El arte de correr

Andrea Marcolongo

Fragmento

41,8 Kilómetros

41,8 KILÓMETROS

Νενικήκαμεν (Nenikékamen). «¡Hemos vencido!».

Esta fue la única frase, según la leyenda, que el mensajero Filípides fue capaz de pronunciar tras correr el primer maratón de la historia en 490 a. C. Luego cayó al suelo muerto de cansancio.

Pues bien, antes de dejarnos llevar por los infaustos presagios que gravitarían alrededor de aquellos primeros 41,8 kilómetros fatídicos recorridos a la carrera, vale la pena recapitular un poco el episodio. Que quizá no tuviera lugar precisamente así.

Por lo pronto, Filípides se llamaba tal vez Fidípides, al menos si nos atenemos al historiador Heródoto, el primero en contar la hazaña de este legendario hemeródromo; en la antigua Grecia, con este nombre —literalmente «el que corre durante un día entero», de ἡμέρα (heméra), «día», y δρόμος (drómos), del mismo tema que δραμεῖν (drameīn), «correr»— eran llamados los mensajeros capaces de cubrir largas distancias a pie con el fin de entregar los despachos enviados de una ciudad a otra.

En cualquier caso, al margen de cómo se llamara, Filípides debía de estar monstruosamente bien entrenado si, ateniéndonos a la Historia de Heródoto (VI 105-106), fue capaz de recorrer en un solo día doscientos veinticinco kilómetros de ida y vuelta desde el Ática hasta Esparta, para pedir a los lacedemonios que intervinieran en favor de Atenas en la violenta guerra contra los persas que estaba desarrollándose por entonces; y no solo eso: parece que durante su larga caminata el mensajero tuvo incluso tiempo de escuchar las quejas del dios Pan, apesadumbrado porque los atenienses descuidaban su culto.

La posterior versión, la que haría de Filípides el primer maratonista de la historia, nos la cuenta por primera vez Plutarco, escritor que vivió en el siglo I d. C., mucho después, por tanto, de los hechos relatados.

En su obra Sobre si los atenienses fueron más ilustres en guerra o en sabiduría, el historiador cuenta cómo, inmediatamente después de la colosal batalla de Maratón que marcó la derrota del rey persa Darío, un soldado, vestido aún con las armas del combate, corrió hasta Atenas para anunciar la histórica victoria conseguida. El desgraciado solo tuvo tiempo para decir «¡Hemos vencido!», el famoso νενικήκαμεν (nenikékamen) citado al principio y que se hizo casi proverbial, antes de caer al suelo extenuado por el cansancio.

Si bien Plutarco afirma no estar seguro del nombre no está seguro acerca del nombre del valeroso combatiente, dos autores posteriores, Pausanias y Luciano, no tienen ninguna duda: habría sido Filípides, el hemeródromo más célebre de toda Grecia.

A lo largo de los siglos, los estudiosos han intentado resolver las incongruencias de este legendario primer maratón, poniendo en duda con frecuencia su fundamento histórico; aparte de la grafía incierta del nombre del protagonista, no está claro por qué un corredor tan bien entrenado como Filípides, capaz de cubrir en un solo día los más de doscientos kilómetros que separan Atenas de Esparta, se habría sentido agotado por completo después de correr «solo» poco más de cuarenta.

Al margen de cómo fueran las cosas, hoy en día no existe casi ningún maratonista que haya oído hablar de esta historia, convertida en poco tiempo en leyenda, y que en su fuero interno no abrigue la esperanza de emular un día al primer maratonista griego, prueba irrefutable de que, incluso corriendo y sobre todo corriendo, todos necesitamos un poco de poesía.

Se impone hacer una aclaración —yo también he estado confundida mucho tiempo— y explicar una curiosidad etimológica.

Al referirme a la distancia geográfica que separa la ciudad de Atenas del demo o aldea de Maratón —de donde procede el nombre de la más noble entre las competiciones de carrera—, más arriba he escrito 41,8 kilómetros; cualquiera que esté mínimamente familiarizado con el calzado deportivo sabe que esos no son los kilómetros de rigor que se han de quemar si decide uno embarcarse hoy en día en un maratón.

En efecto, los anhelados 42,195 kilómetros actuales hicieron su aparición por primera vez durante los Juegos Olímpicos de Londres 1908, donde, por un capricho del príncipe de Gales, el arranque de la prueba tuvo lugar en los jardines del castillo de Windsor, para que los nobles pudieran presenciar la carrera con la mayor comodidad, rodeados de toda clase de facilidades y a la sombra; y así, desde entonces los corredores se ven obligados a apechugar con casi cuatrocientos metros extra antes de poder decir «hemos vencido».

Y ahora viene la curiosidad: etimológicamente, la palabra «maratón» no tiene nada que ver con el hecho de correr. El nombre de la localidad, en la actualidad sede de un pequeño y precioso museo sobre la carrera, procedería del antiguo término griego μάραθον (márathon) o μάραθος (márathos), que significa «hinojo», planta ampliamente difundida por la llanura que fue escenario de la célebre batalla contra los persas. Literalmente, pues, maratón significa «hinojal».

Está fuera de toda discusión que los mitos antiguos son fascinantes.

Pero la belleza —sin duda un poco trágica— de la historia que rodea al primer maratón no resta absolutamente nada al esfuerzo requerido para correrlo.

La modestia —léase insignificancia— de mi palmarés descarta toda posibilidad de contar en este libro triunfos épicos y la consecución de metas míticas; nunca he corrido cuarenta kilómetros seguidos y me resulta completamente indiferente que en la actualidad el recorrido prevea cuatrocientos metros más respecto a la carrera original; en mi cabeza cada centímetro es símbolo y leviatán a un tiempo de esfuerzo titánico.

Sin embargo, los años que he pasado peleándome con la lengua griega para intentar «pensar como pensaban los griegos» me han empujado a cambiar de estrategia; tras estar años sentada ante mi mesa de trabajo rodeada de libros y manuales de gramática, tengo la sensación de que ha llegado para mí el momento de levantarme e intentar «correr como corrían los griegos».

Porque solo hay una cosa que es verdad. Todo ha cambiado desde la época de Filípides —la tecnología, la política, la ciencia, la guerra, la manera de escribir, de comer, de viajar…; hemos sido capaces de echar a perder incluso el clima—, pero hay dos cosas que no han variado: nuestra constitución anatómica —los músculos de los que estamos provistos son hoy los mismos que envolvían los huesos ágiles de los griegos— y esos malditos 41,8 kilómetros que separan Maratón de la Acrópolis de Atenas.

Creo o, mejor dicho, quiero creer que dos constantes son mucho más que un comienzo; si no una certeza, son una magnífica posibilidad.

Por ese motivo y para sacar provecho de esa desconcertante epifanía que ha supuesto para mí empezar a correr después de pasar tantos años con la cabeza gacha ante el diccionario de griego, quiero cubrir con la fuerza de mis piernas y con la constancia de mi cerebro el mismo trayecto recorrido por el mensajero Filípides. Espero solo que el final de mi historia no sea tan trágico.

PREÁMBULO

A lo largo de mis treinta y cuatro años ha habido dos cosas que me han traído al mundo, aparte de mi madre. Dos cosas que no solo me han cambiado la vida, como se suele decir, sino que más bien me han hecho entender la vida y, por lo tanto, en definitiva, vivirla.

La primera ha sido el griego antiguo, conocido en los pupitres del liceo clásico cuando tenía catorce años. La segunda ha sido correr, actividad con la que me crucé a orillas del Sena en las postrimerías de un verano, hace ya tres años.

De ese segundo descubrimiento —o, mejor dicho, de esa segunda epifanía— es de lo que pretendo hablar en este libro. De la lengua de la antigua Grecia he hablado ya más que suficiente en otra parte, y no vale la pena añadir nada más; si hago a ella cualquier alusión en esta introducción no será para martirizar al lector, sino para ayudarme a mí misma a comprender, a razonar, con la esperanza de arrojar algo de luz, a fuerza de paralelismos, sobre lo que siento hoy en día a propósito de lo que es correr, algo que por comodidad podría resumirse fácilmente en una sola palabra: desconcierto.

Nada. Eso es lo que sabía yo de la carrera a pie, del running, del jogging o llámesele como se quiera, antes de calzarme por primera vez las zapatillas de correr.

Un cero patatero que por extensión, salvo por alguna que otra ocurrencia perfectamente olvidable, podría aplicarse a mis experiencias directas en el universo paralelo que, por convención, llamamos «deporte»; respecto a las indirectas, o sea, la fruición pasiva como espectadora del espectáculo humano del agonismo, podría jactarme de ser un poco más competente, pero, excepción hecha de una curiosidad futbolística tan ocasional como voluntariosa, que me ha llevado alguna que otra vez al estadio, nada más consistente que el sentimiento genérico y universal de nobleza y admiración suscitado por el cuerpo humano en movimiento cuando se observa desde la inmovilidad del sofá o de la grada.

Y aquí surge la primera e inesperada analogía con el itinerario que un día me condujo a coger entre mis manos el diccionario de griego antiguo: ni el más mínimo conocimiento previo. Más aún: ni la menor sospecha, antes de darme de manos a boca con ellos, de que ni el griego ni la carrera a pie merecieran el menor lugar destacado en mi trivial existencia.

Por dejarlo bien claro: mi modesto historial biográfico y familiar no podía jactarse de contar con nadie que se hubiera dedicado al cultivo de la Grecia antigua, sino que ni tan siquiera sabía de algún pariente lejano que hubiera obtenido el diploma de bachillerato superior. No se trata de nada que podamos calificar de demasiado dickensiano, por favor; para eso está la educación pública. Curiosamente, solo ahora me doy cuenta de que esa ausencia de humanistas en mi familia encaja por entero con la ausencia en ella de deportistas; salvo la canónica bicicleta recibida como regalo alrededor de los ocho años, no recuerdo haber visto nunca entrar en casa equipamiento deportivo alguno, ni nunca se me ocurrió pedirlo.

Ambos descubrimientos, pues, me encontraron en cierto modo sola y, dentro de mi pequeñez, fui una especie de pionera; en los dos casos, me tocó a mí arreglármelas sin ayuda de nadie y ponerme a buscar en un terreno que hasta ese momento no había sido para mí más que un desierto.

La única diferencia, y no es baladí, es que cuando me emperré en aprender el alfabeto griego contaba a mi favor con el viento ingenuo y descarado de la primerísima juventud. Cuando me calcé por primera vez las zapatillas de deporte, en cambio, ese viento estaba ya a punto de amainar para siempre.

El balance de estos dos descubrimientos, en cualquier caso, es el mismo; en uno y otro campo, pese a tanta fogosidad y tanto emperramiento por mi parte, he seguido siendo solo una diletante.

A mis treinta y cuatro años todavía no tengo ningún doctorado en Filología clásica del que jactarme ni medallas que exhibir, capaces de atestiguar las metas alcanzadas por mis piernas. Durante mucho tiempo me he afanado por gritar públicamente mi amor y mi entrega, pero en uno y otro ámbito, el del griego y el de la carrera a pie, he seguido estando claramente por debajo del profesionalismo y del agonismo.

La consecuencia es que, así como mi primer libro no debía entenderse al pie de la letra como un manual de griego antiguo, tampoco este relato deberá ser tenido por definitivo, científico, exhaustivo; no es más que la obra de una aficionada dotada fortuitamente de tobillos robustos, nada más, que, por tanto, no pretende dar consejos sobre la carrera (por el contrario, estaré muy agradecida si recibo alguno) ni patrocinar métodos de entrenamiento, que, por lo demás, no han dado grandes resultados cuando han sido probados por la ignorancia de una servidora.

Con toda la honestidad de la que dispongo y con toda la rigidez rayana en la crueldad con la que suelo valorar mis resultados, sé que esta propensión mía al diletantismo no debe achacarse a cualquier modalidad de flojedad o de pereza; o, mejor dicho, no solo a eso. Creo que es más bien consecuencia de la profesión que he escogido como medio de vida, o sea, escribir; lo que me llama la atención de la realidad no lo llevo casi nunca hasta sus últimas consecuencias por la necesidad perversa de dejarlo incompleto, para que me atormente con su imperfección y al mismo tiempo me dé placer al contarlo.

No carezco de competencias en griego antiguo ni de fuerzas en mis piernas. Y no creo, como dice Platón en el pasaje citado como exergo, haberme arredrado nunca ante la guerra, al menos la guerra personal, ni ante la acción. Debo reconocer, sin embargo, que no habría escrito nunca un libro sobre la gramática griega si hubiera tenido el valor suficiente para ser profesora, ni tampoco me habría puesto nunca a escribir este libro si hubiera corrido ya un maratón hasta el final.

Debe de ser, pues, ese el motivo de que corra y de que escriba, prolongar mi carácter incompleto. Una forma más de cobardía.

EL ARTE DE CORRER

1

DE ARTE GYMNASTICA

Σοφία (sophía), o sea, «ciencia», «saber».

Esta es la primera palabra del único tratado de la Antigüedad que ha llegado a nuestras manos acerca de la «gimnasia», que en sentido lato podríamos llamar tranquilamente «deporte».

Así pues, no pasatiempo, no alternativa menos noble que el ejercicio del pensamiento, no capricho; y tampoco puro gesto estético sin otro fin que él mismo ni mantenimiento obligado del cuerpo. Antes bien, ciencia, o sea, riguroso saber; eso era la actividad física según la filosofía de la antigua Grecia. Y más aún, una ciencia ξυγγενενεστάτην (ksyngenestáten), «connatural en grado sumo» al ser humano, por cuanto nace en el momento mismo en el que el hombre viene al mundo.

El autor de este breve e interesantísimo opúsculo, Περὶ γυμναστικῆς (Perì gymnastikēs), titulado en latín De arte gymnastica, fue Flavio Filóstrato, conocido como Filóstrato de Atenas, rétor y filósofo nacido en la isla de Lemnos alrededor de 170 d. C., en aquella etapa de la historia griega que era ya romana; activo en Roma en el círculo literario reunido alrededor de Julia Domna, la ilustrada esposa de Septimio Severo, obtuvo gracias a su fama un asiento en el Senado antes de morir en un año indeterminado entre 244 y 249.[*]

Así pues, siete siglos separan el pensamiento y la historia de Filóstrato de los de Pericles y Platón. Exactamente los mismos que nos separan ahora de Dante; valga esto para facilitar la perspectiva cronológica sobre ese prodigioso periodo histórico que fue la Grecia clásica del siglo V a. C. y que, por la majestuosidad de los resultados alcanzados, a menudo consigue desdibujar y deslucir todo lo que sucedió después en Grecia. Y como tras la grandeza de Fidias, Esquilo, Píndaro y demás se abatió sobre Grecia un torbellino de mediocridad, ante todo política, el objetivo de todos los literatos que vinieron después fue rastrear las causas de la decadencia que los condenaba al rango de meros comparsas de la historia de la literatura y no al de padres fundadores.

En su Gimnástico Filóstrato no abrigaba duda alguna: el principio del fin había que localizarlo en la flojera de los músculos de los griegos que eran contemporáneos suyos, espejo perfecto de sus pensamientos fútiles y fofos. Los grandes resultados deportivos de los atletas helénicos en las Olimpiadas eran ya un lejano recuerdo que había que contemplar en las estatuas de mármol deterioradas que reproducían a los vencedores y en los poemas olvidados que cantaban sus gestas. Si bien, como dice el filósofo, «los leones de hoy no son en nada inferiores a los de antes, y lo mismo podría decirse de los perros, los caballos y los toros; en el reino vegetal, las viñas de hoy crecen igual que las de antaño, como también los frutos de la higuera; nada ha cambiado con respecto al oro, la plata y las piedras preciosas; sino que, al contrario, siguiendo los dictámenes de la naturaleza, todas estas cosas son iguales ahora que antaño», es evidente que el carácter de los hombres, que biológicamente siguen siendo idénticos a los de antaño, de repente se ha vuelto muelle debido a la pereza y a la falta de ejercicio: «Aquellas cualidades que brinda la naturaleza han sido deformadas […] a causa de entrenamientos inadecuados y de prácticas poco apropiadas».

Filóstrato, sin embargo, no era únicamente un pesimista, sino sobre todo un gran pensador; su objetivo era demostrar en primer lugar que el deporte no es un simple recreo para entrenar el cuerpo, sino un requisito esencial para fortalecer el pensamiento.

Y así escribe al comienzo de su libro:

Considérense saberes actividades tales como filosofar, hablar de forma elaborada, dedicarse a la poesía, a la música, a la geometría y también, por Zeus, a la astronomía —aunque solo sea de forma superficial—; un saber es asimismo organizar un ejército y aun muchas otras cosas por el estilo: toda la ciencia médica, la pintura, la plástica, la escultura y el grabado, tanto en piedra como en hierro […]. Sin embargo, decimos a propósito de la gimnástica que es un saber no inferior a los otros.

Evidentemente, yo a Filóstrato casi no lo conocía y no había leído nunca su trabajo sobre el deporte, tan valioso como moderno, antes de dedicarme al proyecto de vida y de escritura en el que se ha convertido para mí correr.

Tanto en el instituto como en la universidad me pasé —exactamente— semanas y meses enteros intentando descifrar el pensamiento filosófico de los grandes autores del mundo clásico hasta llegar a abstracciones lógicas tales —y más a una edad en la que se es tan joven— que los griegos antiguos me han parecido siempre criaturas titánicas y casi monstruosas por su intelecto, poco propensas a los vulgares chantajes del cuerpo; aunque lograba figurarme perfectamente a Platón mientras entrenaba su hipertrófico cerebro, nunca llegué a imaginármelo empapado en sudor, dedicado a hacer deporte.

Que los antiguos estaban dotados de un físico robusto y de una furiosa inclinación al agonismo lo sabía, por descontado, desde la fundación de la primera Olimpiada en 776 a. C., en la época de Homero, hasta la proverbial máxima de Juvenal mens sana in corpore sano. Sin embargo, no me imaginaba yo que los griegos, que en unos pocos siglos se empeñaron en trazar un mapa de todos y cada uno de los aspectos de la realidad, desde la circunferencia física de la Tierra hasta la metafísica del alma, se hubieran tomado también la molestia de investigar a fondo sobre el significado del deporte.

Tal vez precisamente porque no había hecho deporte nunca.

Así que, cuando tuve entre las manos el tratado de Filóstrato, contaba con encontrar revelaciones sensacionales y, para mi vergüenza, esperaba descubrir quién sabe qué métodos de entrenamiento que datarían de los tiempos de Sócrates y que habrían hecho de mí una atleta homérica.

Ignorancia, todo ello, fruto no solo de mi incompetencia como filóloga y de mi inexperiencia con las zapatillas de deporte, sino también del planteamiento enloquecido en torno al deporte propio de esta época chapucera que es la nuestra.

Con la complicidad perversa de la reciente pandemia que ha destapado y agravado el malestar de una sociedad cada vez más sedentaria, rayana en la inmovilidad, nos vemos asediados por doquier —desde los periódicos nacionales hasta nuestras redes sociales, desde la publicidad de los envases de productos alimentarios más o menos biológicos hasta los videojuegos— por personas que quieren enseñarnos cómo debemos ejercitarnos, por planes de entrenamiento, llamados en inglés workout conforme a una moda que no sé cuándo dio comienzo, que se nos proponen o se nos exigen en las situaciones más disparatadas, muchas de ellas francamente absurdas. Mantenerse en forma, pues, se ha convertido en un imperativo estético y moral, con la consiguiente aparición de una industria económica que pretende enseñar al hombre contemporáneo la única cosa que sabe hacer de modo natural desde que viene al mundo, como diría Filóstrato: moverse.

Además, aparte de qué ejercicios debemos hacer, un Estado reducido ya al rango de buen padre de familia se encarga de recordarnos por qué debemos hacerlos: junto con la recomendación de comer cinco piezas de fruta y verdura al día, ahí tenemos reproducido por doquier, desde las bolsas de patatas fritas hasta las botellas de champán, el bondadoso consejo de que debemos practicar regularmente una actividad física para vivir con buena salud.

Michel Houellebecq diría que el precio que hay que pagar por esa utópica pretensión de tener una vida más saludable y más larga es la pérdida de

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