SI CHAVES HUBIESE ESCRITO DE ZAMORA…
PRÓLOGO
A mediados de los sesenta, cuando vivía en Sevilla, alguien me regaló el libro Belmonte, matador de toros, de Chaves Nogales. Me fascinó. Me pregunté por qué no le habría dado al escritor por hacer un libro así de Ricardo Zamora, figura contemporánea y de tanto fuste como Belmonte o más.
La respuesta me la di yo mismo. Cuando llegó el deporte a España, la flor del pensamiento español lo vio con desdén. Una moda que venía de fuera, traída por los ingleses, adaptada por jóvenes estudiantes con pretensiones de voltearlo todo. La difusión en prensa de esta novedad fue cosa de los propios practicantes o expracticantes, que fueron ganando espacios para anunciar partidos, aclarar dudas sobre reglamentos, comentar encuentros o hacer entrevistas.
El teatro, la ópera o los toros gozaban de prestigiosas plumas. El deporte, no. Las páginas deportivas crecían, pero sus firmas eran expracticantes que escribían no por la belleza de su estilo ni por la profundidad de su pensamiento, sino porque conocían los secretos de esa nueva actividad.
Los Chaves Nogales no entraban ahí.
A la vuelta de la guerra no fue distinto. La pauta era exaltar las virtudes de la raza y el deporte resultaba ideal para eso. Las páginas deportivas se llenaron de retórica triunfalista, generalmente sin base porque éramos muy malos en todo. A veces un Zarra, un Galiana, un Bahamontes o el Real Madrid justificaban los ditirambos, en general empalagosos. Y peor era en el caso de las derrotas, siempre achacadas a alguna conjura internacional.
Antonio Hernández Coronado, exjugador, luego creador de la función de secretario técnico, escribió en un gracioso libro titulado Las cosas del fútbol unas palabras crueles sobre la cuestión: «Para escribir de fútbol en un periódico se exigen dos requisitos: ser amigo del director y no valer para otra cosa».
Hubo excepciones, desde luego. Miquelarena antes de la guerra. Gilera, Antonio Valencia y Manolo Alcántara después, más las incursiones de Gonzalo Suárez, bajo la firma de Martín Girard, por citar algunas. Pero en general los textos deportivos con que, ladrillo a ladrillo, se edificaban los periódicos deportivos (o las secciones deportivas de los diarios generalistas) eran más bien ramplones, como construidos con un diccionario de tópicos a mano que iba enriqueciéndose con el tiempo con nuevas incorporaciones, no todas bellas y la mayoría muy gastadas o mal traídas.
Las mejores firmas se mantenían distantes, o hacían apariciones esporádicas, casi siempre con un tono de «me asomo aquí a ver a qué huele y enseguida me marcho». Durante el franquismo quedó establecido, a mi modo de ver de forma injusta, que el deporte espectáculo era un opio con el que el Régimen mantenía al populacho fuera de la política. Quedaba fuera de ese análisis la realidad de que en las democracias que nos rodeaban se seguía el deporte tanto o más que aquí, pero la idea cuajó, así que al menos hasta la Transición nadie que estimara el prestigio de su firma iba a arriesgarlo poniéndola de forma regular al servicio de lo deportivo.
La prisa que acompaña al ejercicio del periodismo, oleadas de jóvenes periodistas mal preparados, la invasión de barbarismos y, no digamos ya, el lenguaje abreviado hasta la perversión del mundillo digital son problemas añadidos a una mala tendencia que se remonta a más de un siglo.
Por eso decidí un día pedirle a Álex Grijelmo que colaborara en las páginas de As con la intención de ir modificando ese vicio. Nos conocemos desde que él era estudiante y yo no hacía mucho que había dejado de serlo. Me buscó por un amigo común para pedirme que le hiciera una gestión: solicitarle a Juan Luis Cebrián una entrevista, supongo que para un trabajo de su carrera. Yo estaba en la redacción fundacional de El País y no me costó nada complacerle. Luego, siempre hemos tenido un trato cordial, a media distancia pero constante, durante el tiempo en que he ido admirando sus éxitos y agradecido en lo más íntimo por su tarea como evangelizador de la lengua bien hablada, de la que tantos se desentienden.
Acordamos media página dominical, apenas una píldora para un mal tan grande, pero píldora tras píldora, semana tras semana, constituía un tratamiento que con el tiempo fue haciendo efecto. Comprobé cómo poco a poco redactores descuidados dejaban de serlo, se ahorraban latiguillos, sustituían barbarismos por su adecuado equivalente en castellano. Y cuando alguno no lo hacía, no faltaba quien se lo hacía notar con las tablas de la ley en la mano, como se llegó a conocer en la redacción aquella serie de instrucciones-reconvenciones que Grijelmo desarrollaba domingo a domingo.
Me llenó de satisfacción que aquello saltara las paredes de la redacción de As, notar que se comentaba entre periodistas de otros medios, y en especial que la preocupación alcanzara al Carrusel deportivo de la SER, donde empezaron a cuestionarse entre sus redactores, directamente en antena, si estaba bien o mal dicho esto así o asá. Empezó a haber más referencias al artículo del domingo, con la advertencia al que patinaba: «Como te pille Grijelmo…».
Fueron cuatro años, domingo a domingo. Él pensó, al principio, que no le daría para mucho. Yo le animé: «No te preocupes, llega hasta donde llegues, aunque sea poco será bueno». Pero duró más de lo que él pensaba, y para que no se pierdan en la bruma del tiempo los recopila ahora en este libro, guía conveniente para periodistas deportivos y lectura grata para quienes sientan interés por el deporte y por el buen uso del castellano.
La prensa deportiva no ha sido la única amenaza que ha sufrido el castellano. Ni siquiera la peor. La peor para mí es el mundo de los políticos de hogaño, cuya jerga se amplifica en los telediarios hasta límites imposibles de cuantificar. Y no está lejos el abandono de la enseñanza pulcra del idioma, desde el bachillerato a la universidad. Pero el deporte tiene un alto consumo y todo lo que se haga para que no envicie sino que limpie el castellano es justo y necesario.
Eso le da un valor único a estas píldoras medicinales que Álex Grijelmo escribió, según él con la lengua fuera, pero que me dio la alegría de mantener mientras yo dirigí el periódico. Alegría a la que ahora suma el honor de pedirme este prólogo.
ALFREDO RELAÑO
INTRODUCCIÓN
Este libro recoge los artículos que publiqué en el diario As entre los años 2016 y 2019 (ambos inclusive). Los lectores de ese periódico habrán tenido ocasión de encontrarlos en sus páginas y, si acaso, leerlos; no así el público general que está interesado en cualquier asunto que concierna a la lengua española y su tratamiento en los medios de comunicación pero no lee la prensa deportiva.
El léxico del deporte me parece muy interesante porque sus palabras se mueven a menudo en la frontera que separa el vocabulario tradicional, de un lado, y la innovación y los extranjerismos, de otro. Y también porque en este terreno abundan los comentaristas que, tras haber sido grandes estrellas en sus especialidades, se acercaron a los medios sin una preparación específica, al menos en sus primeros pasos, y contribuyen así a expandir y asentar algunas fórmulas que empobrecen el lenguaje o lo privan de la eficacia expresiva (y por qué no, también de la belleza) que cabría alcanzar con un uso más esmerado.
Sin embargo, esas carencias no corresponden solamente a los exfutbolistas y a los atletas retirados, sino que con frecuencia aparecen en boca de los auténticos profesionales de la información.
No todo merece crítica, sin embargo, en el léxico del periodismo deportivo. También se han producido grandes hallazgos léxicos, metáforas brillantes, frases memorables. Y deben obtener igualmente su lugar en este relato.
Se acumulan aquí, pues, las propuestas de mejoras en el estilo junto a los elogios hacia quienes han dado en el clavo con sus aportaciones.
Hablaremos de fútbol, de baloncesto, de balonmano, de boxeo, de tenis, de los deportes de motor… Pero sobre todo hablaremos de la lengua española. Un tema apasionante por su larga historia y porque, sin duda, también da mucho juego.
NOTA ACLARATORIA
En este libro se han acentuado el adverbio «sólo» y los pronombres demostrativos, opción que, aunque desaconsejada por las academias, no se considera una falta de ortografía.
Asimismo, se habla a menudo de «las academias» de la lengua en vez de «la Academia» porque en la actualidad estas instituciones de España y de América trabajan en consenso a la hora de elaborar sus obras: el Diccionario, la Ortografía, la Nueva gramática y el Diccionario panhispánico de dudas, entre otras. Las menciones a la Real Academia Española en solitario están referidas al pasado, cuando la «docta casa» editaba el Diccionario bajo su exclusiva responsabilidad.
MÁS LÍDER
¿Puede un equipo ser más líder en una jornada respecto a la anterior, por el hecho de haber aumentado su diferencia con el segundo clasificado?
La palabra líder procede del inglés leader, que significa ‘guía’ (es decir, el que conduce a otros). Entró en nuestra lengua para referirse a dirigentes políticos o sociales, a gente con carisma y capacidad de arrastre, a seductores de masas. Se escribió al principio leader (así lo hace el novelista cordobés Juan Valera, que habla en 1878 de «nuestro leader Sagasta»). Después se impone la grafía líder a principios del siglo XX, y Rafael Alberti, por ejemplo, escribió esta palabra ya con normalidad en los años treinta para referirse a un «líder obrero».
Aquellos líderes de antaño encabezaban movimientos, vuelcos electorales, cambios sociales. Y años más tarde se transfirió el significado al líder que encabeza una competición deportiva.
Por tanto, un líder se define hoy en día por su capacidad de dirigir o por su condición de ser «el primero». Pero si un equipo es el primero en una jornada y se distancia en la siguiente…, «¿puede ser más el primero?» («¿puede ser más líder?»). La lógica nos dice que no: que será un líder más distanciado, pero no un líder de más tamaño.
Sin embargo, una duda mayor nos asalta con este término: las academias han admitido ya el femenino lideresa. El Partido Popular tuvo, por ejemplo, un líder (Mariano Rajoy) y una lideresa (Esperanza Aguirre), que, paradójicamente, competían por el liderazgo.
Pero según esa lógica, la Ponferradina o la Balompédica Linense, o la Gimnástica Arandina… podrían ser llamadas «¡lideresas!» cuando encabezasen una clasificación. Y si aumentasen su ventaja, serían «más lideresas».
Menudo lío tenemos montado.
FALLAR NO ES EQUIVOCARSE
No es lo mismo equivocarse que fallar, y sin embargo ambos verbos se oyen en las retransmisiones deportivas como si fueran gemelos: así, el narrador dice, por ejemplo, «se equivoca Danilo» cuando su centro golpea, para variar, en el trasero del defensa.
Una equivocación requiere de un proceso mental, que consiste en tomar por acertado o adecuado algo que no lo es. El entrenador puede plantear un partido a la defensiva esperando empatar a cero, y terminar goleado porque sus dos centrales medían tres palmos menos que los delanteros contrarios. Eso sería una equivocación.
El fallo, por el contrario, consiste en no ejecutar adecuadamente una decisión que en sí misma puede ser correcta. Nadal decide con acierto castigar el revés del rival porque es su punto débil, pero se le va fuera una bola decisiva y pierde el juego. Eso es un fallo.
No obstante, las definiciones de las academias dejan ciertamente una zona de sombra en la que pueden resultar sinónimos ambos verbos (por ejemplo, cuando se falla una respuesta en un concurso, pues, a la vez, no se acierta y se toma como bueno algo que no lo es), pero en el ámbito deportivo los dos términos se diferencian con claridad.
Así, un centrocampista que concibe un pase perfecto al hueco no se equivoca si le sale el toque desviado, sino que en ese caso sólo falla. Es decir, no se equivoca al pensar: falla al ejecutar mal lo que había pensado bien. Y si, por el contrario, da un pase al hueco cuando ningún compañero puede llegar allí, no fallará en la ejecución (puesto que el balón va a donde él quiere), sino que se habrá equivocado al tomar la decisión.
Equivocar procede del sustantivo latino aequivocus (de aequi: ‘igual’; y vocare: ‘llamar’). O sea: ‘denominar del mismo modo dos cosas distintas’ (de ahí viene lo de «términos equívocos»). Y fallo procede del latín falla: ‘falta o defecto’. Por eso la equivocación consiste en tomar una cosa por otra, y el fallo equivale a obtener un resultado defectuoso.
Todo esto, claro, en el caso de que yo no esté equivocado.
ARTÍCULOS COMESTIBLES
El repertorio lingüístico ofrece algunos elementos que uno se puede comer sin que la digestión se le estropee. Por ejemplo, a menudo son comestibles los adjetivos. Si voy a decir «la mina de mi primo produce carbón negro», haré bien en ingerir «negro» y eliminarlo sin más problemas por los métodos biológicos habituales. Ya se sabe que el carbón es negro, y no hace falta añadirlo. Nos comemos el adjetivo y no pasa nada.
También se puede uno comer el verbo si está sobrentendido, una técnica que se usa mucho en los titulares periodísticos: «Marcelo, duda de Zidane para Roma». Enseguida nos damos cuenta de que no figura ahí el verbo es, y entendemos la oración igual porque nos imaginamos lo que falta. Eso sí, siempre que al verbo lo sustituya una coma, porque en caso contrario estaríamos diciendo que «Marcelo duda de Zidane para Roma», con lo cual atribuiríamos al jugador brasileño el acto de dudar de su entrenador y no el de representar una duda para él. Menuda diferencia.
Pero con los artículos (el, la, un, unas…) no sucede igual. Vea usted qué paradoja: los adjetivos y los verbos son artículos comestibles; pero no son comestibles los artículos así como así. Máxime si añaden información, como vemos en estas tres opciones en las que se transmiten ideas distintas: «Quiero café», «quiero el café», «quiero un café».
La supresión del artículo es válida en unas ocasiones, sí, pero no en otras. Al contrario: en el español correcto resulta muchas veces obligatorio. Sin embargo, cada dos por tres oímos a los comentaristas de fútbol oraciones como «Carvajal avanza por banda derecha» o «Ter Stegen estará bajo palos», que les parecerán normales a mucha gente (de tanto oírlas). Y esa manera de hablar equivaldría a que en nuestra vida cotidiana dijéramos algo así como «ese mendigo camina por acera y duerme bajo puente». O «me duele muela» y «me gusta paella».
Conviene tener cuidado, pues, con esto de comerse los artículos. Hay comentaristas que con el atracón de cada jornada pueden caer en una gramatical gastroenteritis.
LA «CONCHA» DEL LENGUAJE
Los eufemismos que perduran acaban contaminándose con el significado al que acompañan. Por ejemplo, nabo fue un eufemismo de pene, pero ahora quizás suene peor incluso que la palabra malsonante a la que sustituía. Lo mismo sucedió en algunas zonas de América con concha, que se creó para reemplazar a coño y acabó peor aún.
Algún parecido se vería allá entre una concha cerrada y el órgano sexual femenino, y por eso lo llamaron así; lo cual no es de extrañar, pues en España se usó y se usa el similar almeja.
Por tanto, los americanismos la concha de tu madre y la concha de tu hermana encuentran una equivalencia clara en el español de España.
Mascherano usó esa segunda locución, y tuvo la desgracia de que ya estábamos muy al tanto de esa equivalencia. Por el contacto con Argentina y por multitud de anécdotas. Por ejemplo, la ya conocida del académico Víctor García de la Concha, cuyo nombre escriben los diarios de aquel país solamente como «Víctor García».
Si Mascherano hubiese dicho lo mismo en sueco, nadie se habría enterado. Pero hemos podido oír la expresión la concha de tu madre a muchos argentinos, y leerla en las novelas de los peruanos Mario Vargas Llosa (en Conversación en la catedral) o Alfredo Bryce Echenique (en Un mundo para Julius). Y la concha de tu hermana se documenta por ejemplo en un libro del periodista argentino Carlos Polimeni.
Pero no adquieren la misma importancia ambas locuciones. Mis amigos argentinos testifican la mayor gravedad de la primera. Seguramente porque todos tenemos una madre, mientras que las hermanas son cuestión del azar. Cualquier ofensa a una madre se reproduce en nuestra mente con una figura concreta, pero quien nos dice la concha de tu hermana no sabe quizás si existe esa hermana o no, o si tenemos varias (en cuyo caso no se adivinaría tampoco a cuál de ellas se dirigió el insulto en concreto). De hecho, creo que nadie ha publicado si tiene hermanas el juez de línea afectado.
El Diccionario académico incorporó en 1992 la acepción de concha con el significado argentino, marcada como americanismo y con esta definición: ‘Coño. Parte externa del aparato genital femenino. Es voz malsonante’. Así que todos estábamos avisados desde entonces.
Las academias consideran también que insultar es ‘ofender a alguien provocándolo e irritándolo con palabras o acciones’. Y en ese caso, todo hace pensar que Mascherano ofendió al juez de línea. Menospreciar equivale a tener a alguien en menos de lo que merece. Y no se tiene precisamente en alta estima a quien se le recuerda el órgano sexual de su hermana, porque eso mismo no lo habría hecho el jugador con el presidente de su club. Ahora bien, no resulta menor el dato de si el asistente tiene una hermana o no. Porque si es hijo único la ofensa se diluye.
Sin embargo, los insultos dependen de cada circunstancia, como todos sabemos. A veces los usamos con todo el cariño, incluso con admiración. Y otras, con furia. Lo que importa, por tanto, es la intención. Y la cara de Mascherano fue muy transparente al respecto.
UNA FINAL SÓLO ES A DOS
El Real Madrid de baloncesto jugó la Final Four, que algunos periódicos traducen —muy mal— como final a cuatro. En inglés, final (pronunciado fáinal) no funciona en esa locución como sustantivo, sino como adjetivo (conforme a las reglas de esa lengua, el adjetivo va antepuesto al sustantivo).
Llevado todo a nuestro idioma, final es adjetivo en «propuesta final», por ejemplo; y sustantivo en «un final ajustado», pongamos por caso. Por tanto, no se debe traducir final four como final a cuatro, sino como los cuatro finales (o los cuatro últimos).
La mala traducción «final a cuatro», por otra parte, enfrenta dos términos contradictorios, lo que en lingüística se llama oxímoron, vocablo que ya usaban los antiguos griegos (los romanos hablaban por su parte de la contradictio in terminis, locución de significado más transparente para nosotros).
Por ejemplo, es un oxímoron «ruidoso silencio», lo mismo que «profetizar el pasado» o «fuego helado». Los poetas usan de vez en cuando estas combinaciones, porque su lenguaje no busca la precisión sino el efecto metafórico, y en él las palabras no designan sino que evocan, se desprenden de su tenor literal para reflejar sentimientos, sensaciones…, más que realidades tangibles. Y suele resonar en ellas el talento expresivo, como el de Teresa de Jesús con aquel «muero porque no muero».
Sin embargo, el lenguaje periodístico se halla muy lejos de ese registro, no tiene intención poética y, por tanto, en él los oxímoron (en plural se escribe igual) incurren en simple incongruencia.
Se comete, pues, un oxímoron al decir «final a cuatro» porque las finales sólo pueden ser «a dos». Uno no se imagina un partido decisivo del campeonato de Europa de baloncesto en el que participen cuatro equipos con solamente dos canastas (que eso sería una «final a cuatro»).
Cuando ya sólo quedan cuatro equipos en liza, éstos se enfrentan en dos partidos para definir, ahora sí, los dos finalistas. Pero mientras ese cruce previo no se produzca, no podemos llamar finalistas a los cuatro clasificados; sino en todo caso semifinalistas.
Así que la Final a cuatro se debería denominar con mejor entendimiento Fase final, o también semifinales (el hecho de que se disputen en una misma cancha no altera el significado de esa expresión tan habitual).
Con la expresión Fase final, nos perdemos el dato de que se trata de cuatro equipos (si bien la mayoría de los aficionados está al tanto de eso), pero lo mismo sucede cuando nos referimos a la fase final de un campeonato del mundo de fútbol, de balonmano o de baloncesto, pues también ahí se omite en la locución el número exacto de participantes.
Sin embargo, si alguien quisiera incorporar esa precisión, le bastaría con decir «Fase final entre cuatro» o «los últimos cuatro» (la traducción literal de Final Four). Lo demás es poesía. Y en este caso, mala.
ALANTE CON LOS FAROLES
Messi tenía que golpear el balón «hacia alante» para que ese extraño penalti fuera válido (aquél en el que dio el pase a un compañero). Y tal expresión vulgar se oyó en la radio, donde el fragor de la narración puede tener una disculpa, pero también en informativos de televisión, que se basan en textos leídos a través de un reproductor visual o teleapuntador (llamados en el sector autocue o teleprompter).
En las transmisiones de ciclismo oímos a cada rato que «el grupo de alante va tirando fuerte», y en el fútbol menudean formas como «el equipo tiene que irse alante» o «la gente de alante debe decidir el partido».
La prosodia popular tiende a contraer algunos sonidos, y eso puede tener un pase en las conversaciones privadas y poco exigentes. En ellas se dice «alante» (en lugar de «adelante» o «delante»); y también «pa que tú veas», «to has tao mu estupendo» o «malegro»; y se pregunta «¿ande vas?» o «¿tanterao?».
Pero en el habla cultivada y en la lengua escrita se cuidan más las formas. ¿Por qué? Por nada importante: sólo por elegancia y por la transmisión de la propia imagen, elementos que a su vez dan una idea sobre la formación del periodista que habla. Ningún abogado argumentaría con esas expresiones en medio de un juicio, ni un médico las emplearía en un congreso de cirugía. La comunicación admite distintos registros, como la ropa, y no hablamos igual en el lenguaje familiar que en público, del mismo modo que no nos ponemos un pijama para ir a una boda.
Véase que la cancioncilla publicitaria «tinto de verano pa’el calor», que nos alegra cada verano, anuncia con esa expresión vulgar el vino Don Simón, pero no pegaría nada para un Vega Sicilia. Es cuestión de niveles.
Quizás los periodistas que vulgarizan su pronunciación entienden que así se acercan a su público, pero tal vez lo que consiguen es que el público deje de creerlos gente formada y prestigiosa, y que por tanto él se aleje de ellos.
Además, en esta vida hay que ser consecuente. Si Messi tocó el balón «hacia alante», si un equipo debe «presionar más alante» y si «hay que ir para alante», tendremos que hablar de los «defensas», de los «medios» y, en consecuencia, también de los «alanteros».
A ver si hay valor.
EL COLEGIADO SIN COLEGIO
Me sorprendió que al árbitro le llamaran colegiado, la primera vez que lo oí en la televisión. Como yo era un niño, pensé que ellos también tenían que ir al colegio, y lo atribuí a que en eso del arbitraje nadie terminaba nunca de aprenderlo todo.
Con el tiempo entendí que yo no estaba colegiado, sino escolarizado, y que a los árbitros no los llamaban colegiados por ir a un colegio, sino por formar parte de él. Esto lo deduje cuando, siendo ya un juvenil lector del As, me tropecé por vez primera con la denominación Colegio Oficial de Árbitros.
Más adelante me informé de que también existían el colegio de ingenieros, el colegio de abogados, el colegio de médicos, el colegio de arquitectos… Y me extrañó que mis padres, cuando me llevaban al dentista, nunca me dijeran: «Vamos a que te saque una muela el colegiado».
De acuerdo: los árbitros eran colegiados porque estaban en un colegio, pero ¿acaso no lo eran también los dentistas?
También conocí después que no en todos los países hay un colegio de árbitros. Sin embargo, en la tele llamaban y llaman colegiado lo mismo a un árbitro ruso que a uno egipcio: Gamal Al-Ghandour, sin ir más lejos. Aquel colegiado que nos echó del Mundial de 2002 era egipcio. ¿Sabe alguien si los árbitros egipcios tienen un colegio como el nuestro? Ni idea. Pero primero se le llama colegiado y luego ya se verá. Aunque se trate de un colegiado sin colegio.
(Ay, Al-Ghandour. A mí se me ocurrieron muchas maneras de llamarlo, y ninguna era colegiado).
El caso es que ahora se oye más incluso colegiado que árbitro, aunque la misión de aquella segunda opción fuera no repetir la primera.
Quizás habría que inventar otra alternativa, aunque sólo fuese por variar. Los periodistas españoles no suelen reunir valor suficiente para crear palabras (a diferencia de los latinoamericanos). Si no fuera por esa prudencia, a alguno ya se le habría ocurrido la alternativa silbatero, por ejemplo, para no llamar colegiado a quien seguramente no lo es.
Pero tenemos una opción más adecuada. En los primeros tiempos del fútbol, los árbitros eran llamados trencillas debido al galón trenzado de algodón que lucían en las solapas de sus chaquetas negras. Y todavía se oye a veces.
No estaría mal recuperar esa metáfora como sinónimo habitual, en recuerdo de los tiempos heroicos. Si hay colegiados sin colegio, bien puede haber trencillas sin trencilla.
LOS TRES PALOS EN TODO LO ALTO
El colombiano René Higuita se alineaba de portero pero tenía alma de jugador de campo, y cada vez que le daba la ventolera se iba por esos mundos, más allá de las fronteras del área, para generar espectáculo y sobresaltos. De guardametas como él solía decirse: «Si se cae el larguero, no le da en la cabeza».
Claro. Porque el larguero está arriba, y eso hace que el portero se sitúe generalmente debajo.
Sin embargo, los narradores y cronistas deportivos dicen cada día al desgranar las alineaciones: «Keilor estará bajo palos», «bajo los palos, Courtois», «hoy jugará Kepa bajo palos».
Para empezar, ahí hace falta un artículo: «Bajo los palos». Se puede omitir cuando acompaña a sustantivos que no designan un objeto físico en particular sino que se refieren a la idea general de ese objeto o a su representación abstracta («bajo techo», «bajo palio», «bajo secreto»). Pero si un día nieva, no diremos que vamos a dar un paseo «bajo copos»; y si no nieva, un paseo «bajo árboles». Diremos que vamos a pasear «bajo los copos» o «bajo los árboles». O «bajo los copos y bajo los árboles», en el caso de que estemos en el campo y además nieve.
En ambos supuestos, los copos y los árboles se mueven por encima de nuestras cabezas, y por eso los demás nos hallamos debajo. Pero en lo que se refiere a una portería, sólo el larguero se sitúa por encima del flequillo del guardameta. A su izquierda y a su derecha quedarán los palos, anclados al suelo en posición vertical y que no se hallan en un plano superior al del arquero, sino lateral.
El cancerbero se colocará ahí durante la mayor parte del encuentro, y por eso estará, si acaso, «entre los palos», pues las tres maderas lo enmarcan junto con la línea de cal pintada en el suelo; no lo tienen debajo.
Llama la atención además que sí se diga con claridad que un delantero dispara «entre los tres palos» cuando su lanzamiento lleva dirección a la red, y que se deseche en tales casos la alternativa «el disparo fue bajo palos», que tendría el mismo derecho de uso que el aplicado para la situación del cancerbero.
Pero todo esto a Higuita le daba igual. Él prefería jugar entre líneas.
FIRMAR SIN BOLÍGRAFO
El verbo firmar se ha convertido en una metáfora tan reiterada en el lenguaje del periodismo deportivo que ha perdido ya toda originalidad. El primero que la utilizó se marcó seguramente un gran hallazgo estilístico. Pero los 254.556 siguientes mostraron la racanería del ingenio humano cuando está fatigado.
«James firmó un gran gol», «el Atlético firmó una gran primera parte», «el Barça firmó su pase a la siguiente ronda»…
El verbo firmar procede del latín firmare, que significaba ‘dar fuerza, afirmar’. De ese modo, la rúbrica que trazamos en un papel da fuerza a lo que allí esté escrito: afirma nuestra autoría o nuestra aceptación.
Y se trata de un acto, desde luego, que se debe ejecutar con toda consciencia; pues será tomado como una acción responsable y voluntaria. Si alguien no se halla en plenitud de sus condiciones mentales, será mejor que se aleje de la tinta. Por eso existe el dicho de que una persona «no está para firmar» cuando se ha agarrado una buena papalina. Y en ese caso ya vendrá un cronista actual a decir que «Fulano firmó una buena borrachera».
El uso deportivo de firmar (dejando a un lado los autógrafos) comenzó, creo, en el golf; porque al final de cada recorrido el jugador debe firmar la tarjeta donde figuran sus golpes. Así, se empezó a decir en la prensa deportiva, por ejemplo, «Jack Nicklaus firmó un recorrido de cuatro bajo par». Eso no era propiamente una metáfora, pues el recorrido se firmaba realmente sobre un cartoncillo. Pero el verbo se extendió a expresiones como «Ballesteros firmó una remontada histórica», que pasaron luego al fútbol y a otros deportes. Y de ese modo se ha acuñado un tópico descomunal que anula cualquier originalidad y bloquea la imaginación.
La narración deportiva necesita metáforas, por supuesto. Se puede escribir o decir «el delantero dibujó un gran gol», «el entrenador ha entramado una táctica agobiante», «el piloto culebrea en una extraordinaria carrera», «el tenista derramará más su esfuerzo y afinará su precisión», «el árbitro multó al defensa con una tarjeta»… Hay muchas más metáforas posibles.
El periodista que asuma el riesgo de aventurarse por esos nuevos caminos abandonará los tópicos y hará más personal su texto…, y tal vez así firmará de verdad una crónica original.
LOS DOS PALOS SON IGUALES
El palo izquierdo de la portería de fútbol mide 2,44 metros, mientras que el palo derecho mide… 2,44 metros también. Eso si se mira la portería de frente. Si se mira desde atrás, el palo derecho (que antes era el izquierdo) mide 2,44 metros…, lo mismo, qué casualidad, que el palo izquierdo (antes el derecho), que también mide 2,44 metros.
Así que cualquier hablante con cierta competencia en el idioma español (unos quinientos millones de personas, no tiene mucho mérito) se extrañará al oír que en las transmisiones futbolísticas se habla a menudo de «el palo largo» y «el palo corto». Y quizás se pregunte: ¿será que se considera que nunca es posible fabricar dos palos iguales, y que los comentaristas saben dónde está el fallo?
Pero en ese caso, añadirá el hablante competente, ¿qué sentido tiene decirlo tantas veces, si a simple vista resulta imposible apreciarlo?
Esos hablantes con mucha competencia en su propio idioma pensarán sin duda que si los delanteros supieran que un palo es más largo que otro, intentarían que el balón se dirigiera casi siempre hacia aquél, pues tendrían más oportunidades de conseguir el gol, aunque se tratase de milímetros de diferencia (¡cuántas veces un balón entra, o no, dependiendo de un pelo!).
Lo que quieren decir seguramente esos narradores (pero no lo dicen) es que algo pasa en relación con el palo más lejano o con el más cercano al balón. Pero lo largo o lo corto no residen en el palo mismo, sino en la distancia entre la madera y el lugar donde en ese momento se desarrolla el juego. Por supuesto, no vamos a recomendar aquí que se diga «el palo más lejano» o «el palo más cercano», sobre todo por las prisas que lleva el relato. Pero, existiendo desde hace decenios las expresiones «primer palo» y «segundo palo», no se entiende bien por qué se acude a menudo a unas fórmulas tan desacordes con la simétrica medida de los dos soportes del travesaño.
Hay narraciones periodísticas en las cuales el primer palo se le da a la lengua española; y el segundo palo también. Igualitos los dos.
MEDIRSE CON O MEDIRSE A
Un virus ha atacado a los periodistas deportivos y les impide utilizar el verbo pronominal medirse sin la preposición que le corresponde en el español correcto. Raro será leer «El Madrid se medirá el sábado con el Barcelona», que sería lo adecuado. Verá usted como se encuentra a cada paso «El Madrid se medirá el sábado al Barcelona». Y así sucesivamente.
Medirse es lo que se llama un verbo de régimen. Esos verbos no se denominan así porque estén a dieta, sino porque rigen (mandan) en las preposiciones que los acompañan. Por ejemplo, incurrir sólo consiente que le siga la preposición en («incurrir en falta», «incurrir en un error»), circunscribirse excluye todas las que no sean a («circunscribirse al área», «circunscribirse a