CAPÍTULO UNO
MILLY
Llego tarde a cenar otra vez, pero hoy no tengo yo la culpa. Un machito condescendiente me acaba de cortar el paso.
—¿Mildred? Es nombre de abuela. Y ni siquiera de abuela enrollada.
Lo dice como si se creyera muy listo. Como si en mis diecisiete años de vida nadie se hubiera dado cuenta de que mi nombre no es precisamente un clásico que vuelve a estar de moda. Tenía que venir un banquero de inversión de Wall Street con el pelo engominado y un anillo en el meñique a facilitarme ese pequeño análisis sociológico.
Apuro los restos de mi agua con gas.
—De hecho, me llamo así por mi abuela —digo.
Estoy en un restaurante del centro de la ciudad a las seis en punto de una lluviosa tarde de abril y hago lo posible por mezclarme con los oficinistas que vienen a tomar un cubata al salir del trabajo. Es un jueguecito que mis amigas y yo practicamos a veces; vamos a bares restaurantes para no tener que preocuparnos por si nos piden el carné en la puerta. Nos ponemos nuestros vestidos más discretos y cargamos un pelín las tintas con el maquillaje. Pedimos agua con gas y una rodaja de lima —«en un vaso pequeño, por favor, no tengo mucha sed»— y nos la bebemos de un trago hasta dejar cuatro gotas. Entonces esperamos a que alguien nos invite a una copa.
Casi siempre hay alguien que pica.
El tío del anillo en el meñique sonríe y su dentadura brilla casi fluorescente bajo la tenue luz. Debe de tomarse muy en serio su rutina de blanqueamiento dental.
—Me gusta. Resulta chocante en una mujer tan joven y guapa. —Se arrima un poco más y me llega el tufo de un agua de colonia tan fuerte que casi me entra dolor de cabeza—. Tienes un aspecto muy interesante. ¿De dónde eres?
Buf. Es un poquitín mejor que la pregunta «¿eres de fuera?» con la que me entran a veces, pero sigue siendo un asco.
—De Nueva York —respondo con retintín—. ¿Y tú?
—Me refiero a tu país de procedencia —aclara.
En ese momento, doy la conversación por terminada. Ya estoy harta.
—De Nueva York —repito, y me bajo del taburete. Me alegro de que no me haya abordado hasta que estuviera a punto de marcharme, porque tomar un cóctel antes de cenar tampoco era la mejor idea del mundo. Capto la mirada de mi amiga Chloe, que está en la otra punta del local, y le hago un gesto de despedida, pero, antes de que pueda escapar, el tío del anillo en el meñique levanta el vaso como para brindar conmigo.
—¿Te puedo invitar a otra ronda de eso que estás bebiendo?
—No, gracias. He quedado.
Retrocede con el ceño fruncido. Muy fruncido. Tanto como si se hubiera saltado la última sesión de bótox. También tiene colgajos en la cara y patas de gallo. Es demasiado mayor para tirarme los tejos y lo seguiría siendo aunque yo fuera la universitaria por la que me hago pasar a veces.
—Y entonces ¿por qué me haces perder el tiempo? —gruñe, y su mirada ya revolotea por encima de mi hombro.
A Chloe le gusta el juego de los oficinistas porque dice que los chicos del instituto son unos inmaduros. Y tiene razón. Pero a veces pienso que más nos valdría ignorar hasta qué punto pueden todavía empeorar.
Pesco el gajo de lima de mi bebida y lo exprimo. No le apunto a los ojos directamente, pero me siento una pizca decepcionada cuando el zumo solo le salpica el cuello de la camisa.
—Perdón —digo con dulzura. Dejo caer la lima en el vaso y lo devuelvo a la barra—. Normalmente no te habría dirigido la palabra. Pero está muy oscuro aquí dentro. Cuando te has acercado, te he confundido con mi padre.
Ya le gustaría. Mi padre es mucho más guapo y, además, no es un pervertido. El señor Anillo en el Meñique abre la boca de par en par, pero lo empujo con el cuerpo y salgo del local antes de que pueda replicar.
El restaurante al que me dirijo está al otro lado de la calle, y la encargada sonríe cuando cruzo la puerta.
—¿La puedo ayudar en algo?
—He quedado con una persona para cenar. ¿Tiene una mesa reservada a nombre de Allison?
Mira el libro de reservas que tiene delante, y una arruga muy leve se dibuja en su frente.
—No veo a ninguna…
—¿Story-Takahashi? —pruebo. El divorcio de mis padres fue inusualmente amistoso, y la prueba A es que mi madre sigue usando ambos apellidos. «Bueno, es que tú todavía te apellidas así», dijo hace cuatro años, cuando acababan de divorciarse, «y me he acostumbrado a usarlo».
El ceño de la encargada se acentúa.
—Tampoco lo veo.
—¿Solo Story entonces? —apunto—. ¿Como «historia» en inglés?
Su frente se alisa.
—¡Ah! Sí, aquí está. Sígame.
Echa mano de dos cartas y sortea las mesas cubiertas con manteles blancos hasta llegar a una esquinera con banco corrido. La pared está forrada de espejos, y la mujer que ocupa la mesa toma una copa de vino blanco a la vez que observa su reflejo con disimulo y se atusa el moño oscuro para alisar pelos sueltos que solo ella ve.
Me dejo caer en el asiento que tiene delante mientras la encargada nos coloca delante las enormes cartas.
—Así que ¿esta noche eres Story? —le pregunto.
Mi madre espera a que la encargada se haya marchado para responder.
—No me apetecía tener que repetir mi apellido —suspira, y yo enarco una ceja. Normalmente, mi madre se toma fatal que la gente reaccione como si el apellido japonés de mi padre fuera impronunciable.
—¿Por qué? —pregunto, aunque sé que no me lo dirá. Antes de llegar a eso, hay múltiples niveles de crítica a Milly que superar.
Deja la copa en la mesa, y las diez pulseras de oro o más que lleva en la muñeca tintinean con el movimiento. Mi madre es vicepresidenta de relaciones públicas de una marca de joyería, y lucir los básicos de cada temporada es uno de los beneficios adicionales de su cargo. Me mira de arriba abajo y no se le escapan ni el maquillaje más cargado de lo habitual ni el vestido de tubo azul marino.
—¿De dónde vienes tan elegante?
Del bar de enfrente.
—De una movida de la galería con Chloe —miento. La madre de Chloe es dueña de una galería de arte del centro, y nuestro grupo de amigas pasa mucho tiempo allí. Supuestamente.
Mi madre coge de nuevo la copa. Toma un sorbo, vuelve los ojos un instante hacia el espejo, se toquetea el pelo. Cuando lo lleva suelto se le derrama sobre los hombros en ondas oscuras, pero, como siempre me dice, su cabello perdió la suavidad a raíz del embarazo, y ahora su melena tiene una textura áspera. Estoy segura de que nunca me lo ha perdonado.
—Pensaba que estabas estudiando para los finales.
—Estaba. Hace un rato.
Sus nudillos palidecen en torno a la copa, y yo espero lo que viene ahora.
Milly, no puedes terminar el penúltimo año de instituto con una media inferior a notable. Estás a un paso de la mediocridad, y tu padre y yo hemos invertido demasiado en ti como para que desperdicies como si nada la oportunidad que te hemos brindado.
Si la música me interesara lo más mínimo, formaría un grupo llamado A un Paso de la Mediocridad en honor a la advertencia favorita de mi madre. Llevo tres años escuchando una u otra versión del mismo rollo. La Academia Prescott escupe alumnos de élite en serie como una especie de fábrica de sangre azul, y mi madre tiene la desgracia de que yo siempre haya estado firmemente instalada en la mitad inferior del montón.
Sin embargo, no hay sermón esta vez. En lugar de eso, mi madre alarga la mano libre para propinar unas palmaditas en la mía. Con movimientos rígidos, como si fuera una marioneta manejada por un titiritero inexperto.
—Pues estás muy guapa.
Me pongo a la defensiva al instante. Ya era raro que mi madre quisiera quedar conmigo para cenar, pero nunca me hace cumplidos. Ni me toca. Todo esto se me antoja de súbito el preludio de algo que preferiría no oír.
—¿Estás enferma? —le suelto—. ¿Lo está papá?
Ella parpadea y retira la mano.
—¿Qué dices? ¡No! ¿Por qué preguntas eso?
—Y entonces ¿por qué…?
Me interrumpo cuando un sonriente camarero aparece junto a la mesa y llena nuestras copas vertiendo agua de una jarra plateada.
—¿Ya están listas las señoras? ¿Quieren conocer los platos especiales del día?
Espío a mi madre a hurtadillas por encima de la carta mientras el camarero recita los platos. Está tensa, ya lo creo que sí. Todavía sujeta con fuerza la copa de vino, que ahora está casi vacía, pero me doy cuenta de que me he equivocado al esperar malas noticias. Le brillan los ojos azul oscuro, y las comisuras de sus labios casi apuntan hacia arriba. Está ilusionada por algo, no asustada. Intento imaginar qué podría hacer feliz a mi madre aparte de que por arte de magia yo sacara tantas matrículas que me convirtiera en la mejor alumna de toda la Academia Prescott.
Dinero. Solo puede ser eso. La vida de mi madre gira en torno al dinero o, más concretamente, en torno al hecho de no tener suficiente. Mis padres tienen buenos trabajos, y mi padre, aunque se ha vuelto a casar, siempre ha sido generoso con la pensión alimenticia. Su nueva esposa, Surya, está en las antípodas de la típica madrastra malvada en todos los sentidos posibles, incluido el financiero. Nunca le ha echado en cara a mi madre los sustanciosos talones bancarios que él envía cada mes.
Pero un buen trabajo no es suficiente para vivir con holgura en Manhattan. Y este no es el nivel de vida con el que se crio mi madre.
Un ascenso laboral, deduzco. Tiene que ser eso. Y me parece una excelente noticia, si no fuera porque me va a recordar que se ha dejado la piel para conseguirlo y, ah, por cierto, ¿no podría yo esforzarme más literalmente en todo?
—Tomaré la ensalada César con pollo. Sin anchoas, el aliño aparte —dice mi madre a la vez que le tiende la carta al camarero sin llegar a mirarlo—. Y otra copa de Langlois-Chateau, por favor.
—Muy bien. ¿Y la señorita?
—Chuletón, poco hecho, y una patata asada grande —le pido. Por qué no aprovechar la encerrona para cenar por todo lo alto.
Cuando el camarero se marcha, mi madre apura el vaso de vino y yo bebo un trago de agua. Ya tengo la vejiga a tope por culpa del agua con gas del bar, y estoy a punto de levantarme para ir al baño cuando mi madre dice:
—Hoy he recibido una carta la mar de interesante.
Allá vamos.
—¿Sí? —Espero. Como no continúa, la azuzo—: ¿De qué?
—De quién —me corrige como de costumbre. Repasa con los dedos la base de la copa y las comisuras de sus labios ascienden un poquitín más—. De tu abuela.
La miro con perplejidad.
—¿De Baba?
No me explico por qué razón la noticia merece tanta ceremonia. Es verdad que mi abuela no se pone en contacto con mi madre a menudo, pero tampoco es tan raro. Baba es de esas personas aficionadas a reenviar los artículos que han leído a cualquiera que en su opinión pueda estar interesado, y todavía le envía material a mi madre, incluso después del divorcio.
—No. De tu otra abuela.
—¿Qué? —Ahora no entiendo nada—. ¿Has recibido una carta de… Mildred?
No tengo un diminutivo para la madre de mi madre. No la llamo «abuela», «mimi», «nana» ni nada, porque no la conozco.
—Sí.
El camarero vuelve con el vino de mi madre, y ella bebe un largo trago, como si le hiciera falta. Yo sigo sentada en silencio, incapaz de asimilar lo que acaba de decirme. La sombra de mi abuela materna era muy larga en mi infancia, pero más como una especie de hada madrina que como una persona de verdad: la viuda rica de Abraham Story, cuyo trastatarabuelo o algo así llegó en el Mayflower. Mis antepasados son más interesantes que cualquier libro de historia: la familia hizo fortuna con la pesca de ballenas, lo perdió casi todo en acciones del ferrocarril y finalmente dilapidó lo que quedaba en comprar propiedades en una isla de mala muerte en la costa de Massachusetts.
La isla de Gull Cove era un refugio de artistas y hippies que poca gente conocía hasta que Abraham Story lo convirtió en lo que es hoy día: un lugar donde ricos y famosos de medio pelo gastan dinero a espuertas para fingir que reconectan con la naturaleza.
Mi madre y sus tres hermanos se criaron en una inmensa finca situada en primera línea de playa llamada Catmint House. Allí montaban a caballo y asistían a fiestas de gala como si fueran la princesa y los príncipes de la isla de Gull Cove. Hay una foto sobre la chimenea de mi casa en la que aparece mi madre a los dieciocho años saliendo de una limusina para asistir a la Gala de Verano que sus padres organizaban cada año en su complejo turístico. Lleva un moño alto, un vestido de noche blanco y una preciosa gargantilla con diamantes en forma de lágrima. Mildred le regaló ese collar a mi madre cuando cumplió diecisiete años, y yo siempre había pensado que mi madre me lo ofrecería a su vez cuando yo llegara a esa edad.
No lo ha hecho. Aunque ella nunca lo lleva.
Mi abuelo murió cuando mi madre estaba en el último curso del instituto. Dos años más tarde, Mildred desheredó a sus hijos. Los repudió tanto financiera como personalmente, sin dar ninguna explicación excepto la carta de una sola línea que les envió dos semanas antes de Navidad a través de su abogado, un hombre llamado Donald Camden que conocía a mi madre y a sus hermanos de toda la vida:
Ya sabéis lo que hicisteis.
Mi madre siempre ha insistido en que no tiene la menor idea de qué quiso decir Mildred. «Los cuatro nos volvimos… egoístas, supongo —me decía—. Todos estábamos en la universidad en aquel entonces, dando comienzo a nuestras vidas. Madre se sentía sola tras el fallecimiento de padre y siempre nos estaba suplicando que la visitáramos. Pero nosotros no le hacíamos caso». Así llamaba a sus padres, «madre» y «padre», como la protagonista de una novela victoriana. «Ninguno de los tres volvió a casa por Acción de Gracias ese año. Teníamos otros planes. Se puso furiosa, pero…». Mi madre siempre adoptaba una expresión pensativa y ausente al llegar a esa parte. «Fue algo insignificante… En absoluto imperdonable».
De no haber creado Abraham Story fideicomisos para la educación de mi madre y sus hermanos, no habrían podido graduarse en la universidad. Una vez que lo hicieron, no obstante, tuvieron que valerse por sí mismos. Al principio intentaron recuperar el contacto con Mildred de manera regular. Persiguieron a Donald Camden, que se contentaba con enviarles un correo electrónico de vez en cuando, en el que reiteraba la decisión de su madre. La invitaron a sus bodas y le comunicaron el nacimiento de sus hijos. Incluso viajaban por turnos a la isla de Gull Cove, donde todavía residía mi abuela, pero ella nunca los veía ni hablaba con ellos. Yo solía pensar que un día ella entraría en mi casa como una reina, envuelta en abrigos de pieles y diamantes, y anunciaría que había venido a buscar a su tocaya, que era yo. Me llevaría a una tienda de juguetes y me dejaría comprarme todo lo que quisiera y luego me entregaría un saco rebosante de dinero para que se lo llevara a mis padres.
Estoy casi segura de que mi madre albergaba la misma fantasía. ¿Por qué razón si no le endilgarías a tu hija un nombre como Mildred en pleno siglo XXI? Pero mi abuela, con la ayuda de Donald Camden, cortaba de raíz cada uno de los acercamientos de sus hijos. Al final dejaron de intentarlo.
Mi madre me mira expectante y caigo en la cuenta de que está esperando una respuesta.
—¿Has recibido una carta de Mildred? —le pregunto.
Ella asiente y carraspea antes de responder.
—Bueno, para ser más exacta, tú la has recibido.
—¿Yo?
Mi vocabulario se ha reducido prácticamente a cero en los últimos cinco minutos.
—El sobre iba dirigido a mí, pero la carta era para ti.
Una imagen de una década de antigüedad asoma a mi mente: mi abuela perdida y yo llenando un carro de la compra hasta el borde de muñecos de peluche, las dos vestidas como para ir a la ópera. Con tiaras y todo. Ahuyento el pensamiento y busco más palabras:
—¿Está…? ¿Tiene…? ¿Por qué?
Mi madre hunde la mano en el bolso, saca un sobre y lo empuja hacia mí por encima de la mesa.
—Será mejor que lo leas tú misma.
Levanto la solapa y extraigo una hoja plegada de un papel grueso, color crema, que desprende un vago aroma a lilas. En la parte superior lleva impresas las iniciales MMS: Mildred Margaret Story. Los breves párrafos están escritos a máquina y rematados por una firma de trazos muy juntos e ilegibles:
Querida Milly:
Nunca nos hemos visto, como es obvio. Las razones son complicadas, pero conforme pasan los años van perdiendo la importancia que tuvieron en su día. Ahora que estás a punto de convertirte en una mujer adulta, siento curiosidad por conocerte.
Poseo un complejo turístico, el Gull Cove Resort, que es un destino muy popular entre los veraneantes que acuden a la isla de Gull Cove. Me gustaría invitaros a ti y a tus primos, Jonah y Aubrey, a pasar el verano viviendo y trabajando en el complejo. Tus padres trabajaron aquí en la adolescencia, y el ambiente se les antojó tan estimulante como enriquecedor.
Estoy segura de que tus primos y tú cosecharíais frutos parecidos si accedierais a pasar el verano en el Gull Cove Resort. Y como no poseo la salud necesaria para albergar huéspedes en mi casa, por breve que sea la estancia, vuestra presencia en el complejo me ofrecería la oportunidad de conoceros.
Espero que aceptéis mi invitación. El jefe del personal de temporada, Edward Franklin, se encargará de los trámites necesarios para el viaje y de los aspectos logísticos. Podéis contactar con él en la dirección de correo electrónico que incluyo a continuación.
Muy atentamente,
MILDRED STORY
La leo dos veces antes de volver a doblar el papel y dejarlo sobre la mesa. No levanto la mirada, pero noto los ojos de mi madre clavados en mí a la espera de algún tipo de comentario. Ahora es urgente que haga pis, pero tengo que aclararme la garganta con un poco más de agua antes de poder sacar de mí alguna palabra.
—¿Esta mierda va en serio?
No sé qué respuesta esperaba mi madre, pero no era esta.
—¿Disculpa?
—A ver si lo he entendido bien —empiezo con las mejillas cada vez más ardientes mientras devuelvo la carta al sobre—. Esta mujer a la que no conozco, que te apartó de su vida sin mirar atrás, que no asistió a tu boda ni a mi bautizo ni a ningún acontecimiento relacionado con esta familia durante veinticuatro años, que no ha llamado ni enviado un correo electrónico ni una carta hasta hace, bueno, cinco minutos… ¿Esta mujer quiere que yo trabaje en su hotel?
—Creo que no lo estás mirando desde el ángulo adecuado, Milly.
Levanto tanto la voz que casi estoy gritando.
—Y ¿cómo se supone que debería mirarlo?
—Chsss —susurra mi madre a la vez que echa un rápido vistazo alrededor. Si hay algo que detesta es montar una escena—. Es una oportunidad.
—¿De qué? —pregunto. Titubea y juguetea con su sortija (nada que ver con la despampanante esmeralda de cinco quilates que he visto en la mano de mi abuela en las fotografías antiguas), y de repente lo entiendo—. No, espera… No contestes. No he formulado bien la pregunta. Debería haber dicho «de quién».
—Para quién —me corrige mi madre. Realmente no puede evitarlo.
—Piensas que es una oportunidad para congraciarte con ella, ¿verdad? Para que te… reherede.
—Esa palabra no existe.
—Por Dios, mamá, ¿quieres parar? ¡Mis errores gramaticales son lo de menos!
—Lo siento —dice mi madre, y su disculpa me sorprende tanto que no le largo el sermón que estaba preparando. Todavía le brillan los ojos, pero ahora los tiene también llorosos.
—Es que… es mi madre, Milly. Llevo años esperando tener noticias suyas. No sé por qué ahora, ni por qué tú, ni por qué esto, pero por fin ha contactado. Si no aceptamos su oferta, es posible que no tengamos otra oportunidad.
—¿Otra oportunidad de qué?
—De volver a verla.
Tengo en la punta de la lengua las palabras Y a mí qué, pero me las trago. Pensaba seguir diciendo Hemos estado estupendamente todo este tiempo sin ella, solo que no es verdad. No estamos estupendamente.
Mi madre vive al borde de un pozo que tiene la forma de Mildred Story, y ha sido así toda mi vida. Eso la ha convertido en la clase de persona que guarda las distancias con todo el mundo; incluso con mi padre, al que quería tanto como es capaz de amar, lo sé. En mi infancia los veía juntos y soñaba con vivir un día algo tan perfecto. Al crecer, sin embargo, empecé a notar las pequeñas maneras que tenía de apartarlo. Cómo se crispaba cuando mi padre la abrazaba, su costumbre de usar el trabajo como excusa para llegar a casa cuando ya estábamos en la cama y de zafarse de las actividades familiares alegando migrañas que nunca la importunaban en el despacho. Al final, su actitud fría y distante se convirtió en la costumbre de criticar absolutamente todo lo que mi padre decía o hacía. Hasta que un día por fin acabó pidiéndole que se marchara.
Ahora que él se ha ido, ha empezado conmigo.
Dibujo un signo de interrogación en el vapor condensado de mi vaso de agua.
—¿Quieres que me marche todo el verano? —pregunto.
—Te encantará, Milly. —Cuando suelto un bufido, añade—: No, de verdad que sí. Es un complejo turístico precioso, y hay chicos y chicas de todas partes deseando trabajar allí. El proceso es muy competitivo en realidad. La zona de los empleados es maravillosa, y tienes acceso pleno a todas las instalaciones. Es como estar de vacaciones.
—Unas vacaciones trabajando para mi abuela.
—Estarías con tus primos.
—No conozco a mis primos.
No he visto a Aubrey desde que la familia del tío Adam se mudó a Oregón cuando teníamos cinco años. Jonah vive en Rhode Island, que no está tan lejos, pero mi madre y su padre apenas se hablan. La última vez que nos reunimos todos fue para celebrar el cumpleaños del tío Anders, cuando yo tenía ocho años. Solamente recuerdo dos cosas de Jonah: la primera, que me atizó en la cabeza con un bate de plástico y pareció decepcionado cuando no lloré. Y la segunda, que se hinchó como un globo por comer un aperitivo que le daba alergia, aunque su madre le había advertido que se mantuviera alejado.
—Así podrías conocerlos. Sois de la misma edad y ninguno de los tres tenéis hermanos. Sería bonito que trabarais amistad.
—¿Qué amistad? ¿Como la que tú tienes con el tío Adam, el tío Anders y el tío Archer? ¡Si ni siquiera os habláis! Mis primos y yo no tenemos nada en común. —Empujo el sobre hacia ella—. No voy a ir. No soy un perro que corre a su encuentro solo porque ella me llame. Y no quiero pasar fuera todo el verano.
Mi madre vuelve a juguetear con su sortija.
—Ya me imaginaba que dirías eso. Y soy consciente de que te pido mucho. Así que te voy a ofrecer algo a cambio. —Su mano se desplaza hacia los gruesos eslabones de oro que relucen contra su vestido negro—. Sé que siempre te ha encantado mi gargantilla con lágrimas de diamante. ¿Y si te la regalara en agradecimiento?
Me yergo en el asiento mientras me imagino el collar destellando en mi cuello. Llevo años soñando con este momento. Pero imaginaba que sería un regalo, no un soborno.
—¿Y por qué no me regalas la gargantilla simplemente por ser tu hija?
Siempre me lo he preguntado, pero nunca me había atrevido a expresarlo en voz alta. Quizá porque me asusta que me conteste lo mismo que le dijo a mi padre una vez, no con palabras, sino con su actitud: «No das la talla».
—Es un recuerdo de familia —dice mi madre, como si eso no me diera la razón a mí. Frunzo el ceño mientras ella apoya su mano perfectamente arreglada en el borde del sobre. No lo empuja exactamente. Se limita a darle unos golpecitos con los dedos—. Siempre he pensado que te lo regalaría cuando cumplieras veintiún años, pero si vas a pasar el verano en la isla donde me crie… Bueno, lo justo sería que te lo diera antes.
Suspiro en silencio y recupero el sobre. Jugueteo con él mientras mi madre toma un sorbo de vino, sin apremiarme. No tengo claro qué es más frustrante, que mi madre esté intentando chantajearme para que pase el verano trabajando para una abuela que no conozco, o tener tan claro que el chantaje ha funcionado.
CAPÍTULO DOS
AUBREY
Alargo los dedos hacia la resbaladiza pared de la piscina. En cuanto la rozan, me doy la vuelta y tomo impulso para el último largo. Esta es mi parte favorita de todas las carreras de natación: cuando el agua fluye sobre mis extremidades extendidas mientras yo me deslizo a través de ella, impulsada por la inercia y la adrenalina. A veces emerjo más tarde de lo que debería, una manía que la entrenadora Matson denomina mi punto flaco: un minúsculo defecto de técnica que supone la diferencia entre ser una buena nadadora y una fantástica. Normalmente intento corregirlo, pero hoy… Hoy me quedaría aquí abajo para siempre, si pudiera.
Salgo por fin a la superficie, tomo aire y ajusto el ritmo de la braza. Me arden los hombros, y mis piernas trabajan con movimientos mecánicos y bien aprendidos hasta que de nuevo rozo con los dedos las baldosas. Me despojo de las gafas de natación, jadeando, y me enjugo los ojos antes de mirar el marcador.
La séptima de ocho, la peor posición de toda mi vida en la carrera de doscientos metros. Hace dos días el resultado me habría dejado hundida. Pero, cuando veo a la entrenadora Matson mirando el marcador con las manos en las caderas, lo único que siento es un eufórico chisporroteo de rabia.
Lo tienes bien merecido.
Sea como sea, da igual. Nunca volveré a nadar con el equipo del instituto Ashland. Si hoy me he presentado, ha sido solamente para que no las descalificaran.
Salgo de la piscina a pulso y echo mano de mi toalla, que está en el banco. La carrera de doscientos metros ha sido la última del día de mi último campeonato de la temporada. Por lo general mi madre estaría en las gradas publicando vídeos demasiado largos en Facebook, y yo me quedaría junto a la piscina preparada para animar a mis compañeras en la carrera de relevos. Pero mi madre no está, y yo no voy a quedarme.
Me encamino al vestuario desierto pisando fuerte el suelo de baldosas con mis pies húmedos y recojo la bolsa de deporte en la taquilla número 74. Dejo caer el gorro y las gafas de natación en el interior y me enfundo la camiseta y el pantalón corto encima del bañador mojado. Luego me calzo las chanclas y envío un mensaje rápido:
No me encuentro bien. ¿Quedamos en la puerta?
La carrera de relevos está en pleno apogeo cuando vuelvo a entrar en el recinto de la piscina. Mis compañeras de equipo que no están nadando se han quedado en el borde. Están demasiado ocupadas animando a las nadadoras como para darse cuenta de que me largo a escondidas. Se me encoge el corazón y se me saltan las lágrimas, hasta que veo a la entrenadora Matson en su puesto habitual, junto al trampolín. Está encorvada con la coleta rubia derramada sobre un hombro, gritándole a Chelsea Reynolds que acelere, y de repente me entran unas ganas terribles, casi incontenibles, de salir disparada y tirarla a la piscina de un empujón.
Durante un instante de felicidad, me doy el lujo de imaginar cómo me sentiría. Se haría un silencio de estupefacción entre la multitud que los sábados atesta el club recreativo de Ashland y todo el mundo alargaría el cuello para ver mejor. «¿Esa es Aubrey Story? ¿Qué mosca le ha picado?». Nadie se podría creer lo que estaba viendo, porque soy La Última Chica del Mundo a la que te Imaginarías Montando una Escena por Nada, Nunca.
También soy una cobardica de marca mayor. Sigo andando.
Una figura larguirucha que conozco bien espera junto a la salida. Mi chico, Thomas, lleva puesto el jersey de los Trail Blazers que le compré y va con el pelo rapado, como siempre hace en verano. El nudo que tengo en el estómago se afloja cuando me acerco. Thomas y yo llevamos saliendo desde octavo —el mes pasado cumplimos cuatro años juntos—, y dejarme caer contra su pecho se parece a meterme en una bañera caliente.
Quizá se parezca demasiado.
—Estás empapada —dice Thomas mientras se desenreda de mi húmedo abrazo. Me mira de arriba abajo con desconfianza—.Y ¿enferma?
Puede que me haya resfriado una vez desde que Thom