Sin red

Sebastián Fest

Fragmento

PRÓLOGO

“Eh, felicitaciones, es increíble lo que hiciste.” Tal vez no fue mi frase más ingeniosa ni cálida, seguramente podría haber dicho algo más sustancioso aquel 14 de septiembre de 2010. Pero era la una y media de la madrugada, yo estaba en la fila media de asientos de una camioneta blanca en un oscuro estacionamiento de Queens, y la emoción y la tensión de las últimas horas golpeaban no solo en mi cuerpo: también habían hecho mella en mi agilidad mental. Tan poca luz había en ese estacionamiento al aire libre en la noche cerrada del final del verano neoyorquino, que de no haber subido a la camioneta junto a él, sencillamente no habría sabido con quién hablaba. Casi no podía distinguir su rostro en esa fila contigua.

Pese a que llevo veinte años cubriendo grandes eventos, esos detalles del deporte de alta competición no dejan de estremecerme: en el momento del triunfo (o de la derrota) hay mucha luz, incluso demasiada, hay miles de espectadores y decenas, cientos o miles de millones de televidentes. Todos pendientes de la estrella. Pero antes o después esa estrella se queda sola y a oscuras. Y así estaba él, prácticamente solo. Y a oscuras, sin dudas.

“Gracias, gracias”, fue la respuesta que deslizó entre el hueco del apoyacabezas que oficiaba de frontera entre ambos y nos permitía mantener cierta distancia.

Así fue que optamos entonces por el silencio, cada uno intentando ordenar su particular torbellino de las últimas horas —incomparable el suyo, meramente periodístico el mío—, respetuoso yo además de un joven que venía de cuatro horas de batalla sobre el cemento, de una extensa rueda de prensa y varias entrevistas con los periodistas acreditados en el torneo. Una intensa jornada laboral de casi diez horas. Eso, y la barrera que siempre me impongo: la de una cercanía distante con los protagonistas. Una actitud coherente con la filosofía del medio para el que trabajaba por entonces, una agencia internacional de noticias.

En ese minuto escaso que pasamos solos en la camioneta, yo era un privilegiado, la envidia de casi cualquiera: estaba a solas con Rafael Nadal, el hombre que acababa de conquistar el US Open, el número uno que podía ya decir que había alzado los trofeos de los cuatro grandes, el joven que era leyenda al nivel de Fred Perry, Rod Laver, Donald Budge, Roy Emerson, Andre Agassi y Roger Federer.

¿Qué hacía yo ahí con Nadal? La camioneta era el escenario de su última entrevista de aquella noche, un sitio tan inusual como ideal, porque mientras cruzábamos la autopista vacía rumbo a una calma Manhattan, ya muy locuaces y reenergizados ambos, Nadal me dio una de las mejores entrevistas que le haya hecho. Para una buena entrevista se necesita un buen entrevistador, pero también un entrevistado predispuesto, y Nadal fue la contraparte ideal aquella noche. Tanto, que neutralizó el obstáculo que seguía representando aquel apoyacabezas, por cuyo costado yo había colado mi grabadora.

“¿Quieres que te la tenga? Así será más cómodo.” Y durante los siguientes veinte minutos, con la camioneta blanca cortando la oscuridad de la noche, el que ya era uno de los más grandes tenistas de todos los tiempos mantuvo la grabadora alzada junto a su boca.

Mientras hablábamos de raquetas de madera, del miedo que le da el mar cuando no ve el fondo o de si es posible “odiar” al tenis, un séquito nada habitual en una entrevista escuchaba en absoluto silencio: su padre, su novia, su agente, su jefe de prensa, su hombre en Nike y su fisioterapeuta.

En el final, terminamos hablando de fútbol. Al fin y al cabo, dos meses antes Nadal y yo habíamos estado en el estadio Soccer City —él como aficionado, yo trabajando—, aquel donde España se consagró campeona mundial de fútbol por primera vez en su historia. Al fin y al cabo, Argentina, mi país, había goleado sorprendentemente días antes a España 4-1 en un amistoso en Buenos Aires.

“Campeones mundiales de los amistosos”, me chicaneó Nadal entre risas. No era una mala definición, sobre todo viniendo de un hombre que sabe tanto de fútbol. Dos minutos después los Nadal me dejaron en la esquina de la Segunda Avenida y la Calle 50, a metros de mi hotel.

“¿Tendrías problema en cambiarte de mesa así podemos unir esta a la de al lado y sentarnos todos juntos?” A cualquiera que te pida algo tan sencillo y con tanta amabilidad se le dice que sí. Ni hablar si se trata de un Roger Federer feliz tras cumplir uno de sus sueños.

Era el lunes 8 de junio de 2009, un día después de que el suizo conquistara Roland Garros, ese torneo que tantas veces lo había maltratado. Por fin había ganado los cuatro grandes, como Perry, Laver, Budge, Emerson y Agassi. Y como haría Nadal quince meses después.

Al día siguiente de aquel domingo de gloria, Federer tuvo un encuentro con un amplio grupo de periodistas que quería saber más, que preguntaba por detalles de la final, por la noche de festejos, por el futuro. Tras hablar con la prensa escrita, el suizo se sumergió en una serie de entrevistas con la televisión. Aproveché para instalarme a escribir en una mesa del bar del hotel, la única libre junto a un enchufe en ese momento, detalle vital ante computadoras que podían quedar sin batería en el momento menos oportuno. En la mesa de al lado estaban Mirka Vavrinec, que dos meses antes se había casado con Federer, y la ex jugadora Mary Joe Fernández, esposa de Tony Godsick, agente del suizo.

Un rato más tarde yo seguía enfrascado en el texto cuando alguien me llamó amablemente la atención. Era Federer, que podría haber mandado a su agente, a un asistente o derivar el asunto a los camareros del bar. La gran mayoría de las estrellas haría eso, pero en uno de sus momentos de mayor gloria vino él a pedirlo. Directa, educada y muy naturalmente.

En todos estos años pude entrevistar en varias ocasiones tanto a Nadal como a Federer, ya fuera a solas o junto con un par de colegas, pero esos momentos casuales y fugaces en la camioneta o en el bar ayudan también a entender mejor cómo funcionan el juego y las mentes del dúo que marcó a fuego la historia del tenis.

Hablé con ambos en todo tipo de situaciones. Lo hice con Federer durante una larga caminata en un túnel del estadio Qizhong en Shanghái, en el asiento trasero de un Mercedes-Benz mientras serpenteábamos por las interminables cuestas y callecitas estrechas de Lisboa o en los jardines y la sala de televisión del Aviation Club de Dubái. También en el lujoso hotel Pershing Hall de París o a metros del court central de Wimbledon, ese escenario que marcó la carrera del suizo.

Persiguiendo a Nadal también recorrí medio mundo: la conversación neoyorquina en la camioneta fue solo una escala de un recorrido que incluyó un primer encuentro en una habitación completamente vacía, blanca y con olor a pintura fresca en Atenas 2004 junto con su mentor, Carlos Moyá. Aquel Nadal de los inicios aún miraba al suelo, aplastado por su timidez. Pero Nadal ya era otro al encontrarnos en la cafetería del Aviation Club de Dubái, en una tarde de marzo de 2008 en la que armó en medio minuto y sin dudar su equipo ideal de futbolistas del momento. Demostró saber mucho, porque tras ubicar a Robinho en la p

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