The Naturals

Jennifer Lynn Barnes

Fragmento

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CAPÍTULO 1

El horario era malo. Las propinas eran peores, y la mayoría de mis compañeros de trabajo sin duda dejaban que desear, pero c’est la vie, così è la vita, usa el tópico en la lengua extranjera que prefieras. Era un trabajo de verano y eso me quitaba a la nonna de detrás de la oreja. También evitaba que mis numerosos tíos, tías y abigarrados primos tuvieran la necesidad imperiosa de ofrecerme un trabajo temporal en sus diversos restaurantes, carnicerías, bufetes de abogados y tiendas. Dado el tamaño de la grandísima y extensísima (e italianísima) familia de mi padre, las posibilidades eran infinitas, pero siempre era una variación del mismo tema.

Mi padre vivía en la otra punta del mundo. Mi madre estaba desaparecida, dada por muerta por el FBI. Yo era el problema de todos y el de nadie.

Adolescente, dada por problemática.

—¡Ya está el pedido!

Con aprendida destreza, tomé el plato de tortitas (con beicon) con la mano izquierda y un enorme burrito de desayuno (guarnición de jalapeños) con la derecha. Si los exámenes de acceso a la universidad me iban mal en otoño, tenía un verdadero futuro por delante en la industria de las cafeterías de mala muerte.

—Tortitas con beicon. Burrito de desayuno acompañado de jalapeños. —Coloqué los platos en la mesa—. ¿Puedo traerles algo más, caballeros?

Antes de que cualquiera de los dos abriera la boca, supe exactamente qué iba a decirme ese par. El tipo de la izquierda iba a pedirme más mantequilla. Y ¿el tipo de la derecha? A ese le iba a hacer falta otro vaso de agua antes de poder siquiera pensar en esos jalapeños.

Hubiera apostado diez a uno a que ni siquiera le gustaban.

Los tipos a quienes les gustan de verdad los jalapeños no los piden como guarnición. Aquí don Burrito Desayuno no quería que la gente pensara que era una nenaza. Claro que la palabra que él habría usado no era precisamente «nenaza».

«Pero, bueno, Cassie —me dije con dureza—. No transgredamos el control parental».

Por regla general, no solía decir muchas palabrotas, pero tenía la mala costumbre de adoptar los dejes de las otras personas. Ponme en una habitación con un puñado de ingleses y saldré de allí hablando con su acento británico. No es algo intencionado, es solo que he pasado mucho tiempo a lo largo de los años metiéndome en la cabeza de la gente.

Gajes del oficio. No del mío. Del de mi madre.

—¿Podrías traerme unos pocos paquetitos de mantequilla más? —preguntó el tipo de la izquierda.

Asentí. Y esperé.

—Más agua —gruñó el tipo de la derecha, que sacó pecho y me miró las tetas.

Forcé una sonrisa.

—Ahora mismo le traigo el agua. —Y me las arreglé como pude para no añadir «pervertido» al final de la frase. Aunque a duras penas lo logré.

Seguía manteniendo la esperanza de que un tipo que rozaba los treinta, que fingía que le encantaba la comida picante y que no tenía ningún reparo en mirarle los pechos a una camarera adolescente como si se estuviera entrenando para las olimpiadas de mirones, tal vez sería igual de ostentoso a la hora de dejar propinas.

«Aunque, claro —pensé mientras iba a buscar lo que me habían pedido—, quizá resulta ser el tipo de tío que deja propina a la pobre camarera solo para demostrar que puede».

Sin poner mucha atención, repasé mentalmente los detalles de la situación: cómo iba vestido don Burrito Desayuno; el trabajo que tendría; el hecho de que su amigo, el que había pedido tortitas, llevaba un reloj mucho más caro…

«Se peleará por pagar la cuenta y luego me dejará una propina de pena», me dije.

Deseé equivocarme, pero estaba bastante convencida de que había dado en el clavo.

Hay niños que pasan sus años de preescolar aprendiendo el abecedario. Yo crecí aprendiendo un tipo de alfabeto distinto. Comportamiento, personalidad, entorno: mi madre los llamaba los CPE, y eran los trucos de su oficio. Pensar de esa manera no era algo que pudieras desactivar a placer, ni siquiera cuando ya eras lo suficientemente mayor para comprender que cuando tu madre le decía al personal que era vidente, en realidad mentía, y que cuando les pedía dinero, en realidad les estaba timando.

Incluso ahora que ella ya no estaba, yo no podía evitar analizar a las personas, de la misma manera que no podía evitar respirar, parpadear o contar los días que me quedaban para cumplir los dieciocho.

—¿Mesa para uno?

Una voz grave y risueña me llevó de vuelta a la realidad al instante. El propietario de esa voz parecía el tipo de chico que estaría más a gusto en un club de campo que en una cafetería de mala muerte. Tenía una piel perfecta y un pelo despeinado con mucho arte. Aunque había pronunciado esas palabras como si fueran una pregunta, en realidad no lo eran.

—Claro —contesté al tiempo que cogía una carta—. Por aquí.

Tras observarlo de cerca supe que Club de Campo tendría más o menos mi edad. Una sonrisita jugaba con sus rasgos perfectos, y andaba con la desenvoltura de la nobleza del instituto. El mero hecho de mirarlo me hizo sentir como una sierva.

—¿Esta va bien? —pregunté tras llevarlo a una mesa que había cerca de la ventana.

—Sí, está bien —replicó al tiempo que se deslizaba hacia la silla. Como quien no quiere la cosa, paseó la mirada por la estancia con una confianza a prueba de balas—. ¿Viene mucha gente por aquí los fines de semana?

—Claro —contesté. Empezaba a cuestionarme si había perdido la habilidad de formular oraciones complejas. Por la forma en que me miraba el chico, seguramente él también se lo preguntaba—. Te daré un minuto para que le puedas echar un vistazo a la carta.

No me respondió, y yo dediqué mi minuto a llevar a Tortitas y Burrito Desayuno sus cuentas, en plural. Pensé que si la dividía, tal vez sacaría una propina medio buena entre los dos.

—Yo misma les cobraré cuando estén listos —añadí exhibiendo una sonrisa amplia y forzada.

Me volví de nuevo hacia la cocina y pillé al chico junto a la ventana mirándome. No era una mirada de «Ya sé qué voy a pedir». No tuve claro qué era, en realidad, pero cada fibra de mi ser me decía que había… algo. La molesta sensación de que había un detalle clave de toda esa situación —de ese chico— que se me estaba escapando no me dejaba en paz. Los chicos como él normalmente no comían en lugares como este.

No miraban con fijeza a chicas como yo.

Cohibida y recelosa, crucé la cafetería.

—¿Ya has decidido qué vas a tomar? —pregunté. No me quedaba otra que atenderle, de modo que dejé que el pelo me cayera sobre el rostro para que él no pudiera verme bien.

—Tres huev

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