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El mundo entero sabía lo que pasaría en el partido
«The whole world knew what would happen in the match», me dijo Dan Austin, un amigo inglés, periodista deportivo, en un escueto intercambio de wasaps el 2 de junio de 2024, es decir, el día siguiente de que el Real Madrid ganara su decimoquinta Champions League en el augusto escenario del estadio londinense de Wembley.
Por supuesto, creo que exagera, pero no tengo la menor duda de que la frase representa fielmente lo que la mayoría de los no madridistas (antimadridistas incluidos) piensan sobre el equipo blanco, es decir, que no hay nada que pueda hacerse ante lo que consideran un destino favorable al Madrid escrito en las estrellas, o algo así. «El mundo entero sabía lo que pasaría en el partido», o sea, que el Madrid sufriría, porque sin sufrimiento el club no compulsa sus grandes triunfos, pero que acabaría arramblando con una nueva Copa de Europa, que después Militão volvería a pasar por el escáner en el control de maletas, en el aeropuerto, de vuelta a la capital de España. El Madrid no tiene por costumbre desplazarse para jugar una final de Champions y volver con las mismas piezas de equipaje con las que llegó. Acostumbra más bien a añadir un objeto plateado, de asas extensas y sobresalientes, en cuya superficie está grabado su nombre y en cuyo interior cabe un niño de dos años sin riesgo de tener que desatornillarlo después.
Soy consciente de esto último porque el trofeo —tras pasar por el escáner, volar rumbo a Madrid pasando de mano en mano en medio de la fiesta, ser presentado en la Almudena, el Gobierno de la Comunidad, el Ayuntamiento y finalmente ante las masas en la Cibeles y el Bernabéu— acabaría llegando, al día siguiente, al estudio de Real Madrid TV, donde no solamente todos nos hicimos nuestra correspondiente foto con la Orejona, sino donde nuestra compañera Cristina Gullón metió dentro de la Copa a su niño, que andaba por allí, para inmortalizarlo dentro. Si Obélix se cayó en la marmita donde el druida preparaba la poción mágica, aproximadamente a la misma edad que el hijo de Cristina, con los resultados conocidos, ¿qué gestas sin cuento no podrán esperarse de este ser humano cuando crezca?
Según mi amigo Dan, como trato de referir si logro dejar de divagar, el mundo entero sabía lo que iba a pasar. «¿El mundo entero sabía que Carvajal, ciudadano madrileño de un metro y setenta centímetros, se elevaría en un córner por encima de los más fieros gigantes alemanes para rematar a la red un córner botado por Kroos, justo cuando el Madrid empezaba a recuperarse de un pésimo primer tiempo donde las ocasiones habían sido del Dortmund, su aguerrido y rapidísimo rival?».
«You know what I mean», contestó Dan. Pero no, yo no sabía exactamente lo que quería decir. Si los no madridistas, e incluso los antis, saben perfectamente que el Madrid acabará ganando, pase lo que pase durante el partido, nos podrían contagiar algo de su proverbial seguridad en el cumplimiento de ese sino, dado que nosotros, quiérase o no, algo seguimos sufriendo durante los partidos, e incluso antes. Nosotros lo tenemos menos claro que ellos. Unas horas antes del pitido inicial, mi hermano, mi sobrino y yo andábamos por la fan zone madridista, situada junto al puente de Waterloo a orillas del Támesis, tomando cervezas, entonando canciones de amor y de guerra («¿Cómo no te voy a querer?» era la más coreada) y preguntándonos si lo estábamos pasando bien o no.
—La sensación es que lo estamos pasando bien —explicaba mi hermano—, pero puede ser engañosa, porque todos sabemos que en la memoria este de ahora mismo quedará como un buen rato solamente si dentro de unas horas levantamos la Copa. Si luego palmamos la final, resultará que este no será un buen rato. No será en absoluto recordado como tal. Este buen rato hay que homologarlo luego, retrospectivamente, si ganamos el partido. Si no lo hacemos, no será nunca un buen rato, aunque ahora creamos estar disfrutándolo, engañosamente.
—Entonces, ¿no podemos decir: «Qué bien lo estamos pasando»? —le pregunté a mi hermano, que es de quien aprendí el madridismo y a quien, por tanto, corresponde formular estas preguntas enjundiosas.
—No podemos. Es el futuro cercano lo que va a decidir la calidad de este momento. Si acaso, podríamos decir algo así como «Qué bien podemos estar pasándolo, posiblemente», o «A falta de conocer si luego batimos al Dortmund o no, esta de ahora tiene pinta de poder coronarse después en nuestra memoria, quizá, y con las debidas precauciones, como una previa gozosa».
He dicho que cantábamos «¿Cómo no te voy a querer?», canción sobre la cual me voy a permitir una disculpable digresión.
Cómo no te voy a querer.
Cómo no te voy a querer
si fuiste campeón de Europa
una y otra vez.
La canción ha experimentado una transformación a lo largo de los años. Nació —y lo hizo, supongo, porque alguien la inventó, aunque nadie que se sepa ha hecho valer sus derechos en la SGAE— en vísperas de la conquista de la Décima, de la que nos ocuparemos después en este libro. Por entonces decía así:
Cómo no te voy a querer.
Cómo no te voy a querer
si fuiste campeón de Europa
por novena vez.
Quedó desfasada, claro, por lo que la palabra «novena» fue sustituida por «décima». La cosa funcionó por poco tiempo, dado que el logro de la Decimoprimera o Undécima hizo trizas la métrica. Ya no encajaba. Lo de «una y otra vez», que se le ocurrió a alguien, fue una buena salida para poder seguir cantando la mejor de nuestras canciones sin arruinar el soniquete, y además no puede ser más fiel a la verdad, porque eso, ganarla una y otra vez, es lo que tiene a bien hacer el Real Madrid con frecuencia encomiable. Bien es cierto que sería más propio, por mor de dicha frecuencia, cantar «eres» en lugar de «fuiste».
Cómo no te voy a querer.
Cómo no te voy a querer
si ERES campeón de Europa
una y otra vez.
Y luego está la variante que propone mi hija, la cual he tratado de preconizar con éxito sorprendentemente escaso, pues me parece que reforzaría su carácter de soflama.
Cómo no te voy a querer.
Cómo no te voy a querer
si fuiste campeón de Europa
Y LO VAS A SER.
No cejamos de cantarla en la previa en la fan zone, a orillas del Támesis, en la que ahora sí que sí, a toro pasado, ya con la victoria en el bolsillo, puede calificarse como una previa muy bonita y disfrutable.
—¿Podemos decir ya que lo estamos pasando bien?
—No —insistía mi hermano—. Hay que esperar al resultado final. Pero, eso sí: qué bien es posible que finalmente lo estemos pasando.
En aquella fan zone madridista (donde solo a toro pasado, ya con la Champions a bordo, supimos que lo habíamos pasado bien) apareció también mi amigo Borja Sémper, el político, madridista confeso y convicto. Por mor de su fama, dudé un poco que me hiciera caso cuando sugerí que se nos uniera entre tanta multitud, bajo el puente de Waterloo. No volveré a dudar de él. Apareció por allí luciendo una camiseta blanca en cuya espalda, por si quedaba alguna duda de la jactancia, aparecía serigrafiado el apellido SÉMPER, por si alguien no le había reconocido aún, supongo. No hay que dudar jamás de un hombre en cuya infancia irundarra hay piedras por llevar esa misma zamarra, y en cuya adolescencia hay amenazas de muerte y escoltas por causas más potentes que el fútbol.
—Está muy bien esto, ¿no? —le decía Borja a mi hermano, lata de cerveza en mano, enardecido por los cánticos.
—Depende —le respondía este, crípticamente, sin que nadie le sacara de ahí.
La mejor crónica del partido se la leí a Barney Ronay en The Guardian. Su espíritu está impregnado del mismo fatum del que habla Dan: todo el mundo dice que sabía lo que iba a pasar, Ronay incluido. Se lo podían haber contado en la fan zone a mi hermano para que se relajara y gozara en presente de indicativo, en lugar de hacerlo en condicional compuesto.
Traduzco al excelente comentarista del rotativo inglés, presente aquella tarde en Wembley: «Quizá, para el ojo no entrenado, puede haber parecido que el equipo vestido de amarillo y negro había dominado. […] El Borussia Dortmund jugó con vigor y energía. Todo el ruido del estadio provenía de aquel muro amarillo portátil, mientras los seguidores del Madrid esperaban sentados, tranquilamente, a que la victoria tuviera lugar. Bienvenidos al primer acto, también llamado La parte en la que te hacen creer que les vas a ganar».
Es un párrafo magistral, si bien volvemos a lo mismo y tendré que manifestar alguna reticencia respecto a la aseveración según la cual nosotros, los aficionados del Madrid, nos limitábamos a esperar sentados a que la victoria tuviera lugar. Definitivamente, y aunque a nuestros jugadores les sobra, a los aficionados blancos nos vendría bien una transfusión de fe por parte de quienes no comulgan con nuestra religión. De haber sido así, de habernos limitado a esperar sentados que llegara el triunfo, plenos de confianza y al parecer silbando para nuestros adentros una melodía de Gilbert O’Sullivan, ni mi hermano ni mis sobrinos ni yo nos habríamos dejado la voz tratando de ofrecer alguna resistencia sonora al muro de hinchas alemanes al que aludía Ronay. Qué manera de animar la de esa gente. No he visto nada igual. Tampoco he visto muchos rivales tan dignos y admirables como este Dortmund.
Cuando llega al momento decisivo de la final, aquel donde se dobla el tiempo y toman sentido todas las cervezas de la fan zone que ya palidecían en las fotos, Ronay afina más aún su prosa irónica. Cuando la ironía amable se da la mano con la épica, tiene lugar un estremecimiento muy particular entre las líneas, como el que se da en general cuando hay una disonancia creativa entre fondo y forma. «Cuando llegó el momento, lo hizo con una suerte de calma aparejada, y también con un sentido de reconocimiento, como un puzle que se resuelve. Ah, bien. Es ahora, es así. Dani Carvajal mide 1,70. Cuando Toni Kroos lanzó el córner desde el lado izquierdo, a Carvajal lo marcaba Niclas Füllkrug, que mide 1,91».
No hacía falta que Dani Carvajal marcase ese gol antológico, con aquel cabezazo para la historia, para que certificara la mejor temporada de su vida. Desde que Carvajal dejó el gluten yo como más gluten que nunca, pero nunca con mayor arrepentimiento. Qué manera de jugar, qué manera de porfiar aquí y allá, qué manera de convertirse en un centrocampista más, o en delantero centro cuando las circunstancias lo demandan, desde el día en que introdujo esa restricción en su dieta.
Tampoco hacía falta que marcase ese gol para sellar su condición indiscutible, y creo que indiscutida, de mejor lateral derecho de la historia del Real Madrid. Con la de Wembley son seis Champions en el momento en que escribo esto (quién sabe si no serán más para el momento en que el lector se haga carne ante estas páginas), y ese palmarés habla por sí solo, así como su importancia en el logro de ese palmarés, desde Lisboa hasta Londres pasando por tantos partidos anteriores a esas finales. Con esas seis Champions —honor en el cual le acompañaron sus amigos Kroos, Modrić y Nacho—, empataba Dani con un tal Paco Gento, superando todos ellos (don Paco, Dani, Luka, Toni y Nacho) en palmarés europeo a muchísimos clubes, paguen estos al vicepresidente de los árbitros de su país o se abstengan de hacerlo.
Luego redondearía el marcador un insuperable Vinícius, pero hay justicia poética en el hecho de que la final se abriera al Madrid merced al gol de un lateral derecho. No hay posición más impopular y abnegada en el mundo del fútbol. Los laterales del otro lado tienen mayor predicamento, dignificada como está la posición por un ramillete de peloteros legendarios, entre ellos dos madridistas (Roberto Carlos y Marcelo) o el milanista más guapo que jamás desfiló en el catwalk, Paolo Maldini. La defensa de la banda derecha, en cambio, es un punto ciego en el ojo del espectador que, salvo casos de máxima erudición, apenas es capaz de citar a Cafú como un exponente de excelencia en el puesto. Yo mismo he jugado como lateral derecho, con eso está dicho absolutamente todo.
También hay justicia poética en que fuera no cualquier lateral derecho, sino precisamente Carvajal, quien se adelantara a sus titánicos marcadores para rematar a gol, adjudicándose el punto de inflexión de la final y el MVP de esta por el mismo precio. El valor simbólico del jugador madrileño queda más allá de toda duda. Cuando era un niño, puso la primera piedra de la Ciudad Deportiva de Valdebebas junto a don Alfredo Di Stéfano, ni más ni menos. Por entonces era un crío más dentro de las divisiones inferiores del club, uno más de cuantos están destinados, en su gran mayoría, a no llegar a jugar en el Madrid, es más, a no ser ni siquiera profesionales. Fuera por la bendición que posiblemente acompañe al mero hecho de ir de la mano del primer presidente de honor de la historia del Real Madrid, o fuera por las razones que fuesen, aquel niño estaba sin embargo destinado a una carrera grande. Muy grande.
Escribe sobre esto Antonio Valderrama en La Galerna: «De entre todos los niños que hace veinte años jugaban en la cantera del Madrid, el club eligió a uno de Leganés, Daniel Carvajal Ramos, para que acompañara a Alfredo Di Stéfano en la ceremonia de la colocación de la primera piedra de la nueva ciudad deportiva en Valdebebas. Nadie lo podía saber entonces, pero el futbolista más grande de todos los que han vestido la camiseta blanca llevaba de la mano a un niño que lo superaría en Copas de Europa. El gran patriarca conduce al rey del mañana, le cede el testigo, le pasa la antorcha de los constructores de mundos. Cuando la historia sucede ante nuestros ojos, casi nunca somos capaces de darnos cuenta».
«¿Cuántas posibilidades había de que ocurriera algo así, de que esa fotografía fuese posible?», se pregunta Valderrama. Y él mismo se responde: «Las mismas de casi todo lo que logra el Madrid: prácticamente, ninguna. Y, sin embargo, como volvió a demostrar en Wembley el sábado por la noche, el Real Madrid Club de Fútbol es la posibilidad de lo imposible. El niño Carvajal, ahora adulto, veterano y capitán, se aupó en los hombros de todos los gigantes que lo han precedido y remató en el primer palo saltando por encima de un puñado de alemanes de dos metros. El Madrid es el sitio donde los niños todavía pueden volar, un territorio fuera del tiempo hecho de los sueños y del deseo de millones de criaturas».
«Tu equipo hace que los goles sucedan», suele decirme también mi amigo Dan, entre la admiración, la envidia y la perplejidad. Tiene razón. El Madrid juega muy bien muchas veces, pero es como si no lo necesitara. Juega bien como algo aparte, como un bonus ocasional, pero el ganar es la condición sine qua non. Dentro de esa premisa, jugar tan mal como lo hizo en el primer tiempo de Wembley, su primera final allí, no esconde ninguna tragedia, porque el Madrid no toma nota de que las cosas no le están saliendo. No llama por teléfono a ningún pariente para que se asuste junto a él, como hacemos los hipocondriacos. De manera no menos admirable, la vieja estrella mancuniana Rio Ferdinand, ahora convertido en pundit que no esconde sus simpatías por el equipo blanco, definió jovialmente al equipo merengue de la primera parte en Wembley como un equipo happy to suffer. El Madrid prefiere sobrevivir a vivir, al menos durante un rato de cada partido, y sí, está feliz de sufrir a veces, porque ganar de ese modo alimenta la leyenda, y la leyenda es más vulnerable si no se (re)alimenta.
Pero ¿qué estamos diciendo? Al fin y al cabo, el mundo entero sabía lo que pasaría en el partido, ¿verdad?, y cualquier reticencia para gozarlo a conciencia en la fan zone, despreocupadamente, no se puede catalogar más que de exceso de prudencia.
2
Joselu, héroe improbable
No comprendo la acepción despectiva de la palabra «cuñado». Descuento que quien la alumbró tuvo una hermana casada con un completo cretino, o bien que su cónyuge tenía a su vez un hermano con pocas luces y/o propenso al bocachanclismo, que es lo que parece desprenderse de la acepción, no recogida, por cierto, en el diccionario de la RAE. Personalmente, he debido tener mucha suerte con mis cuñados, porque esta percepción se me antoja a una distancia de varios universos. Así que me resisto a llamar «cuñado» a los tontos o poco versados cuyo escaso bagaje cultural no les impide opinar sobre todo, que será básicamente el significado que desplegará la Academia cuando acoja la acepción. No, un imbécil es un imbécil, pero no necesariamente un cuñado. En todo caso, repare quien use el término que se trata de un parentesco biyectivo. Así, todo cuñado es a su vez el cuñado de su cuñado y, por tanto, quien abraza la desconsideración no deja de ser cuñado asimismo. Espinoso territorio.
La condición de madridista debería ser suficiente para desterrar el uso despectivo del término. Desde la temporada de la Quince, que es también la de la aplastante liga número treinta y seis del club, hay en la historia del club dos cuñados cuyo parentesco está escrito ya con tinta indeleble. Hablamos del protagonista principal del capítulo anterior y del protagonista principal de este. No se puede ser más cuñados de lo que son estos dos héroes, y no puede ser más imposible aplicar un barniz peyorativo al asunto. Carvajal está casado con la hermana de la mujer de Joselu, pero es que Joselu también está casado con la hermana de la mujer de Carvajal. ¡Están respectivamente casados con dos hermanas, gemelas además! Cuñadismo extremo, catarsis de cuñadismo, y sin embargo no hay mácula alguna en el cociente intelectual de ambos. No solo son dos jugadores ejemplares, cada uno a su estilo y con carreras dispares, sino que actúan siempre con tiento y se manifiestan públicamente de manera articulada. Refutación del cuñadismo a punta de cuñadismo, rematará un amante de las paradojas. Se ignora si hubieron de solicitar sendas dispensas papales (o una grupal) para rematar semejante exceso ante el altar (o los altares).
Nada de lo comentado en el capítulo anterior habría tenido lugar si en el partido de vuelta de la semifinal correspondiente, el día 9 de mayo de 2024, uno de los dos cuñados no hubiera allanado el camino del otro con dos goles cuando el Madrid estaba fuera. Es un detalle que debe ser agradecido en la próxima cena de Nochebuena llevando a la suegra (compartida en este caso) a casa al término de los turrones, cuando tan poco apetece agarrar el coche.
Joselu marcó los dos goles saliendo desde el banquillo. Son historia del Real Madrid con todos los marchamos de autenticidad posibles, y son código genético blanco como para volver loco a Mendel. Sería decisivo en toda una semifinal de Champions el tipo que para la edición de 2022 hizo el petate y se fue a ver jugar a su Madrid luciendo una camiseta con el dorsal de su cuñado. Esta historia se suele contar agregando la coletilla «como un aficionado más», pero es que no era otra cosa: un aficionado más, con un pasado como canterano madridista, que se busca la vida para procurarse una entrada y arrostra las incomodidades y las logísticas difíciles inherentes a toda final para ver jugar a su Madrid, que en su caso era el Madrid de su cuñado, pero que sobre todo era el equipo de sus sueños. El mero (¿mero?) hincha de la grada en 2022 se convertiría en forjador de glorias en 2024, sobre el césped. De admirador de héroes a héroe de pleno derecho. En todo gran éxito del equipo del Bernabéu hay protagonismo de algún madridista con pedigrí, entendido este como un aficionado de alcurnia. El madridismo no es exigible en los jugadores, solo la profesionalidad lo es. Pero el entender que nuestros héroes participan del mismo sentimiento por el escudo que el aficionado más pasional supone un indudable plus, un aditamento que brinda más sentido al cotarro. Eso sucede con Joselu, aunque a fuer de ser sinceros es uno de los encantos colectivos de este Madrid de la Catorce y la Quince. Son un ramillete de locos por el escudo que se funden en la corriente común, a veces literalmente, como cuando ganan y se adentran en la grada para ser besados, toqueteados, zarandeados por las huestes blancas en un júbilo que se queda a un paso de la inseguridad física. No sería la primera vez que el amor hace daño, y más el amor inoculado en las masas.
Son varias las subtramas literarias que en el año de la Decimoquinta trajo consigo el nuevo éxito europeo del Madrid. El equipo blanco gana tanto que ya está casi todo dicho en lo colectivo, restando solo glosar el poema épico de sus subconjuntos: el portero suplente (Lunin) que se convierte en héroe para terminar dejando su sitio, en admirable silencio, al héroe titular (Courtois), que encima vuelve a ejercer como tal en la final; el icono (Kroos) que anuncia su abandono en cuanto acabe Wembley, brindando al duelo final un sello emotivo que a priori encaja mal con la tensión de las finales; el genio del balompié (Vinícius) acosado por la España fea y racista que da a los odiadores con su talento en las narices; la nueva estrella (Bellingham) que se enfrenta a la presión de jugar el partido decisivo en su casa y ante su exequipo; los veteranos (Modrić, Nacho, Carvajal, el propio Kroos) que empatan a Champions con el otrora inalcanzable Paco Gento, poseedor de seis…
Pero nada o casi nada como el toque de wéstern crepuscular del nómada del fútbol que inopinadamente, cuando ya nadie espera nada de él, vuelve al club de su infancia para abrir las puertas de la gloria con dos goles postreros frente al Bayern, que conducen a su equipo a la final. De todas las subtramas de la Decimoquinta, no hay ninguna tan irresistible como esta, y ninguna subhistoria que grite tan a los cuatro vientos que el Madrid es un cantar de gesta, una saga, una novela de fantasía, con castillos y dragones y caballeros andantes, en la que basta con soñar con el Santo Grial para emerger de las sombras y agarrarlo por las orejas, porque en el Madrid el Santo Grial las tiene.
El nombre completo de Joselu, el que aparece en su DNI, es José Luis Mato Sanmartín. Convendremos todos que, sin salir de José Luis Mato Sanmartín, se puede idear un nombre futbolístico más sugerente que Joselu. Las principales reticencias por parte de los más esnobs, que se evaporaron de un plumazo al atestiguar su aportación, tenían más que ver con ese vocativo tan de andar por casa que con la tosquedad del futbolista, a la que opone otras virtudes destacables.
El problema estaba en el nombre. Cualquier otra acotación, sin salirnos de los límites de José Luis Mato Sanmartín, habría sido más feliz. Optar por el segundo apellido, Sanmartín, habría estado bien, con sus resonancias de resistencia al colonialismo, que en este caso podrían remitir al colonialismo de los petroclubes. Y, sin rizar tanto el rizo, decantarse por el primer apellido, Mato, como nombre profesional, habría aparejado la contundencia que se le supone al killer, al ser precisamente esa la posición que Joselu desempeña en la cancha. «Yo por Joselu MA-TO» es juego de palabras que ha hecho fortuna entre los madridistas que, a su vez, son fans de cierta princesa catódica del pueblo. De un delantero centro estilo tanque, como es Joselu, lo que se espera precisamente es que mate (dentro del área se entiende) y la renuencia a incorporar esa alusión al nombre profesional, cuando la tenía tan a mano, se antoja tan estrafalaria como la de apocopar el nombre propio. Ya puestos, casi mejor José Luis y a correr (nunca mejor dicho).
Al final da igual, y esa es una de las muchas moralejas de la historia de Joselu, es decir, que el nombre es solo un nombre. La postura del misionero es un nombre terrible para una posición erótica tan respetable como otra cualquiera, «but a name´s a name and we are continuing», cantaba Sparks en la canción del mismo título. «Para mí era solo un nombre», dice Brian May al referirse a la insistencia de Freddie Mercury con la denominación Queen en los albores de la historia de la banda. Estaremos de acuerdo en que Queen suena más majestuoso que Joselu, pero si alguien ha visto alguna vez a Brian May lanzarse como un poseso en busca de un balón perdido, siendo el único en creer que a un infalible Neuer pudiera escapársele, para desviarlo astutamente con la puntera en dirección a la red, que lo declare ahora o calle para siempre.
Joselu suena a nombre de tu primo, pero esto, que parece un defecto, al final es su mayor virtud, porque Joselu es exactamente eso: tu primo (y no es tu cuñado, porque por cuñado ya tiene a Carvajal). De manera que la alquimia del asunto consiste precisamente en ver a tu primo meter al Bayern dos goles que te llevan a la final en Wembley. Eso no hay quien lo resista, y si aún quedan antimadridistas que no han sucumbido a la belleza inenarrable de este extremo, yo creo que lo suyo ya no tiene remedio.
José Luis Mato Santamaría, Joselu, nació el 27 de marzo de 1990 en Stuttgart, Alemania. Hijo de padres gallegos, retornó a la edad de cuatro primaveras a la tierra natal de sus ancestros, pero el destino le tenía reservado recuperar el alemán iniciado en la guardería jugando, al cabo de los años, en varios equipos germa