñac, y juraron dejar la marina mercante por la marina de guerra.

Pero estaban los cínicos como el capitán, capaces de izar una bandera china con tal de salvar el pellejo, o la pequeña célula de los jiyu minken undo, quienes sostenían que la guerra era un truco de los shogunes para distraer al pueblo de los problemas verdaderos. Entre un proselitismo y otro estaba Satoshi, un budista discreto que, por las mañanas, en tierra firme o en su camarote, estuviese donde estuviese el barco, practicaba la posición auroral.

En España, mientras la tripulación se entregaba a la fornicación, Satoshi recorría las ciudades, se sentaba en las plazas de Barcelona, entraba en las boticas de Cádiz y en las iglesias de Mallorca, arrastrado por la curiosidad.

Los templos kirishitán estaban llenos de objetos, de estatuas, de muebles. Un hombre desnudo y moribundo yacía clavado en un poste; los fieles se arrodillaban y hacían el mismo gesto que Satoshi viera en el médico la noche en que se cruzaron con los rusos. Por lo general, este mártir presidía los altares, o bien la cruz vacía. En los costados había otros profetas con la misma expresión dolorosa, rodeados de niños o de ancianos, y una suerte de diosa que sostenía a un rechoncho bebé sentado en el regazo. Ambos, madre e hijo, llevaban en sus cabezas unas coronitas doradas; eran las únicas estatuas neutras de aquellos templos sombríos.

Fue en Barcelona donde se llevó una sorpresa. En un templo tan enorme como extravagante se encontró con el médico del Wagatomo orando en lengua kirishitán. Aquello no se parecía a ninguno de los templos que conociera en el resto de España; no había ningún ángulo recto y las velas del altar emitían una penumbra amarillenta sobre las superficie

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