Mis mundiales

Inocencio F. Arias

Fragmento

cap-1

1950

Gol de Zarra a la pérfida Albión

País organizador: Brasil

Campeón: Uruguay

La clasificación final por puntos:

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NOTA: Con el sistema ideado por la FIFA quedaron cuatro equipos. Los primeros de cada grupo jugaron una liguilla final de la que salió el campeón. Fue el primer Mundial en la historia que se jugó sin una final propiamente dicha.

 

Yo recuerdo más claramente, de un modo mucho más vívido, el gol de Zarra del 2 de julio de 1950 en Río de Janeiro que la muerte de mi padre. Ambos ocurrieron con un año justo de diferencia. Casi todos los estadounidenses de un par de generaciones pueden narrar con precisión el lugar donde se encontraban en el momento en que les golpeó la noticia del asesinato del presidente Kennedy en noviembre de 1963. Su primera reacción, mezcla de pesar e incredulidad, fue algo similar a la de los aficionados españoles cuando en agosto del 49 brotó de la radio que Manolete fallecía en la plaza de Linares: «No puede ser, no puede ser…».

En mi memoria, no obstante, emerge con más fuerza el momento en que la voz de Matías Prats cruzó el Atlántico y cantó el gol de Zarra y la «gesta de nuestra selección» que lo de Kennedy y la desaparición de mi padre. Sería absurdo deducir que yo no quería a mi padre, lo quería y admiraba como cualquier niño de corta edad quiere y admira a su progenitor. En esa época, sin embargo, con nueve años recién cumplidos, mi madre y otros familiares se esforzaron en darme la triste noticia a dosis, lo que era complicado pero no imposible: vivíamos en un pueblo de Granada y mi padre murió en Madrid, así que era fácil decir «tu padre está malo», «no lo vais a ver en cierto tiempo», etc. Algo más tarde, cuando mis hermanos y yo nos percatamos de que nos tintaban toda la ropa de negro, de que mi madre no salía a la calle, y si lo hacía era a misa y casi cubierta con un velo, se hizo la luz y no fue agradable. Los meses que siguieron, con el traslado, además, a un internado, fueron bastante tristes.

El 2 de julio de 1950, sin embargo, ya en vacaciones de verano, fue una jornada totalmente jubilosa. España, la de Ramallets, Parra, los Gonzalvo, Puchades, Basora, Zarra, Panizo y Gaínza, vencía a la inventora del fútbol mundial, a la orgullosa Inglaterra. Puedo ver dónde estaba, con quién, cómo olía aquella tarde del pueblo de Huéscar, qué temperatura hacía, «oigo» el silencio que precedió al gol y recuerdo a quién abracé.

Viví el gol en directo por casualidad. La televisión era inexistente en nuestro país, todo se seguía por la radio y no sin dificultad. Por la noche el sonido viajaba mejor; sin embargo, a las horas diurnas no era infrecuente que una emisora «se fuese». Entonces era preciso volver a tratar de cazarla moviendo el dial, lo que normalmente conseguías después de varios intentos. La cadena se esfumaba por momentos y muy bien podías encontrarte con un sonido alto y claro de una emisora árabe o de Radio Andorra; pero no la tuya, que imagino sería Radio Nacional. Tener garantía de que ibas a poder vivir nítidamente el partido era vital. Un periodista valenciano, en su crónica escrita al día siguiente desde la capital del Turia, sentenciaba bromeando sólo a medias: «El valor relativo de las cosas. Si alguien durante la retransmisión hubiera querido comprarme nuestro aparato de radio, no se lo hubiéramos dado ni por medio millón. Hoy se lo damos a ustedes por cincuenta duros y se lo llevamos a casa».

Por eso mi amigo Bruno —éramos vecinos y de parecida edad— me propuso ir a casa de su tío Luis que, creo me dijo, tenía «una radio extranjera muy buena, muy grande, que se oía muy bien». Allá fuimos, inquietos, excitados —España ya le había ganado a Estados Unidos y Chile—, por la calle de las Campanas, doblamos en la tienda de la Imperial y de la de polos y chambis, antes de llegar a la plaza con su quiosco de música, donde los domingos la entonada banda tocaba pasodobles y El sitio de Zaragoza, pasamos por la fachada lateral de la imponente iglesia del pueblo con las lápidas de ochenta y cuatro personas asesinadas por el bando republicano en la Guerra Civil («a mis tíos les dieron el paseíllo», me había dicho con anterioridad sucintamente Bruno al señalarme con la cabeza los nombres de dos hermanos de su padre) y enfilamos rápidamente la peatonal calle San Francisco donde estaba la Escuela de Artes y Oficios en la que acabaría formándose alguno de nuestra peña.

La casa y la radio anheladas estaban ya cerquita. Las calles estaban desiertas, ningún coche —en el pueblo de nueve mil habitantes no habría más de una decena—, y sólo un par de labriegos que se recogían montados en sus borricas, uno con dos costales de trigo y otro con las aguaderas llenas de cáñamo, se cruzaron con nosotros.

La emisora, aunque nos dio algún sobresalto en momentos de acoso inglés, casi «no se fue» durante el partido, y lo saboreábamos con agobio. Los ingleses eran muy buenos, tenían en teoría los dos mejores extremos del mundo, el mítico Mathews, de unos treinta y cuatro años —aún llegaría al siguiente Mundial—, y el superdotado Finney, y podía pasar cualquier cosa funesta: que sorprendieran al cada vez más impecable Ramallets, que se lesionara o fundiera el esforzado Puchades —ambos llevaban poco tiempo en la selección; el valenciano había debutado el año anterior en Lisboa contra Portugal—, que el capitán «Piru» Gaínza, al que LÉquipe había llamado «Don Agustín I, el mejor extremo izquierdo del continente», no estuviera inspirado, o que Zarra tuviera excepcionalmente una mala tarde. Era mi ídolo.

Avanzado el encuentro, no sé a través de quién, pues las calles del pueblo continuaban vacías, sería alguna cría no interesada por el fútbol, mi «hermana» Encarnita, mi madre me mandó recado de que fuera a casa. Supongo que me tocaba merendar o tomar algún reconstituyente.

Yo estaba bastante esquelético y la autora de mis días que había perdido a lo largo de 1949 a su padre, a su hermana y a su marido, estaba obsesionada con que mi delgadez alarmante no era un simple alifafe, debía obedecer a tener la solitaria o algo parecido y que era preciso alimentarme: un bocadillo, un ponche de huevo…, lo que fuera. Recuerdo que me obligaba a tumbarme después de comer, alguien le había aconsejado que sin dormir y sin leer demasiado. No le hacía mucho caso en lo último: me tumbaba en el suelo, sobre una alfombra y con un cojín, en un extraño recodo del pasillo, presumo que destinado a colgar los abrigos y que debía de albergar la canasta de la ropa sucia, y me engullía varios tebeos de El guerrero del antifaz o de Roberto Alcázar y Pedrín. Eran tiempos en que los chavales no disfrutábamos de los videojuegos, de internet, de la televisión o del teléfono móvil, no porque España fuera un país atrasado, que lo era —España no recuperaría la renta per cápita de los años de la preguerra (1936) hasta 1952—, sino porque no existían ni eran remotamente concebibles. Como dice Luis Alberto de Cuenca, «longevas series de tebeos fueron pasto espiritual de varias g

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