¡Milagro! Se ha muerto mamá (Marqués de Sotoancho)

Alfonso Ussía

Fragmento

Creditos

1.ª edición: junio, 2014

© 2014 by Alfonso Ussia

© Ediciones B, S. A., 2014

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

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Depósito Legal: B 11614-2014

ISBN DIGITAL: 978-84-9019-804-9

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Contenido

Contenido

Portadilla

Créditos

 

Preámbulo

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

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Preámbulo

Un bando rosa de flamencos rumbo a la albariza de los juncos. Mayo rabioso. Han estallado las buganvillas y se adivina el tímido azul primero de los jacarandas. Mamá adelanta su ginebra vespertina y liba de la copa como si fuera una abeja del Sahara que se topa de golpe con un macizo de azaleas. En el templete de la Recoleta de los Magnolios sopla la brisa fresca del atardecielo. Otro mayo que se despide con engaños térmicos. Por cada trago de ginebra, el buche de mi madre se ancha y estrecha al modo de los pelícanos. Mira al cielo mientras yo vigilo las labores de Pepillo, el jardinero, que anda obsesionado con las lantanas.

—Mal año para las lantanas, señor marqués. Nacen sin vocación.

María, la doncella y ponebaños de Mamá, atiende de lejos sus gestos y movimientos. Aventura una orden de traslado. A mi madre lo del jardín le cansa pronto, y gusta de tomarse la segunda copa en el salón. En efecto, mira hacia María y alza levemente la mano. Pero se detiene. Le asalta un estornudo. Cosas de la temperatura. El ruido de su explosión nasal asusta y mueve al vuelo a un petirrojo. Mamá, como agotada del esfuerzo de estornudar, resigna su mano y baja la cabeza.

—Mal año para las lantanas, señor marqués, con estos amarillos tan indecisos.

—Les falta sol, Pepillo. Ya romperán.

María se ha acercado a Mamá, que persiste en su meditación. Toca suavemente su hombro derecho. La copa de ginebra descansa sobre la mesa del templete en espera de una renovación de elixir y hielo. Pepillo, que es muy pesado e intenso, en lo suyo.

—Con todo mi respeto, ni sol ni luna. Este año las lantanas están de tonterías.

María principia un amago de llanto. En casa, ya se sabe, está prohibido llorar por ser costumbre de pobres y de folclóricas. Tiene los ojos abrumados, de chispeo. Me habla.

—La señora marquesa viuda se ha desmayado, señor.

—Como las lantanas —tercia Pepillo.

No se equivoca María. Mamá no responde, y al alzar su cabeza, ésta se derrumba, nuca al sur, hacia el respaldo de su asiento. Marsa, mi mujer, que lee bajo un magnolio, responde a mi alarido.

—¿Sucede algo, amor?

Se incorpora y acude. Me ve sobre mi madre, intentando reanimarla. No le hago el boca a boca porque no se besa a una madre, y además, sinceramente, me da algo de asquito. Marsa lo intuye.

—Creo que no se puede hacer nada, mi amor. Hay que avisar a don Crispín.

Aquí la tengo. No respira ni me topo con sus pulsaciones. Don Crispín llega —ignoro cuántos minutos han pasado— e intenta recuperar su mirada. Pero Mamá mira en blanco, párpados arriba. Don Crispín reza y la bendice. Le está administrando la extremaunción. Marsa me abraza por la espalda.

—Está muerta, mi amor.

—Está triste y nada más, como las lantanas —concluye Pepillo.

—Hay que llamar al médico, Cristián —me dice don Crispín—. No va a hacer nada, pero hay que llamarlo. Su madre ya no está.

A Mamá se le ha ido la vida en un estornudo, por las bocanas nasales. Noventa y seis años escapados en un santiamén moquero. En principio, nada siento. Tampoco siento lo contrario a nada. Mamá se ha muerto.

«Pero Mamá mira en blanco, párpados arriba.»

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