Enola Holmes 1 - Enola Holmes y el carruaje negro

Nancy Springer

Fragmento

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PRÓLOGO

por Sherlock Holmes, 1889

Aquellos de vosotros que ya conozcáis mi distinguida carrera como primer detective privado del mundo no habréis pasado por alto la sensacional irrupción en la escena de Londres de otro Holmes, de índole similar: mi hermana mucho más joven, Enola. Muchos consideraréis escandalosa y deplorable a partes iguales su descarada conquista de la atención del público, y algunos os preguntaréis cómo he podido fracasar en el control de su comportamiento. Es por esta razón que agradezco la oportunidad de plasmar por escrito, de forma lógica y calmada, el relato de mi relación con Enola Eudoria Hadassah Holmes.

Para absolverme de inmediato de cualquier sospecha de sentimentalismo, permitidme confesar que no guardo ningún recuerdo infantil de mi hermana Enola; de hecho, apenas la conocía antes del mes de julio de 1888. En 1874, año en que nació, me encontraba a punto de abandonar el hogar para establecerme por mi cuenta y dedicarme por completo a mis estudios; a decir verdad, adelanté mi partida a causa de la desagradable interrupción de las rutinas del hogar que supuso su llegada. En los años que siguieron, coincidimos de forma ocasional y con la natural repulsa que un caballero siente hacia tal desordenado y subdesarrollado espécimen de la humanidad. En el funeral de nuestro padre, ella tenía cuatro años y seguía siendo incapaz de mantener limpia la nariz. No recuerdo haber entablado una conversación razonable con ella en aquella ocasión. Pasaron diez años antes de que volviese a verla, en julio de 1888.

No fue a raíz de un acontecimiento corriente. La inesperada e inexplicable desaparición de su madre —nuestra madre— empujó a la joven Enola a emplazarnos a mi hermano, Mycroft, y a mí a venir desde Londres. El tren se detuvo en nuestro destino rural y allí estaba Enola, esperándonos en el andén con un aspecto no muy alejado del de una cría de cigüeña. Extraordinariamente alta para sus catorce años, iba ataviada con un vestido que no ocultaba sus zancas huesudas y no llevaba ni guantes ni sombrero; de hecho, el viento había convertido sus cabellos en un nido de grajos. Mycroft y yo pensamos que era una huérfana vagabunda y fuimos incapaces de reconocerla hasta que nos dirigió la palabra: «¿Señor Holmes? ¿Y, ejem, señor Holmes?».

Con menos modales que un potrillo, parecía confundida ante las preguntas de Mycroft y, a decir verdad, cuando llegamos a Ferndell Hall, nuestra casa solariega, pensé que mi hermana albergaba menos masa cerebral de lo que ya era habitual en cualquier representante del género femenino.

Una vez allí, Mycroft y yo llegamos a la conclusión de que nuestra madre no había sido secuestrada, sino que, como buena sufragista, había huido. Este hecho no nos preocupó demasiado, puesto que Madre ya había cumplido con su deber reproductivo y era, a su edad, inútil e incorregible a partes iguales. Sin embargo, y visto que se tenía que hacer algo con respecto a Enola, consideramos que quizá no fuera demasiado tarde para enmendarla. Ignorando sus ridículas protestas, adoptamos las disposiciones necesarias para ubicarla en una excelente escuela, con la esperanza de casarla al cabo de un tiempo.

Mycroft y yo regresamos a Londres con la sensación de haber cumplido con nuestro deber.

Sin embargo, nuestra hermana jamás llegó a la escuela. En el viaje, se las arregló para esfumarse.

¡Qué atrevimiento! ¡Qué ingratitud la suya!

Durante los días posteriores, yo, Sherlock Holmes, el mayor detective del mundo, dediqué todas mis habilidades a rastrear a una estúpida chiquilla fugada, que casi con toda probabilidad iba disfrazada de chico. Sin embargo, no pude encontrar ni rastro de ella. Y entonces, muy a mi pesar, el inspector Lestrade, de Scotland Yard, me hizo llegar noticias de ella.

Se hacía pasar por una viuda.

¡Una viuda! Por primera vez, me percaté de que la había subestimado. Tenía, cuando menos, un poco de cerebro, puesto que, al convertirse en viuda, ocultaba en gran medida sus rasgos faciales, añadía una década o más a su edad y desalentaba cualquier interacción social.

Sin embargo, vestía de luto, algo que se podía identificar con facilidad. Seguí su rastro por todo Londres, incapaz de creer en su temeridad al haberse aventurado hasta allí, ¡y en Scotland Yard me topé con un joven aristócrata que había sido rescatado de un secuestro por una muchacha disfrazada de viuda! Sin embargo, el chiquillo me informó de que, en aquel momento, llevaba unos quevedos sobre la nariz y tenía el aspecto de una joven trabajadora de la ciudad.

Redoblé mis esfuerzos por encontrarla y salvarla de los peligros de Londres. Desafortunadamente, no disponía de ninguna imagen suya que pudiera mostrar. Jamás había posado para una fotografía. Pero sí tenía en mi poder un cuadernillo de acertijos y claves de lo más interesante y revelador que nuestra madre le había regalado. Al descubrir que se comunicaban en secreto a través de los anuncios clasificados de la Pall Mall Gazette, envié mi propio mensaje al periódico fingiendo que era Madre y pidiéndole a Enola que se encontrara conmigo. Pero, de algún modo, me desenmascaró. Mientras estaba en el Museo Británico esperándola para abalanzarme sobre ella en cuanto apareciese, ¡se coló en mi piso y recuperó el cuadernillo! Cuando mi casera la describió como una pobre vendedora que tiritaba a causa del frío otoñal, me di cuenta de que, en realidad, ¡me había cruzado con ella al salir de casa!

Con mi preocupación por la joven Enola en aumento, empecé a temer que se hubiera convertido en una indigente. Así que centré mi búsqueda en los barrios marginales, donde una helada noche de invierno conocí a la Hermana de las calles, una monja muda envuelta en un hábito negro que ayudaba a los pobres. De hecho, incluso me dio algo de comer. Poco tiempo después, esa misma monja depositó entre mis brazos a una joven dama desmayada y me proporcionó de forma lacónica la identidad del villano culpable del ataque. Al reconocer la voz de la monja «muda», entendí, no sin gran sorpresa, que la hermana era ¡mi hermana! Intenté atraparla, pero rechazó el ataque con una daga y desapareció en las sombras de la noche. Todos los cuerpos de policía de Londres fueron incapaces de encontrarla. Cuando al amanecer, regresé derrotado a mi residencia, ¡me encontré con su hábito, tirado en medio de la habitación! ¡Qué osadía, qué sangre fría, qué desfachatez! ¡Se había escondido en mi casa mientras yo la buscaba por toda la ciudad!

Y, dicho sea de paso, para rescatar a la dama, había atacado ferozmente a un villano asesino con su daga. Aunque resultaba evidente que mi hermana, Enola, podía cuidar de sí misma a la perfección, no podíamos permitir que aquella maldita chiquilla creciera asilvestrada en las calles de Londres. Mi única opción era salvarla. Sin embargo, y pese a mis mejores intenciones y esfuerzos, el invierno dio paso a la primavera sin que tuviera la más mínima señal de ella.

Entonces, la inexplicable desaparición de mi querido amigo, el doctor Watson, acaparó toda mi atención. Aunque, al igual que mi hermano Mycroft, no comí ni dormí durante una semana entera, fuimos incapaces de dar con una pista de su paradero. De hecho,

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