Amor perruno

Clive D.L. Wynne

Fragmento

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Introducción

Hace poco, me tomé unas vacaciones de mi país de adopción, Estados Unidos, y fui a visitar mi Inglaterra natal. Era la última hora de la tarde de un día de invierno. El sol ya había acabado su breve jornada y allí estaba yo, bajando las escaleras de una estación de tren de las afueras de Londres, junto con otros miles de personas que regresaban a casa tras un día de trabajo.

Es posible que las estaciones victorianas como aquella tuvieran un aspecto grandioso cuando las construyeron —de hecho, algunas lo conservan, especialmente en los días luminosos del verano— pero al final de un día frío y húmedo como aquel, con sus paredes de ladrillo oscuro iluminadas por temblorosos neones y con el mal humor añadido de los cansados viajeros, lo que era un marco fastuoso se convertía en otro distinto y deprimente.

Y por si el escenario no resultaba lo bastante tenebroso de por sí, de repente resonaron los furiosos ladridos de un perro. Al final de la escalinata, justo detrás de las barreras que cerraban el paso a todo aquel que no llevaba billete, una chica, casi una niña, sujetaba con todas sus fuerzas el extremo de una correa. Del otro tiraba enérgicamente un perro pequeño pero de lo más vigoroso, un terrier, creo recordar, que estaba montando un escándalo considerable.

Mi primera reacción inconsciente fue de irritación. A la deprimente estación solo le faltaba una molesta banda sonora canina. Sin embargo, cuando estuve más cerca y comprendí lo contento que estaba el perro, no pude evitar una sonrisa. Saltaba a la vista que el animal acababa de reconocer a alguien entre el gentío.

A medida que aquella persona fue acercándose, los ladridos impacientes del perro cambiaron de tono y se convirtieron en una especie de aullido alegre mientras arañaba con las patas el suelo, en un intento de reunirse con su compañero humano. Cuando el hombre cruzó la barrera, el perro saltó a sus brazos y le cubrió la cara de lametazos.

Yo me hallaba unos pocos metros por detrás y pude oír claramente al hombre susurrar al animal: «Tranquilo, tranquilo, ya estoy aquí». Me di la vuelta y vi como una multitud de rostros reflejaban mi misma respuesta emocional: primero, irritación ante una molestia añadida tras un fatigoso día de trabajo; luego, una simpatía involuntaria frente al amor que aquel animal manifestaba hacia su dueño. La multitud se llenó de sonrisas. Aquí y allá sonaron risas contenidas. Los que viajaban acompañados intercambiaron un gesto o unas palabras, y la mayoría de los que iban solos se guardaron su alegría, pero sus andares siguieron reflejando el inesperado placer que acababan de experimentar en el camino de vuelta a casa.

Mientras contemplaba la feliz escena, mis recuerdos me llevaron treinta años atrás, a uno de mis primeros viajes de regreso al Reino Unido tras haber abandonado sus costas. En aquella época, el perro de mi familia, Benji, todavía vivía. Mi madre cogió el coche para recogerme en la estación de tren de la isla de Wight, donde yo había crecido, y sentó a Benji en el asiento del acompañante. Dado que en Gran Bretaña se conduce por la izquierda, la posición del conductor y del acompañante están invertidas con respecto a Estados Unidos. Eso significaba que para mis ojos, cansados por el vuelo y el cambio horario y acostumbrados a ver a los conductores en el puesto de Benji, quien conducía era mi perro y no mi madre. Estaba todavía confuso cuando el coche se detuvo junto a la acera, abrí la puerta y me encontré con el arranque de alegría de Benji. Nada más verme, nuestro perro enloqueció de placer, igual que haría ese terrier en la estación de tren muchos años después. Yo experimenté la misma emoción, pero me esforcé por mantener los sentimientos bajo control.

A primera vista, Benji no parecía nada del otro mundo. Solo era un chucho callejero pequeño, de color negro y canela. Pero para nosotros era muy especial. Las manchas marrones de sus cejas hacían que tuviera unos ojos particularmente expresivos, sobre todo cuando denotaba sorpresa. Disfrutábamos gastándole bromas y él admitía todas nuestras travesuras con buen humor. Alzaba las orejas para manifestar curiosidad. Con el rabo expresaba alegría o confianza y mostraba su afecto a base de lametones (su lengua parecía papel de lija y solía provocar las protestas, mías o de mis hermanos, aunque en el fondo nos encantaban sus atenciones).

Benji, el perro de mi infancia, a comienzo de los años ochenta.

Benji, mis hermanos y yo crecimos juntos en la década de los setenta en la isla de Wight. Siempre que mi hermano pequeño y yo volvíamos del colegio, nos tirábamos en el sofá y entonces oíamos y veíamos a nuestro perro entrar corriendo desde el jardín trasero y saltar encima de nosotros desde varios metros de distancia. Nos azotaba con el rabo y nos cubría de besos mientras todo él se retorcía de alegría por el simple hecho de estar juntos los tres. Para nosotros era indiscutible que nos quería, o al menos eso nos parecía entonces.

Los años pasaron. La breve existencia de Benji llegó a su fin. Yo me dediqué a la vida errante, pero los recuerdos del perro de mi infancia perduraron, así como la fascinación que despertaban en mí las mentes de otras especies distintas a la nuestra.

Con el tiempo, me fui orientando hacia la vida académica y me dediqué a estudiar el modo en que distintos tipos de animales adquieren conocimiento y razonan acerca del mundo que los rodea. Deseaba saber cómo y en qué sentido difieren las mentes de los animales de las nuestras, hasta qué punto la habilidad para pensar, razonar y comunicarnos es exclusivamente nuestra y en qué medida la compartimos con otras especies de este planeta. A mucha gente le intriga saber si existen mentes inteligentes en el universo. Lo que yo quería saber era cómo funcionan las mentes distintas a la nuestra que viven en la tierra.

En mi condición de profesor de psicología animal, mis investigaciones se centraron inicialmente en los residentes más habituales de los laboratorios que yo solía frecuentar: ratones y palomas. Pasé una década en Australia, donde pude estudiar distintos marsupiales, a cual más fascinante, a los que nadie había prestado atención hasta ese momento. Fue una época enriquecedora, llena de desafíos intelectuales y descubrimientos fascinantes. Y sin embargo, no estaba satisfecho del todo.

Al poco, me di cuenta de que no me interesaba el comportamiento animal como hecho aislado, que lo que más me atraía era la relación que se establecía entre los seres humanos y los animales. Y, de entre todas las especies que habitan el planeta, ninguna es capaz de establecer con nosotros un vínculo más estrecho que los perros. Con la perspectiva de los años, me avergüenza reconocer lo mucho que tardé en darme cuenta de que necesitaba dedicarme al estudio de los perros.

El comportamiento de los perros es increíblemente variado. Los hay capaces de detectar con el olfato desde estupefacientes hasta enfermedades como el cáncer, los hay que saben consolar a las víctimas de estrés postraumático y otros que ayudan a personas ciegas a cruzar las transitadas calles de nuestras ciudades.

El lazo entre humanos y perros se remonta muy atrás en el tiempo, tanto que no existe otro animal con el cual el hombre haya tenido una relación más larga y profunda. Hombr

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