Invasión de campo

Alejandro Requeijo

Fragmento

1. Declaración de principios

1

DECLARACIÓN DE PRINCIPIOS

El fútbol es una cosa muy seria, es un elemento de identidad, aunque la opción normalmente es trivial, tú eres del equipo de tus padres o de tus hermanos mayores, naces y te dicen «Tú eres de este equipo» y así te quedas para los restos. El fútbol sirve para odiarse sin hacerse daño, pero también para sentir que perteneces a un grupo. Tú te sientes unido a la gente de tu equipo con independencia de que sean ricos, pobres, guapos, feos, tontos o listos, si eres hincha de un equipo formas parte de un colectivo y cuando eres pequeño eso refuerza tu autoestima y te hace sentir acompañado. Eso no excluye que todos tengamos íntimos amigos del equipo rival.

ALMUDENA GRANDES,

escritora

Me gustan las invasiones de campo porque tienen un aroma a fútbol antiguo. Cada vez es más difícil verlas, ahora la seguridad de los estadios se encarga de acordonar el perímetro del césped para que nadie salte desde el graderío. Y si saltas, te multan o te llevas un palo. Pero una invasión de campo es una expresión de júbilo incapaz de contenerse, como una botella que se descorcha para dar el pistoletazo de salida a una fiesta. Es una imagen irremediablemente feliz. Una comunidad de personas con historias particulares, pero unidas por la adhesión a una causa que celebran en masa sobre el escenario mismo de la gesta. Permite pisar el césped al menos una vez, que te impregne de lleno ese olor a hierba que normalmente solo se percibe desde las primeras filas. La invasión de campo tiene algo de conquista, de reivindicación de un protagonismo que durante el juego queda relegado a la butaca. Con la invasión, el aficionado ocupa el lugar central de los focos. Una invasión es la consecuencia natural de un estado de ánimo, el demarraje incontrolable de una emoción contenida, no solo noventa minutos, sino meses, años, incluso décadas. Hay aficiones que penan largas temporadas de sufrimiento entre una alegría y la siguiente. La primera a veces es la única. Para que una invasión cuaje, es necesario que haya un pionero que asuma el riesgo de que su acción no vaya más allá del calabozo. Basta que uno ponga su pie sobre el verde para que la multitud interprete la señal y todo se desborde.

Ha habido invasiones históricas grabadas en la iconografía como aquella de la Tartan Army escocesa en 1977 en el estadio de Wembley. Entre ellos estaba un tal Rod Steward. Los goles de Gordon McQueen y Kenny Dalglish dieron la victoria a los caledonios, y la gente asaltó el tapete sagrado del templo inglés. Se llevaron hasta las porterías. En España, una de las últimas grandes invasiones fue la que protagonizaron los coruñeses cuando el Dépor conquistó la Liga, seis años después de la tragedia del penalti marrado por Djukic en la última jornada. Hoy esa imagen con miles de personas cubriendo el verde es casi imposible, en parte porque también tapan la publicidad en un momento de máxima audiencia televisiva. Ahora es más habitual la foto de los jugadores en pequeñas celebraciones privadas ante los ojos de todos, pero de espaldas a todos. Haciéndose selfis cada uno por su cuenta con sus parejas o jugando sobre el césped con sus hijos pequeños en lugar de girarse y celebrar con la grada y el resto de sus compañeros.

La invasión de campo tiene algo de rebeldía frente a todo eso. Diluye de golpe las barreras que impone el fútbol para igualar a los ídolos con sus aficionados, que les arrebatan las camisetas y los dejan en calzoncillos. Los reyes van desnudos. Pocos momentos son equiparables a los segundos previos a una invasión de campo. Es como si la victoria no quedase certificada hasta que el terreno de juego se llena de banderas como acta notarial de que lo que ha sucedido es real y nadie puede dar ya marcha atrás. Este no es un libro sobre fútbol. Al menos no sobre ese fútbol que muchos entienden como un tablero de hierba donde confrontar estrategias sin importar si juegas con blancas o con negras. Aquí los colores van a ser importantes. Este libro no reducirá el fútbol a un mero espectáculo ni discutirá entre sistemas ofensivos y defensivos. Lo que pasa en el césped es relevante, pero no tanto.

No consideraremos tampoco el fútbol como una mera opción de ocio de fin de semana. Es una religión laica a practicar de lunes a domingo y reconoce al aficionado de estadio como portador fundamental de un legado familiar, cultural, incluso estético. Se entiende como aficionado de estadio al que acude al campo a acompañar a su equipo sin tener en cuenta el rival, el frío o el calor. Va al estadio simplemente porque hay que ir. Porque forma parte de algo superior a él que trasciende edades y clases sociales. Se va porque se es parte de algo, y eso es una actitud como la de quien se consagra al rock and roll y a una vida en la carretera. El carnet de socio significa mucho más que un plástico que presentar en los tornos de entrada. El aficionado de estadio no ejerce en condición de cliente. No calienta la butaca sino la grada. No pedirá que le devuelvan el dinero de la entrada si no queda satisfecho con el juego de su equipo. Se cabrea si no le gusta lo que ve, claro. Pero vuelve la semana siguiente porque el fútbol, como la vida, siempre da revancha.

Vamos por la camiseta. Queremos que nuestro equipo gane, obvio. El gol, el abrazo del gol, sigue siendo el punto álgido de la liturgia, pero también se rendirá culto a la previa. Y al pospartido si se tercia. El aficionado de estadio quiere divertirse. Pero eso no dependerá necesariamente de que presencie una goleada o el balón se mueva muy rápido sobre el pasto. Aquí entretenerse o aburrirse son conceptos muy pequeños frente a identidad, pertenencia, compromiso, adhesión, comunidad. El aficionado de estadio que se reivindicará aquí no se pregunta qué pueden hacer por él los jugadores, sino qué puede hacer él por los once que están ahí abajo. Agitar una bandera. Recorrer kilómetros. Animar más. Hacer horas de cola. Quedarse tras el pitido final para rendir tributo al esfuerzo. El aficionado de estadio tiene su propio calendario. Viajes, planes y vacaciones están condicionados al partido de su equipo. El aficionado de estadio asume que tiene la capacidad, el derecho, de influir de forma directa en el resultado final. Por eso considera innegociable su presencia hasta el pitido final y después toda la semana. De ahí que los entrenadores pidan una olla a presión cuando se complica una eliminatoria en el partido de ida.

El aficionado de estadio se resiste a asumir el papel meramente decorativo que le concede el fútbol moderno, temeroso siempre de todo aquello que no puede homogeneizar, prever o anticipar en estudios de mercado. El aficionado tiene derecho a ser escuchado con voz propia. Debe tomar conciencia de clase dentro del circo de actores que hoy enturbian el ecosistema de este deporte. Sí, más bufandas y menos corbatas. El seguidor que asiste al estadio es libre por definición, su mirada no dependerá nunca del plano que elija un realizador de televisión. Cada grada tiene sus códigos, su idios

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