Prólogo
de J.A. Bayona
Conocí a Sergio Sánchez a través de la gran pantalla. Corría el año 2001 cuando descubrí 7337, un cortometraje escrito y dirigido por un desconocido que en, apenas unos pocos minutos, conseguía conjugar la angustia y las atmósferas más turbias con un genuino sentido de la emoción, algo de lo que solo son capaces los grandes narradores. Tenía que conocer a aquel tipo. Algunos ya sabrán el resto de la historia. Sergio y yo comenzamos a trabajar juntos y aquel cortometraje se convertiría en EL ORFANATO, que con Sergio a la escritura supondría mi debut en la dirección de cine. Aquella historia llena de capas y de secretos, de infancia, de sueños y dolor era Sergio en estado puro, era su universo. Desde entonces el inmenso talento de Sergio para la escritura le ha ido apartando de su sueño de dirigir y ha pasado muchos años escribiendo historias para otros. Hasta ahora.
Tienes en tus manos la historia en la que se basa EL SECRETO DE MARROWBONE, la ópera prima de Sergio, y su segundo guion enteramente original. Los que le conocemos y admiramos nos acercamos a esta narración con mucha emoción porque posee la huella de todo aquello por lo que Sergio ama las películas y es, a la vez, una obra tremendamente personal. Con la fuerza de un festín cocinado a fuego lento, ha construido un relato lleno de capas, rebosante de pliegues, desbordado de detalles meditados una y otra vez como solo la cabeza de Sergio puede hacer.
Con EL SECRETO DE MARROWBONE Sergio demuestra ser un autor con mundo propio, con un universo trufado de obsesiones que ha ido sembrando en todas aquellas obras en las que ha participado, en especial el tema de la infancia que, emparentada con la fantasía, sirve como explicación a la vez que refugio de las incertidumbres de la vida. Su capacidad para crear una conexión inconsciente con nuestras obsesiones y miedos más primarios hace que sus historias sigan creciendo en la mente del espectador mucho tiempo después de que las luces de la sala vuelvan a encenderse.
J.A. Bayona
Capítulo 1
El nido
Jack estaba solo. No había nadie más.
Tumbado sobre la hierba y arropado por un grueso jersey de lana, pantalones de pana raídos y unas viejas botas de cuero, yacía inconsciente a la intemperie en una postura retorcida, como si se hubiese desplomado repentinamente. La claridad de la mañana comenzó a deslizar el manto de sombras que le resguardaba hasta iluminar su rostro.
El muchacho abrió los ojos. Unos ojos azules, claros como un cielo despejado, que, sin embargo, solo reflejaban preocupación. Su mente estaba llena de vacíos que delataban demasiados recuerdos perdidos. ¿Dónde estaba? ¿Cómo había llegado hasta allí?
Acusando repentinamente el latigazo de un dolor intenso, se llevó la mano a la cabeza. Sus dedos largos y delicados buscaron instintivamente la cicatriz honda y alargada que cruzaba la mitad derecha de su frente. No del todo consciente, le pareció escuchar la voz de su madre, como el eco de un sueño.
La memoria es pura creación. Ningún recuerdo es real. Cada día podemos reescribir nuestra historia.
El chico se levantó y buscó el origen de aquella voz. Pero allí no había nadie. Frente a él se alzaba una gruesa verja de barrotes de hierro devorados por la herrumbre. Una maraña de cadenas y candados abrazaban la verja, imposibilitando el acceso para cualquier curioso que pudiese llegar hasta aquel lugar. Jack dio un paso atrás y un tintineo metálico le sorprendió. Miró hacia su cintura, descubriendo un llavero repleto de llaves colgado de una de las trabillas de su pantalón. Devolvió entonces la mirada a aquella maraña de candados, como hipnotizado, y después alzó los ojos. Coronando la verja, diez letras metálicas bautizaban aquel lugar. Marrowbone. Un nombre extraño que, sin embargo, le resultaba familiar. Porque ese era su nombre: Jack Marrowbone.
Jack le dio la espalda a la verja y se adentró por el sendero. Las ramas de los árboles a un lado y a otro se juntaban, formando una misteriosa bóveda. Y al final se vislumbraba una casa de madera.
Jack se acercó, dejando que poco a poco su mente se llenase de recuerdos mientras sus ojos navegaban en una tempestad de emociones. El viejo caserón se alzaba como un buque fantasma entre un mar de hierba. Los ángulos de su fachada, inclinados bajo del peso de los años, parecían estar a punto de ceder, al borde del colapso. Incluso desde fuera se podía escuchar el crujido lastimero de sus maderas, como un lamento. Tres gabletes sobresalían del tejado, cada uno de ellos con ventanas cubiertas por tablones clavados sobre los marcos. Del tejado sobresalían tres chimeneas. Una de ellas estaba clausurada por gruesos tablones atados con cuerdas, impidiendo que nada pudiese colarse por allí. ¿O quizás escapar?
Las hiedras devoraban cada arista de la edificación, extendiéndose como tentáculos que brotaban del túnel de árboles que conducía hasta la verja. Esa garra de hiedras, una línea oscura que contrastaba con el oleaje de la alta hierba tostada por el sol del verano, parecía sujetar la casa como el amarre de un embarcadero. De romperse esa ligadura tan frágil, parecía que la casa podría desmoronarse. O romper su vínculo con el mundo real, zarpando a la deriva por ese mar de hierba fantástico para no volver nunca a formar parte del mundo real, llevándose con ella a cualquiera que habitase en su interior.
Miró al suelo fijando su mirada en un túmulo cubierto de extrañas flores silvestres sobre el que descansaban cuatro piedras cubiertas de musgo al pie de un roble centenario.
Por primera vez desde su despertar supo con certeza lo que estaba contemplando: una tumba. Fijó la mirada en las cuatro piedras que descansaban sobre el montículo, recordando aquella noche en la que, amparados por la oscuridad, Billy, Jane, Sam y él mismo habían enterrado allí a su madre, dejando una piedra cada uno a modo de recuerdo, sin tener otra cosa que utilizar para marcar el lugar de descanso de su madre.
«Billy. Jane. Sam. ¿Dónde estáis?», pensó Jack.
Un sonido estridente le sobresaltó. El graznido de un cuervo seguido del chillido de un pájaro atemorizado. Jack miró a lo alto del roble. En una de las ramas superiores, un imponente cuervo extendía sus alas mientras graznaba amenazante ante el nido de una hembra de mirlo que piaba con desesperación.
Sin dudar un segundo, Jack corrió al árbol y trepó por su tronco utilizando unos tablones clavados en él a modo de escalera. El cuervo seguía graznando sobre los quejidos lastimeros del mirlo mientras Jack se movía entre las ramas superiores con la agilidad de un gato salvaje. En cuanto pudo apartó las ramas para mirar de nuevo hacia el nido. El cuervo ya estaba posado sobre él. Movido por un instinto de protección innato, Jack arrancó una de las cañas del roble y comenzó a blandirla contra el cuervo, que se volvió hacia él desplegando sus alas, resistiéndose a abandonar su tesoro.
—¡Fuera! ¡Vete de aquí! —le gritó.
El cuervo le asestó un picotazo en los dedos, pero Jack no se dejó intimidar y cortó el aire con un latigazo de su rama, golpeando al pajarraco hasta conseguir ahuyentarlo. Entonces se abalanzó sobre el nido.
La hembra de mirlo yacía sobre cuatro huevos de cáscara azul. Jack la tomó en sus manos. El pecho del pájaro se agitó, hinchándose y deshinchándose unas cuantas veces hasta detenerse mientras Jack sentía cómo su corazón dejaba de latir.
Elevó la vista hacia el cuervo, que aún descansaba sobre una rama cercana, vigilante, esperando el momento de recuperar su botín. Detrás del animal, la misteriosa fachada del caserón componía una imagen desasosegante.
Un destello repentino cegó a Jack. Buscando el origen de aquel fulgor, descubrió como los primeros rayos del sol se reflejaban en una de las ventanas del segundo piso y, por un instante, aún cegado por aquella luz, le pareció distinguir tres figuras observándole desde detrás del cristal. Otro latigazo de dolor sacudió su cabeza. Por un instante le pareció perder el equilibrio.
—¡Jack! —Una dulce voz femenina rompió el silencio de la mañana. Era Jane.
El muchacho se asió con fuerza al tronco del árbol, evitando caer al vacío.
—¿Qué haces ahí? —gritó una voz infantil. Esta era la de su hermano Sam.
Jack cerró los ojos, esperando a que se mitigase el dolor. Escuchó cómo se abría una puerta y el sonido precipitado de unos pasos acercándose por el jardín, subiendo por el árbol, avanzando entre las ramas.
—¿Dónde has estado? —preguntó una tercera voz, ya muy cerca. Pertenecía al mayor de sus hermanos, Billy.
Jack abrió los ojos sin responder, descansando su mirada en el delicado entramado de ramitas y plumas que formaban el nido sobre el que descansaban los cuatro huevos de hermoso color azulado. Repentinamente la cáscara de uno de los huevos se resquebrajó. Justo en el momento en el que Jack sintió cómo sus hermanos le rodeaban, observando el nido con la misma atención con la que él lo vigilaba. Uno de los huevos volvió a moverse.
—¿Va a nacer? ¿Ahora? —preguntó Sam.
La cáscara se quebró y la cabeza de un pequeño pájaro asomó repentinamente, abriendo mucho la boca.
—¿Y su mamá? —inquirió el pequeño.
Jack abrió la palma de su mano, mostrando el ave muerta. Elevó la vista hacia el cuervo, que seguía vigilando desde una rama más alta.
—No sobrevivirán sin su madre —sentenció Billy.
—Claro que sí —protestó Sam—. Si nosotros podemos, ellos también.
El pequeño tomó los tres huevos en sus diminutas manos, cerrándolas sobre ellos intentando darles calor, pero poniendo mucho cuidado en no aplastarlos.
—No se mueven.
—Guárdalos en el bolsillo de tu camisa —sugirió Jane—. Les tranquilizará escuchar el latido de tu corazón y les darás el calor de tu cuerpo.
—¿Vivirán? —preguntó Sam.
—No lo sé —respondió Jack—. Volved a dormir. Aún es demasiado temprano.
—De eso nada. Ya ha salido el sol y hay mucho que hacer.
Lo había olvidado. Era lunes otra vez. Y como cada lunes, debía coger su bicicleta y acercarse al pueblo. Notó cómo un nudo se tensaba en su estómago y miró hacia otro lado, intentando evitar el escrutinio de sus hermanos. Aunque en el fondo sabía perfectamente que era inútil. Ellos podían leer en su interior como un libro abierto.
Capítulo 2
Nuestra historia
Jack cerró la puerta que separaba su habitación de la de Billy y corrió las cortinas, sumiéndola en la penumbra, como si con ello pudiese retrasar el comienzo del día y también sus obligaciones. Dio un par de vueltas por la habitación, inquieto como un pájaro enjaulado. Su cama estaba intacta. ¿Dónde había pasado la noche? ¿Qué había ocurrido?
Encendió una cerilla y la arrimó al candil que descansaba sobre su escritorio hasta prender la mecha. Se llevó la mano al llavero y buscó entre aquel revoltijo de llaves una muy pequeña, y con ella abrió el cajón de su escritorio, sacando de dentro un cuaderno forrado de tela sobre la que Jane había bordado una imagen de la casa bajo el título «Nuestra historia». El cuaderno se mantenía sujeto con una cinta de hilos trenzados de colores que se cerraba sobre una pequeña talla de madera de un pájaro, que era obra de Billy. Jack acarició el cuaderno. Allí atesoraba sus recuerdos. Su mente delicada podía jugarle malas pasadas y cada recuerdo era como un precioso tesoro susceptible de ser sustraído en cualquier momento, pero al menos tenía el cuaderno. Nadie podía robarle lo que quedaba escrito entre esas páginas.
Abrió la tapa para descubrir un dibujo. Jane, Billy, Sam y Rose, su madre, en la cubierta de un barco. La hoja siguiente recogía el esbozo del skyline de Nueva York. Pasó las hojas, deteniendo sus ojos en cada dibujo. Pequeñas escenas y detalles de su travesía. Sam dormido en el regazo de Jane en el trayecto de tren. Y finalmente un dibujo de la familia aguardando frente a la verja de la casa Marrowbone. A partir de ahí, empezaba una narración. Escrita con la elegante y sobria caligrafía de Jack.
Llegamos desde muy lejos. Superando muchas dificultades. Pero por fin encontramos un lugar donde podíamos estar a salvo. Juntos. Al otro lado del océano. Mamá había depositado todas sus esperanzas en la casa en la que se había criado, que parecía haber estado esperándonos, congelada en el tiempo, más de treinta años.
Estábamos empapados. Había llovido durante nuestra caminata desde el pueblo y nuestros abrigos desprendían el hedor característico de la lana mojada. Al abrir la puerta todo estaba oscuro. Remolinos de polvo se formaron en la franja de luz que se colaba a través de la puerta. Soltamos las maletas en el porche con estruendo. Al fin podíamos liberarnos de aquella carga, pero aún llevábamos encima el peso de demasiados años de angustia.
Mamá fue la primera en entrar, inspeccionando el lamentable estado de aquel caserón. El papel pintado se desprendía de las paredes y por algunos rincones se colaban pequeños regueros de agua, como si la propia casa estuviese llorando. Llevábamos semanas fantaseando con nuestro nuevo hogar en Estados Unidos, pero aquel lugar no tenía nada que ver con la idílica granja en el campo que mamá nos había descrito. Y el frío y la lluvia no eran tan distintos de los que habíamos dejado atrás en nuestra Inglaterra natal. Mamá parecía desolada. Había ahorrado todas sus fuerzas para aquel largo viaje, pero ahora, al llegar al destino, parecía que el cansancio y su enfermedad podían acabar con ella en cualquier momento.
—No es como lo recordaba —dijo mamá, con un hilo de voz, sin disimular su decepción.
Echó a caminar escaleras arriba mientras Billy tosió y se frotó las manos, intentando devolver la circulación a sus dedos entumecidos tras horas cargando con aquellas maletas tan pesadas. Jane abrió las ventanas, dejando que entrase el aire fresco y me miró, muy seria. Sam soltó su mano y se apresuró a seguir a mamá por las escaleras, pero se detuvo en seco en el tercer escalón.
—¡Hay alguien ahí!
Todos corrimos hacia Sam, alertados. El miedo de todo lo que habíamos vivido estaba aún muy presente. Por un instante llegamos a creer que aquello de lo que veníamos huyendo podría haberse adelantado, esperándonos allí, conocedor de nuestro plan de huida. Miré en la dirección en la que señalaba Sam. Un enorme espejo presidía el rellano de la escalera que conducía a la planta principal. Y allí, reflejada, una sombra siniestra parecía esconderse en la penumbra de la planta superior. Mi corazón se aceleró por un instante, sujetando con fuerza a Sam mientras mis ojos se acostumbraban a la oscuridad. Entonces mamá descorrió las cortinas del piso superior y pudimos ver que la amenazante silueta que reflejaba el espejo no era más que un abrigo y un sombrero abandonados sobre un viejo perchero. Respiré, aliviado.
—No te preocupes, Sam. Aquí no hay nadie.
La pátina desgastada del espejo devolvió la imagen de mamá y Sam salió corriendo a su encuentro, pero ella levantó su mano, deteniéndole.
—No es un paso que deba darse a la ligera.
Todos la miramos, desconcertados. Y entonces ella dibujó una raya en la capa de polvo que cubría el suelo del distribuidor de la primera planta.
—A partir de ahora ya no seremos los Fairbairn. Llevaremos el apellido de esta casa. Marrowbone. Una vez que crucéis esa raya, no habrá recuerdos. Nuestra historia empieza aquí.
—Él nunca nos encontrará aquí, ¿verdad, mami? —le respondió Sam.
Por un instante pensé que mamá se iba a derrumbar. Era poco más que un saco de huesos envuelto en un abrigo. Su piel era fina como papel de fumar y no tenía color. Cada respiración iba acompañada del murmullo extraño de su pecho enfermo. La peluca que llevaba para disimular su enfermedad se había desplazado ligeramente, haciendo evidente el engaño. Daba mucha pena mirarla, pero ella, en cambio, sacó fuerzas para animar a Sam.
—¿Quién? —dijo mientras Sam la miraba confundido—. ¿Sabes qué ocurre? Que he cruzado esa raya... Debo de haber olvidado ya.
Billy clavó la mirada en ella con el ceño fruncido. Le molestaba aquella manera que tenía su madre de hacer como si los problemas no existiesen. Pero el hechizo pareció funcionar con Sam, que saltó sobre la línea con energía, volviéndose hacia nosotros con una sonrisa. Jane cerró los ojos y cruzó la línea. Billy hizo lo mismo con desgana, dejando ver a todos que aquella ceremonia le parecía ridícula. Yo miré la línea y formulé un deseo en silencio mientras la cruzaba.
Por su parte, Jane se acercó a la ventana y contempló el jardín trasero. El huerto estaba en un estado lamentable, devorado por la maleza y las malas hierbas.
—¿En qué piensas, Jane? —le preguntó mamá.
Noté que Jane tenía dificultad para encontrar palabras animosas. Así que me lancé en su ayuda.
—Está imaginando su huerto y todo lo que va a cultivar. Y lo bonito que estará en primavera.
Jane me miró y sonrió. Y en ese momento un brillante rayo de luz se coló por las ventanas, cayendo justo encima de la línea dibujada en el suelo. Mamá tendió la mano a Sam, invitándolo a seguirla con una tímida sonrisa.
—Ven. Mira.
Mamá abrió la puerta de un salón. Era una habitación enorme decorada con robustos muebles de madera noble. La estancia era cálida y acogedora, y más grande que todas las habitaciones de nuestra casa en Inglaterra unidas. Afuera había dejado de llover y las nubes se habían abierto, dejando un claro en el que se empezaba a formar un débil arcoíris.
—¿Lo veis? Ya viene el sol.
Reconfortados, Billy, Jane y Sam se agruparon alrededor de mamá. Sam tomó la mano de Billy y su duro rostro se iluminó con una sonrisa de esperanza. Queríamos creer que estábamos a salvo. Que nosotros también podíamos ser felices. El invierno daría paso a la primavera y la oscuridad que dejábamos atrás se desvanecería con la luz de nuevos días radiantes.
Y aún no lo sabíamos, pero estábamos a punto de entablar una amistad que cambiaría nuestras vidas para siempre.
—Allie… —musitó Jack, sin poder evitar que una sonrisa se dibujase en su rostro.
Cerró el cuaderno, reconfortado, y corrió las cortinas. El sol brillaba en medio de un cielo radiante. Billy estaba encaramado sobre el tejado, entretenido tallando un bloque de madera con su navaja. Jane atendía el huerto y Sam correteaba alrededor, jugando.
«Tranquilo, Jack. Todo irá bien. No estás solo», pensó para sus adentros. Respiró profundamente y, armado de valor, salió de la habitación.