1
LUZ
Viernes. Mañana. Aparcamiento del Minerva International School
¿Cuál es la probabilidad de morir un día cualquiera? Fijo que internet tiene la respuesta porque todo está en la red y ya sabéis: si no está, no existe. Mueres porque estás vivo, ¿no? Es una cuestión de antónimos. Eh, yo no hago las reglas, yo debería cumplirlas, aunque mi expediente subraye con rojo que soy una profesional en romperlas.
Supongo que no es el mejor tema de conversación para un primer día de colegio tras las vacaciones de verano. En fin, Luz Kirby, coge aire porque estás a punto de empezar el último peor año de tu vida.
Como cada inicio de curso, el Minerva International School, el internado de élite más reputado de Valencia y uno de los más prestigiosos de España, nos hace venir un viernes a estudiantes y familiares para la Jornada de Bienvenida. Instalamos nuestras cosas en los dormitorios asignados de la residencia, disfrutamos de un brunch en el que he llegado a ver más pastillas de éxtasis que canapés de caviar y, finalmente, asistimos al acto inaugural en el auditorio, donde la junta directiva y un par de delegados nos tuestan a discursos pomposos y vacíos.
En resumen, una putada.
La entrada ajardinada y el aparcamiento del Minerva ya están a rebosar de pijos. Mi padre es rico; mi madre, no, así que ese cincuenta por ciento materno me da cierto derecho a juzgarlos como si yo no estuviera aparcando mi Honda CB1000R Black Edition, regalada por papi, entre los Aston Martin y los Porsches de otros papis.
Con el casco integral puesto aún puedo convencerme de que no he empezado la mañana cagándola a lo grande. También de que Moon, mi hermana pequeña, sigue a mi lado. El error es quitármelo y permitir que el calor, el bullicio, absolutamente todo, me golpee. No, el auténtico error ha sido dejarme llevar por un impulso que ya no puedo corregir y cuya culpa me hace temblar bien adentro.
—Esa plaza no es para motos, querida.
Joder. Me giro hacia la mujer que me ha hablado como si estuviera amenazándome con destripar cada uno de mis secretos. Aguanta de pie sobre sus tacones de mil euros, en representación de un marido y un hijo que esperan dentro del coche a que alguien solucione su ridículo problema.
—Hay más plazas libres.
—Queremos esta.
Obviamente. Pero aquí todos jugamos con la misma baraja en la que solo hay reyes y reinas. Quizá alguna sota que nos limpie los zapatos al pasar.
—Ya he aparcado. —Me bajo del sillín y las botas militares, que el código de vestimenta del Minerva me obligará a quitarme, aterrizan con fuerza en el asfalto—. Adiós.
—Maleducada.
Me ahorro hacerle la peineta cuando le doy la espalda. Esta señora se quejará en administración de una rubia con uniforme (somos muchas), dueña de una moto negra de cinco cifras (vale, ahí ya estrecharán el cerco; nadie ha olvidado mi accidente con catorce años que copó las redes sociales y varias portadas de revista). El caso es que me recordará y es justo lo que quiero por si, más adelante, necesito un testigo visual.
A mis ganas de aplacar la ansiedad fumándome un paquete de tabaco les doy regaliz rojo. De paso, saco el móvil y entro en Instagram. Las primeras historias son de Jara dejando varias maletas en la residencia con una alegría impostadísima. ¿Con quién compartirá dormitorio este curso? Tampoco debería importarme. Hace demasiado que no somos amigas. Paso rápido algunas de Regina Morales que, al parecer, no hace ni veinticuatro horas que estaba en México con su familia. Luego, por tremendísima desgracia, me saltan varias de Pol Hidalgo: la fiesta que montó ayer en su piscina, sus amigos cuidadosamente seleccionados para mantener su fama de triunfador, esa sonrisa de creerse el mejor. Un manipulador que (casi) todos en el Minerva idolatran. Yo nunca lo he tragado.
Nerviosa, devoro el resto del regaliz y busco los auriculares inalámbricos en mi americana negra. Mientras me los coloco, la vista se me va al escudo bordado en la pechera: fondo granate y blanco sobre el que destacan dos plumas doradas y, en el centro, una M bordada con el mismo hilo brillante. Me asquea todo lo que representa.
La música de mi móvil se reproduce sola y la voz de Moon cantando me recuerda que ya no está a mi lado. Que llevo casi un año siendo hija única porque ella lleva casi un año muerta.
Young eyes, dirty lies.
I love others’ stars, not my scars.
El inicio de Cosmos, la canción por la que mi hermana se hizo (más) famosa, y que estuvo al borde de romper nuestra relación, me acerca a ella de una manera insoportable. Cierro los ojos, pero sigue muerta. Abro los ojos, pero sigue muerta.
¿Y yo? Lo estaré en un futuro por, recordad, una cuestión de antónimos.
Hasta nuevo aviso, solo soy culpable.
DAMIÁN
Viernes. Mañana. Zona oeste del Minerva International School
Estoy palmándola. Inhalo. Exhalo. Inhalo. Exhalo. Como hacen los deportistas, ¿no? Aunque algunos de mi curso ni siquiera tomen aire después de veinte dominadas seguidas. El dolor me arrea un puñetazo demasiado arriba para considerarlo flato, así que esto solo puede ser un ataque de pánico. El miedo y la rabia agitados como un cóctel. Aun así, no dejo de correr, o de escapar, según se mire. La zona oeste del campus está desierta, aunque una de las puertas del auditorio dé a esta parte.
Estoy a punto de girar la esquina del Edificio Preuniversitario. Saco el móvil y respondo al SMS: «Hecho». Lo borro. Nada como un número desconocido y una aplicación prehistórica para cometer delitos como, por ejemplo, pasar drogas de todo tipo.
Me ajusto la corbata granate del uniforme y giro la esquina. El sol me ciega un segundo, aunque finjo que solo es el foco de un teatro. El Minerva no me recomendará a ninguna universidad con un programa deportivo excelente cuando me gradúe, pero como actor lo bordo. Por eso soy capaz de tragarme este cubata tóxico de miedo y rabia, mezclarme entre los alumnos que no me ven como un igual y sonreírles como si lo fuera.
—¡Dami! —Vera, mi hermana pequeña, me intercepta cerca de las escaleras de entrada para 3.º y 4.º de la ESO y Bachillerato—: ¿Y esa cara? ¿De dónde vienes? —Mira la zona oeste del campus—. ¿Ha pasado algo?
Han pasado muchas cosas, pero mi sonrisa ensayada no le responde la horrible verdad y ella pica. Enseguida se relaja y saca un espejito para estudiarse una última vez. No le digo que está perfecta, aunque lo piense. Aquí nadie lo es hasta que no te ganas tu trono. Tampoco le recuerdo que nunca tendrá uno porque ambos estudiamos en este internado privado gracias a una beca. Si nadie se hubiera enterado, quizá Vera estaría más cerca de esa popularidad que busca como una adicta que aún no sabe dónde narices está metiéndose.
—¿Vuelves a compartir dormitorio con Unax? —me pregunta porque mi silencio nunca hace saltar sus alarmas. Ni siquiera ella me distingue bajo esta calma tan falsa.
—No. —Ya me gustaría—. Con Alec Ros.
—¿Cómo? —Le sale con ese tonito esnob que se le ha pegado de sus amigas y que mis padres adoran—. ¿Su familia no lo sacó del colegio el año pasado por lo que ocurrió con Moon Kirby?
—A lo mejor han cambiado de opinión y quieren que se gradúe aquí.
—¿Y la directora Artés lo ha readmitido? ¿Es que no sabe lo que se cuenta sobre él?
Ningún adulto llega a saber todo lo que se cuenta sobre nosotros. La mayoría acabaríamos en un centro de menores. Y no voy a defender a Alec (en el Minerva, la mejor defensa es una buena indiferencia), pero Vera debería haber aprendido ya el daño que provoca el rumor por el rumor. Además, algunos no somos los mismos desde la muerte de Moon Kirby.
Me meto las manos en los bolsillos del pantalón gris oscuro.
—¿Y tus amigas? —le pregunto para cambiar de tema y así enterrar el último recuerdo que tengo de Moon.
—Sé lo que estás haciendo. —Lo dudo mucho, da igual cuánto me frunza los labios brillantes por el gloss—. Solo… ten cuidado con Alec. Pol me avisó de que está metido en cosas muy chungas.
Habló el aspirante a Nobel de la Paz. Me resulta vomitivo que mi hermana quiera liarse con Pol Hidalgo, aunque ¿quién no se ha liado con Pol Hidalgo?
—¿A qué se debe el privilegio de encontrarte tan puntual en el Minerva, Dami? —De pronto, tengo a mi mejor amigo colgado de los hombros, riéndose a carcajadas. Unax ha pasado el verano en Ibiza y se nota en su bronceado y su rubio de surfista. Cara a cara por fin, no puedo evitar fijarme en que está más guapo, aunque solo me lo parece porque no hemos quedado en todas las vacaciones. Decenas de videollamadas no me han bastado. Lo he echado mucho de menos.
—Me encanta la Jornada de Bienvenida —bromeo, dándole un tironcito a su cinta para recordarle que no se ha hecho el lazo. Y es que siempre lleva el uniforme a medio poner. O a medio quitar. Trago saliva.
—Como a todos. —Agranda una sonrisa irónica—. ¿Un porro para relajar esos ánimos?
—Ya apestas a plantación ilegal, Unax —comenta Vera arrugando la nariz.
—¿Lo suficiente como para que me prohíban entrar en el auditorio y me ahorre la tortura de cada año?
—Lo suficiente como para que la policía te arreste.
—Qué suerte la mía. Hace una semana que nadie me cachea a fondo. —Unax le guiña un ojo, pero mi hermana pone los suyos en blanco y se marcha—. ¿En serio huelo tanto? —Se aparta el cuello de la camisa, pese a tener desabrochados varios botones, y me acerca su piel a la nariz.
—Algo.
—Joder.
Mientras Unax se echa dos litros de colonia, yo termino de colocarme la máscara. Solo soy Damián Sainz, becado, estudiante de 2.º de Bachillerato en el Minerva International School, hijo de un piloto de avión, demasiado rico para los pobres y demasiado pobre para los ricos.
Todo lo malo, lo que escondo, solo es una mancha invisible para los demás. Por ahora.
JARA
Viernes. Mañana. Pasillos del Minerva International School
Si las miradas matasen, llevaría pudriéndome mucho tiempo. Envidias, supongo. Y eso que, en esta jerarquía de la que formo parte quiera o no, me limito a mi estrato. Es alto, pero no el más alto. Y yo procuro no meterme con los inferiores ni con los superiores. Destaco sin abusar del resto porque pretendo ser la mejor de forma intachable. El respeto es, de hecho, lo que ha logrado que la mayoría ni siquiera se atreva a pararme por el pasillo.
Cada uno a lo suyo.
Como yo ahora, pese a que he acabado saliendo del auditorio a zancadas apresuradas. Luego me he entretenido en mi taquilla, fingiendo que estaba organizándola y no escondiendo mi discurso arrugado, prácticamente roto. Es la segunda vez que me echo gel hidroalcohólico en las manos, pero las sigo notando sucias.
¿Soy yo o el tacón de mis mocasines resuena mucho? Seguro que llevo el lazo negro del uniforme torcido. Seguro que mi pintalabios es demasiado llamativo y la falda granate de cuadros demasiado corta para el código de vestimenta. Seguro que se me ve en la cara que me enfado con facilidad. Que hace un rato he hecho algo más que enfadarme con facilidad.
Sin embargo, el Minerva es mi sitio. Casi un hogar. Sé cómo moverme en él. Por eso entro en la cafetería y, automáticamente, mi instinto me coloca una sonrisa confiada, me endereza la espalda y suaviza mis pasos. Han acondicionado el lugar para la ocasión con mesas altas, buena cubertería y elementos decorativos con los tres colores insignia del Minerva: granate, blanco, dorado. Apenas parece el comedor donde volveré a almorzar y comer durante mi último curso aquí. Todo está increíble.
Entre los camareros y quienes disfrutan del brunch de bienvenida, localizo la mesa donde están mis amigas.
—Ahí viene nuestra delegada favorita —anuncia Paola, alzando un zumo de naranja hacia mí. No descarto que sea una mimosa.
—Has tardado —me dice Ivi después de darle un trago a su bebida y a mí, un beso en la mejilla. Su aliento me confirma que, efectivamente, son mimosas.
—Te has ensuciado la camisa con la base de maquillaje. —Le aparto las trenzas cornrows y le paso un pulgar por la mancha marrón oscuro. Solo entonces descubro qué está intentando tapar en su cuello—. ¿Eso es un chupetón?
—Ivana Valdivia —Regina silba—, ¿quién fue la afortunada?
—Nadie.
—Pues felicita a Nadie de mi parte, linda, te hizo un trabajito de diez.
Siempre ocurre: sus risas y charlas despreocupadas me devuelven al interior de esa burbuja donde todo lo que reluce es oro. No me gusta sentirme fuera de ella, porque la Jara Musa que soy ahora solo tiene sentido dentro de ese exclusivo y minúsculo mundo.
Responsable. Perfecta. Inalcanzable.
—¿Cómo va el discurso? —me pregunta Ivi. La detengo poniendo una mano sobre su termo de acero cuando va a servirme una copa. Intuyo que también quiere que me olvide de su chupetón. Fantástico, ya somos dos, pero hoy no pienso beber ni una gota de alcohol.
—Muy bien —miento, aunque me sienta orgullosa de poder pronunciarlo—. Menos mal que Pol se encarga de la otra mitad.
Más mentiras, pero ya aprendí a disimular que Pol lleva demasiado sin ser, sencillamente, el chico carismático y seguro que era. «Somos idénticos, Jara», me ha dicho en el auditorio. De pequeños, lo creía. Hoy en día, y más después de lo que acaba de ocurrir allí, ya no.
—¿Te lo cogiste o qué? —Regina es un pozo de secretos ajenos y me entretengo mucho escuchando sus cotilleos… hasta que me convierto en el centro de ellos.
—En sus sueños —contesto un pelín más seca de lo que mi actitud estándar consentiría.
—Jara tiene que reponer fuerzas. Se ha pasado el verano follando —ríe Paola. Yo no me río, y debería haberlo hecho. Estoy a punto de corregirlo cuando añade para defenderse—: Eso nos ha contado Ivi.
Paola Quiroz no es mala, es cobarde y terriblemente complaciente. Yo suelo pasar de su oportunismo, pero no pienso hacerlo si pone a mi mejor amiga como excusa.
—Ha sido un comentario estúpido, lo siento —me dice Ivi, que frena mi reacción acariciándome la muñeca.
—Es la verdad. —Para nada. Me lo inventé porque así preguntan menos, porque esto es lo que esperan de mí: que me rebele a espaldas de mis padres. Aunque no lo haga en absoluto. O no como ellas creen—. No importa. —Encojo un hombro para restarle valor al comentario y, sobre todo, a la caricia de Ivi.
Regina, con su necesidad patológica por ser el centro de atención, le da un giro total a nuestra conversación para enseñarnos fotos de su nuevo ligue mexicano. Pero yo ya he vuelto a salirme de nuestra burbuja de oro.
Ahora estoy en el discurso que pronunciaré como delegada de una clase que no debería existir: la clase D, creada en exclusiva para varios alumnos de 2.º de Bachillerato porque, durante el curso anterior, no conseguimos las notas perfectas ni demostramos la actitud impecable que el Minerva exige. Pero era esa medida excepcional o repetir, algo que no podemos permitirnos a estas alturas. Y todo por culpa de aquella dichosa fiesta. Aún tengo pesadillas con esa noche, con los ojos sin vida de Moon Kirby.
No lo soporto.
Su mirada es la única que creo que realmente podría matarme.
ALEC
Viernes. Mañana. Baños del Minerva International School
La sangre desaparece por el desagüe. Froto el rastro rojizo del lavabo con las yemas, pero es culpa de las heridas de mis nudillos, así que vuelvo a ensuciarlo. En un impulso, pongo la cabeza bajo el grifo, el sensor de movimiento se activa y el agua fría me moja el pelo negro.
No pienso. O sí, solo a cachos. Por encima de todo, la voz de mi padre. Mejor dicho, la orden de mi padre, el señor fiscal y Dios en mi familia, a quien solo mi madre tiene los ovarios de llevarle la contraria. Yo no. Por eso estoy de vuelta en el Minerva después de haber estudiado 1.º de Bachillerato desde casa.
Me escurro los mechones, cojo papel del dispensador y me limpio los nudillos. Saco otro apósito de la mochila y recibo el regalito de que Román Noble y su séquito de lameculos me pillen poniéndomelo. De puta madre.
—Alec, macho, estás hecho una mierda —me dice Román bajándose la bragueta junto al rebaño de amigotes que le ríen la gilipollez. Se colocan en fila frente a los urinarios, codo con codo, no sea que alguno no recuerde cómo apuntar y mee los mocasines del vecino.
—A juego contigo, capullo.
—Has perdido facultades, ¿eh? —Acaba de mear, se la sacude, se sube la bragueta y ni se lava las manos—. ¿En casa no te dieron clases particulares de jerga carcelaria? Hay que hacer méritos para el futuro.
Va a darme unas palmaditas en la mejilla, pero yo lo esquivo, agachándome para coger la mochila y pirarme. Me falta paciencia para aguantarlo sin abrirme los nudillos de nuevo.
—¿Dónde has abandonado a tu amo Pol? —Me cruzo de brazos con una media sonrisa que sé que le revienta—. ¿O es que ya no te cagas por todos los rincones de su mansión y te deja pasearte solito?
—Queda mucho curso. Ándate con ojo.
—¿Consejo o amenaza?
—Depende de ti.
—Oh, ¿ya has aprendido la diferencia? Muy bien, perrito, toma una chuche. —Y le levanto el dedo corazón.
Román sopesa si soltarme un puñetazo, pero lo ha clavado en eso de que tiene demasiados meses por delante para putearme. Y, al fin, me dejan solo.
El móvil me vibra en el bolsillo. Es mi madre. Vaya, me sorprende que su apretada agenda esté permitiéndole ser algo más que jueza. No descuelgo. Ya debe de saber que el chófer ha metido mi equipaje en el dormitorio y que incluso ha estado a punto de ordenarme los bóxers en los cajones. O podría pedirle seguir estudiando desde casa como ya me obligaron el curso pasado.
No estoy preparado para estos pasillos en los que Moon todavía deambula como un fantasma.
Respiro hondo, los pulmones se me llenan de algo que no siento como aire y salgo del baño. Practicar rugby me ha afinado los reflejos, así que solo me sale gruñir cuando me choco contra alguien. Siempre mantengo las distancias porque, aunque te aleja de lo bueno, te evita lo malo. De modo que, en condiciones normales, no habría detenido la caída de mi obstáculo con piernas.
Pero resulta que mi obstáculo con piernas es Luz Kirby y mi cuerpo nunca me ha obedecido con ella. La agarro por la cintura antes de que se vaya de morros contra el suelo. Sus ojos castaños se sorprenden antes que su boca al ver que soy yo.
—¿Alec?
—Ey, Kirby.
Algo se acelera en su interior porque se le están descontrolando los latidos entre las costillas, contundentes contra mis dedos. No es una sensación agradable, y enseguida sé que he perdido la oportunidad de estar a buenas con ella.
—No me llames así.
Lo pillo. Solía llamar «mini-Kirby» a su hermana pequeña. Algo de mí tiene que recordarle a ella porque Moon era mi mejor amiga. Siempre estaba con ella. Y, en su interior, Moon debe de ser algo mucho más aterrador que un fantasma.
—¿«Ey» o «Kirby»?
Presiono porque me cuesta ceder a los nervios y pensar que no pasa nada por exponerlos. Con una mueca, Luz me coge de la muñeca y me aparta el brazo. No es un movimiento rápido y yo aprovecho estos benditos segundos para observarla a conciencia. Tiene el pelo rubio más largo, a mitad de la espalda, y la piel de un pálido preocupante. Viste unas mallas cortas bajo la falda granate de cuadros, que le viene pequeña porque se ha sujetado el cierre con unos imperdibles. No entiendo cómo no la han amonestado aún por eso. Ni por las botas militares.
—Escucha… —Voy a disculparme cuando alguien grita.
Los gritos en el Minerva, sean del tipo que sean, son raros. Perder la compostura no está bien visto en la élite. Tampoco correr desordenadamente o chismorrear a voces, pero algunos compañeros lo hacen en dirección al auditorio, a pocos metros de nosotros.
Ahora es Luz quien debe de notar mis latidos descontrolados en la muñeca. Entrelazo nuestros dedos y tiro de ella.
—Alec, espera. —Sus pulmones también parecen llenos de algo que no es aire.
Soy más alto que muchos de los que están apelotonándose en la puerta del auditorio que da a este pasillo. Me abro paso sin mucho esfuerzo y, a pesar de que soy el primero en chocar con el segurata que no nos permite avanzar más, Luz lo ve antes. Ve el cuerpo tendido sobre el escenario y su uniforme manchado con la sangre que fluye igual que la mía lo ha hecho en el lavabo.
—¿Cuál es la probabilidad de morir un día cualquiera? —susurra, demasiado ida.
No respondo. Tampoco la suelto. Porque no conozco cuál es la probabilidad de morir un día cualquiera, pero, con toda seguridad, un estudiante del Minerva ha muerto.
Otra vez.
2
JARA
Domingo. Mañana. Casa de la familia Musa
Pol Hidalgo está muerto. El viernes por la mañana íbamos a dar un discurso como delegados de la clase D y ahora él está de camino a su funeral, probablemente dentro de un ataúd más caro que mi vestido negro. Los ricos siempre nos enterramos en féretros de altísima calidad porque, incluso en esos momentos, tenemos la responsabilidad de causar la mejor impresión.
No sea que nos recuerden con mala cara.
Hace unos años solo habría dicho algo así delante de Luz Kirby para alterar esa fachada de chica dura que, erróneamente, todo el mundo se cree. Habría empalidecido hasta un punto alarmante y yo no habría parado de reír hasta que ella también lo hiciera. Mi abuelo Ekene me enseñó que a veces hace falta reírse de las cosas que nos aterran para poder afrontarlas. Una idea que, por supuesto, mis padres consideraron de mal gusto y me obligaron a corregir para no acabar dilapidando mi prestigio. No lo hice. Como muchas otras facetas, me limité a reprimirla porque no quiero ser una decepción para ambos. Y si admiran y aceptan la hija que soy ahora, ¿para qué cambiar? «Porque apenas tienes amistades reales», juzgaría mi abuelo, pues precisamente fueron las apariencias las que me hicieron perder a Luz como amiga.
En fin, hora de recuperar el control.
O no, porque abro el último cajón del escritorio y la Polaroid que distingo entre varios folios de colores me desequilibra. El problema de estar sola en tu habitación y que nadie te estudie con lupa es que olvidas rápido quién se supone que eres. Ahora, mientras cojo esa foto con dedos temblorosos, soy incapaz de reírme de las cosas que me aterran. Como esa Jara de trece años que sonríe a cámara junto a una Moon Kirby que todavía no se siente traicionada.
Lo sentirá. Por mi culpa.
—¡Jara! —El grito de mi padre desde la planta inferior me arranca el terror de cuajo—. ¡Los Valdivia ya están aquí!
Aprovecho y también me arranco algunos pensamientos y emociones. Y a Moon. Es un impulso. Creo. Solo los tengo cuando estoy enfadada. Y no lo estoy, pero, aun así, rompo la foto por la mitad.
Si nadie pregunta más de la cuenta, todo volverá a su sitio después del funeral. Esto solo son nervios desechables porque, contra toda lógica, la muerte de Pol está resucitando demasiado.
Claro que la lógica nunca ha tenido nada que hacer contra la verdad.
DAMIÁN
Domingo. Mañana. Casa de la familia Sainz
El sollozo atragantado de Vera hace que me apriete demasiado el nudo de la corbata. Trago saliva, aunque solo empeoro la sensación de que algo muy malo se ha quedado atascado en mi interior.
El móvil me suena en el bolsillo, pero primero cojo una toallita desmaquillante y me acuclillo frente a mi hermana pequeña para limpiarle los rastros de rímel. Está sentada en el váter, encorvada, vestida de luto igual que yo. No ha parado de llorar desde el viernes y, aunque anoche me tumbé en su cama con ella para que consiguiera descansar, tuve ganas de preguntarle: «¿Por qué te duele tanto que se haya muerto alguien como Pol Hidalgo?».
No es que me alegre, pero Pol se encargaba cada día de señalarnos qué parte de nosotros le asqueaba más. Opinaba que la pobreza era una falta de ambición, así que aborrecía que mi padre no se esforzara por convertirse en piloto de una aerolínea lujosa. Éramos becados, intentando aparentar que merecíamos estar en su misma posición. A Vera le afectaban sus insultos y solo lo disimulaba porque quería ser como él. Estar con él. Obligándome, puedo entender qué le veía: Pol tenía un tipo de magnetismo único y el poder de hacerte sentir especial o una mierda total. Pero, una vez lo decidía, ya no había vuelta atrás. Y, aun así, todos preferían arriesgarse.
Dios, ¿cuántas veces le he repetido a Vera lo tóxico que era ese tío y la relación que imaginaba a su lado? Hoy me lo callo.
—Vera, eh, vamos.
—Pol no se ha muerto. Pol no se ha muerto.
—Vera…
—No. Se. Ha. Muerto —me espeta entre dientes, sus ojos de un verde demasiado oscuro.
Por un momento, tengo el presentimiento de que, entre palabra y palabra, ha intentado colar un matiz muy concreto, porque claro que Pol se ha muerto. Pero ¿cómo exactamente?
No, no puedo regresar a esa espiral.
Mi móvil vuelve a sonar y Vera se aparta, sube los talones a la tapa del váter para abrazarse las rodillas y hunde la cabeza en ellas. Como si necesitara desaparecer. Salgo justo cuando mi madre entra. Me da un beso en la sien y me dice que estamos a punto de irnos, que ella se encarga. Asiento y miro la pantalla.
Unax.
Unax, que está llamándome en lugar de envi