Propuesta de acuerdo sobre el lenguaje inclusivo

Álex Grijelmo

Fragmento

-2.xhtml

INTRODUCCIÓN

 

 

 

 

Este libro pretende ofrecer una argumentación razonable que conduzca a un eventual acuerdo general para expresarse en español sin discriminación hacia la mujer y, al mismo tiempo, con respeto a la historia, la estructura y la economía de la lengua, así como al uso más cómodo para los hablantes.

Con este fin, los primeros capítulos intentan explicar y desmontar algunos mitos que se han construido sobre el origen patriarcal del genérico masculino y sobre la supuesta ocultación de la mujer, mientras que los restantes están dedicados a describir la creación del léxico identitario del feminismo. La obra se cierra con un borrador de propuestas concretas que parten de los razonamientos desarrollados a lo largo del texto.

El autor no pretende tener la última palabra, ni mucho menos. Por tanto, se trata de un documento abierto a sugerencias, enmiendas y correcciones, incluso a ser desechado en su totalidad.

Todo el texto se ha concebido con tono conciliador, sin que ello suponga dar por buenos algunos tópicos que se han ido imponiendo a fuerza de repetirse y que sin embargo no responden a bases ciertas.

Asimismo, el libro combate frontalmente los contenidos machistas y vejatorios que se han hecho fuertes en el refranero, en los dichos populares y en la mala formación de algunos términos, entre otros aspectos.

Todo lo que se expone a continuación lo conocen de sobra los especialistas. Lo que intentan aportar estas líneas es una argumentación y un orden, mediante la articulación de algunos elementos que los lectores habrán venido recibiendo, quizá de manera dispersa, a través de los medios de comunicación. De hecho, las ideas de este libro han sido manejadas por el autor en artículos publicados en el diario El País durante los últimos años.

Ojalá sirva este empeño para serenar alguna discusión y aunar las voluntades de quienes deseen terciar en este espinoso asunto, origen de tantos conflictos diarios, sin descalificar las posiciones de los demás y escuchando todas las opiniones.

Las propuestas aquí contenidas se acompañan de razonamientos y documentación, como mejor manera de contribuir al debate. Porque, según señalaba el filósofo Gustavo Bueno en una entrevista televisiva, una opinión no vale de nada si no va seguida de un argumento.

 

Advertencia ortográfica: En la presente obra se han acentuado el adverbio sólo y los pronombres demostrativos, opción permitida por las Academias. Asimismo, no se ha situado una coma delante de pero cuando se ha considerado que ello interrumpiría el ritmo de la frase.

-3.xhtml

1

EL ORIGEN DE LOS GÉNEROS

 

 

 

 

La maestra pidió a los alumnos que dibujaran en su cuaderno escolar una persona. Lo hicieron con facilidad y con ilusión infantil. Trazaron un redondel a modo de cabeza, una línea vertical que constituyese el tronco, dos líneas horizontales que salían de él a uno y otro lado para formar los brazos, y otras dos líneas verticales, más abajo y en dirección oblicua, que representaran las piernas.

Resolvieron con éxito el reto, porque cualquiera que observara los dibujos entendería que coincidían con el concepto persona, como lo hacen, por ejemplo, los diseños básicos de los semáforos para peatones que se ven en las calles de todo el mundo.

El dibujo contaba, pues, con dos brazos y dos piernas. ¿Significaba eso en la mente de los alumnos que quienes careciesen de alguna de esas extremidades quedarían excluidos de la idea de persona? Desde luego que no.

Todos los seres humanos, fueran los que fuesen sus rasgos y características, quedaban englobados en ese dibujo del mismo modo que los cojos o los mancos deben esperar ante un semáforo en rojo sin que puedan pretextar que se saltan la señal porque el muñeco iluminado no los representa. Y lo mismo los blancos que los negros, los cobrizos que los amarillos, los mestizos o los mulatos.

Aquel muñeco dibujado en el colegio ejercía el papel de prototipo, una idea que sirve a las personas para facilitar sus comunicaciones. Usamos los prototipos a diario en la imaginación, y vemos a menudo en nuestro entorno los equivalentes de casa, de árbol, de automóvil… También al hablar nos manejamos con ellos para resumir nuestras ideas, porque de otro modo el lenguaje constituiría un engorro inútil.

La señal de tráfico que significa “Animales sueltos” muestra en España un ciervo o una vaca, y con ella se advierte a los conductores de que en la zona pueden encontrarse con individuos de diversas especies que crucen la carretera, incluidos los zorros o los caballos. Los dibujos que representan a esos animales en concreto invisibilizan a los otros en el significante (el signo) pero no en el significado (la idea o función que ese signo representa).[1] Se trata también de prototipos.

Un padre anima a su hija veinteañera a salir más para conocer a los solteros del barrio. Nadie pensaría que entre los solteros del barrio pretendiera incluir a los curas de la zona. Tampoco imaginaría que la palabra solteros abarca a los niños y las niñas o los bebés y las bebés, aunque ninguno de ellos haya contraído matrimonio.

Del mismo modo, cuando un amigo nos cuenta que se ha comprado un pájaro, nunca imaginaremos, hasta que lo veamos ante nosotros, que se refería a un pingüino.

Si nos preguntan qué vehículo con ruedas es capaz de circular a 1.000 kilómetros por hora, tardaremos un tiempo en adivinar el acertijo, porque se trata de una velocidad descomunal. Las palabras vehículo y circular nos remiten a coches, a bicicletas y a motos. Y eso dificultará que encontremos la respuesta correcta: un vehículo con ruedas capaz de circular a una velocidad de 1.000 kilómetros por hora es un avión.

El manejo mental de los prototipos sirve para toda clase de juegos, adivinanzas y crucigramas con truco. Y la trampa consiste precisamente en mostrar primero un prototipo y hacer ver después al interlocutor que éste no incluye las características exactas de todos los ejemplares a los que representa.

Nuestra mente se dirige al prototipo como una forma de resolver con sencillez la representación de conceptos. Y los prototipos funcionan, por tanto, como una herramienta sencilla de comunicación. Sencilla pero no exacta.

Pues bien, aquel día en la clase ya tenían los alumnos el dibujo infantil de una persona como se les había pedido. Un prototipo. Aunque ellos no sabían que se trataba de un prototipo.

Otro día, la maestra les indicó que debían representar el dibujo de una mujer. Enseguida se aprestaron con su pulso inseguro a repetir el redondel a modo de cabeza, el tronco vertical, los brazos horizontales…, y añadieron una falda en forma de triángulo. Su vértice superior enlazaba con el tronco, y de su base colgaban dos delgadas piernas.

La idea de mujer difería notablemente del concepto de persona que habían trazado antes, porque incorporaba un rasgo específico que la definía como tal. Para ello, usaron el prototipo de la falda, lo que no significa que deje de ser mujer la que vista pantalones, ni tampoco la que carezca de un brazo o de una pierna, o de las dos piernas y los dos brazos.

Y en el momento de terminar la segunda obra, ocurrió algo curioso. La aparición del prototipo de mujer en aquella hoja del cuaderno escolar había convertido el primer dibujo, el prototipo de persona, en la representación de un hombre. Los trazos de la falda, prototípicos del sexo femenino, sólo podían representar a una mujer. Y el dibujo original, que antes representaba a cualquier persona, pasó a significar también, al encontrarse al lado de esa nueva figura con falda que se había añadido, el concepto de hombre, aunque unos minutos antes abarcara a su vez a las mujeres.

Aquella página que desaparecería en algún lugar del pasado tenía dibujada una pareja: tal vez de hermanos, tal vez un matrimonio. En todo caso, el prototipo de una pareja.

Quienes estudian los orígenes remotos de las lenguas actuales saben que con el género femenino sucedió lo mismo: su aparición como género específico creó, en realidad, el género masculino. Nadie cometió una apropiación masculina de la clase absoluta de los seres humanos, sino que todo se debió a la creación del género femenino.[2]

Pero la alegoría bíblica de la costilla de Adán no nos sirve en este sentido; al menos, no exactamente. El género femenino no es la costilla que salió del masculino, sino la costilla que salió del genérico. Y éste, al nacer el femenino de una costilla suya, tuvo que desdoblarse y servir a partir de entonces no sólo para el genérico, que ya representaba, sino también para el masculino, que se oponía al nuevo género.

El masculino genérico nació, pues, como consecuencia de la importancia de la mujer y de la hembra en las antiguas sociedades humanas. No se creó como fruto de la dominación de los varones, sino como consecuencia de la visibilidad femenina.

 

 

EL INDOEUROPEO COMO CUNA DEL FEMENINO

 

La mayoría de las lenguas occidentales de hoy proceden del indoeuropeo, y más de la mitad de los habitantes de la Tierra hablan en la actualidad algún idioma que tiene su origen en él.

Aquella protolengua que se usaba hace miles de años constaba en un principio de dos géneros: uno para los seres animados y otro para los inanimados. Esos antepasados nuestros consideraron importante diferenciar entre lo que se movía (bisonte, niño, hombre) y lo que se estaba quieto (casa, escalera, piedra, árbol).[3]

Hoy en día nos resulta extraña esa distinción. Pero algo de aquello sigue entre nosotros. Por ejemplo, apreciamos esa misma diferencia en la preposición a cuando distingue en los complementos directos entre personas y cosas. Decimos “la obra dividió el Parlamento” (lo partió por la mitad para establecer físicamente dos zonas) y “la obra dividió al Parlamento” (los diputados discutieron entre sí respecto a la opinión que tenían sobre la oportunidad de acometerla). En el primer caso reificamos (o cosificamos) el término “el Parlamento” para mirarlo como inanimado; y en el segundo lo personalizamos (“al Parlamento”) y así lo convertimos en animado.

También diferenciamos entre quien (que referimos solamente a los seres humanos) y que (un relativo que podemos utilizar con antecedente de cosa): “Fue Prisciliano quien los mató”; “fue la montaña la que hizo difícil la carrera ciclista de ayer”.

Sin embargo, siglos y siglos después de aquella lejana división primitiva y básica en indoeuropeo, al género particular de los seres animados se le sumó un dibujo: el género femenino.

Los seres inteligentes de la Antigüedad no tuvieron suficiente con el concepto de persona o animal en general (ambos grupos como integrantes de la categoría de entes animados). Necesitaban marcar una diferencia clave: el sexo femenino.

Al principio lo hicieron con perífrasis (del tipo “mujer niño”, “hembra perro”). Pero este mecanismo “no guardó ninguna relación con el origen del género gramatical femenino”,[4] sino que operó como una forma independiente, yuxtapuesta, de nombrar lo que luego llamaríamos hembras y mujeres.

Los hablantes de aquel idioma empezaron a considerar trascendental en algún momento la diferencia de sexos entre personas y animales, seguramente por la capacidad de uno de ellos para alumbrar descendencia. Las vacas parían terneros; y las yeguas, potrillos; mientras que los toros y los caballos ofrecían a la vista un papel remoto y secundario en esa reproducción.

Desde que milenios atrás, con la revolución agrícola del Neolítico, sus antepasados hubieran comenzado a domesticar animales, parece lógico, en efecto, que importara bastante más disponer de hembras que de machos, pues un solo macho servía para fecundar a muchas hembras, mientras que la relación inversa (una hembra y numerosos machos) resultaba menos productiva. Así pues, el sexo femenino empezó probablemente a cobrar más relevancia que el masculino.

Por tanto, quien disponía de reses o de equinos valoraba la diferencia entre el número de machos y el de hembras; pues quien poseía ocho machos y dos hembras obtenía menos rendimiento que aquella familia que tuviera dos machos y diez hembras. No se presumía igual diciendo “tengo veinte caballos” que “tengo dos caballos y dieciocho yeguas”.

Y otro tanto ocurría entre las personas: las mujeres ofrecían la descendencia, y su función en la tribu adquiría un valor esencial para la continuación de la especie. O así debieron de verlo los hablantes de la época, porque realmente decidieron añadir el género femenino a su idioma. No sabemos si primero lo recibieron los animales o sucedió antes con las personas; pero las hembras y las mujeres irrumpieron en la lengua con un género exclusivo para ellas. Sin embargo, ay, la aparición del femenino con rasgos propios y específicos hizo que el genérico y el masculino coincidieran, igual que sucedía con aquel dibujo infantil. Y se creó así la división del viejo género animado en tres subdivisiones: el genérico, que englobaba a varones y mujeres, a machos y a hembras; el masculino y el femenino.

En efecto, cuando se incorporaron a la lengua palabras expresadas en femenino, el genérico primigenio no tuvo más remedio que convertirse, por exclusión, en masculino, sin por ello abandonar la representación de persona (el genérico) que siempre había desempeñado.

Este orden de aparición (es decir, el genérico fue primero; y el femenino se inventó después, lo que derivó en la visión de aquél como masculino, de forma ambivalente) se manifiesta en el hecho de que a menudo la forma femenina derive de la inicialmente genérica.

Ahora bien, el surgimiento del género femenino no provocó una creación simétrica del masculino. Así, a partir del genérico para seres animados que existió en el indoeuropeo se añadió una marca para el femenino, mientras que el masculino se quedó la marca cero (o morfema cero). Aportaré un ejemplo anacrónico con la intención de ilustrar esa idea. De la palabra genérica trabajador sale trabajadora, pero ello no obliga a crear trabajadoro. El masculino y el genérico se quedaron con ese morfema cero que fue ocupado por una -a para el femenino.

La profesora Lola Pons relataba en 2018 un fenómeno similar ocurrido con señor. En los textos castellanos más antiguos, esta palabra valía para hombre y para mujer. Por ejemplo, en El libro del buen amor, del siglo XIV, se lee que un enamorado quiere cumplir “el mandado de aquesta mi señor” (es decir, su amada).

Cuando apareció el femenino señora, la voz señor (un comparativo en principio, igual que superior) se convirtió en masculina… sin dejar de ser genérica para el plural. (“¿Quieren más vino los señores?”).

Y así se podría sostener que el masculino en realidad no existe, que opera como un engaño de los sentidos porque las palabras que ahora consideramos de ese género, incluidas las que terminan en -o, fueron el término general que en los orígenes del idioma abarcaba a seres animados machos (o varones) y hembras (o mujeres), y cuyo ámbito se redujo al surgir el femenino.

Podemos suponer que los ancestrohablantes entendieron que no había necesidad de más, puesto que se podían entender sin problemas gracias a los contextos; y aplicaron una ley universal que todavía rige en cualquier actividad humana: la economía del esfuerzo.

Por tanto, como señala la filóloga María Ángeles Calero, hay que inculcar en quienes estudian la asignatura de Lenguaje o Lengua Española “un concepto global del accidente gramatical, no la imagen de que el género por excelencia es el masculino, del cual brota el femenino”,[5] ya que esta visión supedita una vez más el papel de la mujer al protagonismo inicial del varón.

 

 

LA HISTORIA RECONSTRUIDA

 

Ninguno de los presentes nos hallábamos sobre la Tierra hace 70.000 años, cuando nació el lenguaje tal como lo entendemos hoy. No obstante, hemos podido deducir qué pasó en aquellos tiempos, del mismo modo que la ciencia ha reconstruido el nacimiento de la Tierra ocurrido a partir de una gran explosión originaria y ha conocido su evolución geológica.

Por otro lado, es de suponer que aquellos seres que crearon los géneros con un lenguaje todavía en formación no estarían pensando en la visibilidad o invisibilidad de las mujeres, ni en arrinconarlas mediante el lenguaje, sino en comunicarse para comer ese día.[6] Seguro que no tenían en su cabeza abstracciones como géneros, concordancias o sustantivos, que llegarían miles de años después, cuando nacieron las gramáticas. La del español, en 1492.

La primera pista sobre el origen más remoto de las lenguas actuales la ofreció, según diversos autores, un inglés que residía en Calcuta, donde había sido nombrado juez. Corría el siglo XVIII (el año 1783, para ser exactos), y sir William Jones se vio obligado a estudiarse las leyes de aquel país, la India, colonizado por el gobierno de Su Majestad británica. Leyes que se habían escrito en sánscrito, como era de suponer.[7] Lo hizo muy a gusto, porque desde su llegada quedó fascinado por la cultura y las costumbres de la India.[8]

El bueno de William Jones descubrió, gracias a su conocimiento de las lenguas clásicas, que se producían llamativas coincidencias entre algunas palabras del sánscrito y los términos correspondientes del griego antiguo y el latín. Así, comprobó que la palabra madre, que en sánscrito se decía mātár, presentaba un extraordinario parecido con mḗtēr del griego clásico y mater del latín. La constatación de éstas y otras muchas semejanzas igualmente significativas le movió a concebir su libro The sanskrit language, considerado el texto fundacional de la ciencia de la lingüística comparada.

Pero a medida que los conocimientos sobre el indoeuropeo se ampliaron, fueron cada vez más también las lenguas que se iban sumando a la primitiva comparación.

Por eso no nos puede extrañar que el parecido se observara también en madre (español, italiano), mère (francés), Mutter (alemán), mother (inglés), matka (polaco), módir (islandés), mathir (celta antiguo)… Parecía claro que algo común relacionaba a todas esas palabras que nombran a la madre, como también a otras muchas que se fueron añadiendo a la lista progresivamente: mãtar en avéstico, mair en armenio; en lituano móté, en letón mate, en tocario mãcar…[9]

Y así fue como mediante el análisis de similitudes entre lenguas tan distantes (parecidos que eran no sólo léxicos, sino también gramaticales) se llegó a reconstruir el dibujo de las distintas familias que, a modo de ramas, forman parte de ese árbol común que es la lengua indoeuropea.

Se podía haber pensado en algo mágico, como tantas veces hicieron los seres humanos al observar fenómenos cuya explicación desconocían. Pero no. No había un dios de las palabras que dictase las coincidencias que presentaba la palabra madre con arreglo a un origen divino. Ni las de padre, por supuesto: fader en gótico, patḗr en griego, pater en latín… ¡y pitar en sánscrito!

Sin embargo, el indoeuropeo original no disponía de una palabra como mar (sea en inglés, jūra en lituano, θάλασσα o zálassa en griego actual), de lo cual se deduce que aquel protoidioma nació en algún lugar sin costas, se calcula que hace más de 5.000 años; y que la raíz indoeuropea *mori- se extendió más tarde, cuando ya no podía influir en el griego o el lituano, lenguas que se habían desgajado antes del tronco inicial.

Las investigaciones de los especialistas han conducido a saber que existió un pueblo con una lengua común entre el quinto y el segundo milenio antes de Jesucristo. Y que luego ese pueblo se fue disgregando, lo que dio lugar a otros idiomas derivados.[10]

Por alguna razón, en efecto, miles de años antes de Cristo los hablantes del indoeuropeo empezaron a disgregarse por los continentes asiático y europeo, y esa emigración formó así la base de otras muchas lenguas.

Los filólogos han tenido que recomponer con mucho estudio y gran capacidad de deducción aquella lengua origen de otras, entre ellas el español (y antes el latín), además del alemán, el inglés, el armenio, el griego, el persa, el sueco, el francés, el hetita, el avéstico, el tocario, el anatolio…, y han deducido sus normas de derivación. ¿Cómo lo hicieron? Para empezar, dándose cuenta de la gran coincidencia de rasgos entre todas ellas: fonéticos, léxicos, gramaticales, sintácticos… Dibujaron ramas y troncos y llegaron así hasta la raíz que los alimentó.

Descubrieron el origen indoeuropeo del grupo de lenguas indoiranias (sánscrito, persa, védico, urdu, avéstico); el grupo baltoeslavo (serbio, bosnio, esloveno, búlgaro, ruso, polaco); el grupo de lenguas romances o latinas (español, francés, italiano, catalán, gallego, rumano, portugués); el grupo germánico (inglés, alemán, holandés, noruego, islandés, danés); el grupo celta (bretón, galés, irlandés)…

Unas lenguas se desgajaron del tronco indoeuropeo antes y otras después. Entre las más primitivas figura el anatolio (ya desaparecida), que carecía de género femenino (y, por tanto, tampoco tenía género masculino). Y entre las posteriores encontramos el latín (que sí cuenta con esa diferencia).

La rama lingüística del anatolio se quedó aislada al sur del Cáucaso, separada del resto del pueblo indoeuropeo, y no compartió ya las innovaciones de fecha posterior a su aislamiento; entre ellas, la oposición de masculino y femenino y los grados de comparación del adjetivo.[11]

Si algunas lenguas desgajadas tempranamente no tienen masculino y femenino (como acabamos de señalar respecto al anatolio), pero sí disponen de esa diferencia las que se convirtieron en ramas más tarde, cabe deducir que en un principio el indoeuropeo no contó con géneros, y que formó el femenino con posterioridad.

Por su parte, el griego antiguo innovó también, respecto al indoeuropeo primitivo, con la introducción del artículo masculino y el femenino, y, como también ocurre en latín, conservó la oposición de los géneros inanimado (o neutro) y animado.[12]

Obviamente, ésta es una explicación muy resumida. Los especialistas en indoeuropeo y sus lenguas derivadas aportarían muchísimos más datos y razones, pero reproducirlos aquí nos llevaría a un excurso inconveniente para la estructura del libro.

Porque el propósito de este capítulo inicial, en cualquier caso, consiste en argumentar que no se puede afirmar que el uso del genérico masculino provenga de un dominio de los hombres en la sociedad y que naciera para mayor gloria de ellos. Esto es “una hipótesis científicamente indemostrable”, como señala la profesora María Márquez Guerrero.[13] Y además, probablemente falsa.

La sociedad de hace 5.000 años, en la que se formó el indoeuropeo sin géneros masculino y femenino, no debía de ser muy diferente en su estructura de poder de la que creó siglos después el género destinado a mujeres y hembras. Sin embargo, parece probable que en algún momento sí sintieran sus individuos la necesidad de nombrar a personas y animales del sexo femenino, como acabamos de reseñar, una vez consolidadas las primitivas sociedades ganaderas y agrícolas.

La influencia del factor reproductivo en los animales y su relevancia para el ser humano queda patente en que los nombres de muchas especies próximas a nosotros ofrecen los dos géneros; mientras que los de aquellas indiferentes históricamente para la vida humana forman parte de los epicenos[14] (es decir, sustantivos que no ofrecen cambio morfológico, sino que se mantienen invariables y sirven para nombrar a seres de uno y otro sexos), como sucede con jirafa o ballena.

Es importante el sexo de toros y vacas, caballos y yeguas, perros y perras, cerdos y cerdas, gatos y gatas, gallos y gallinas…, de los animales domésticos en general. En cambio, no nos cambia la vida el diferente sexo de los delfines, los leopardos, los cocodrilos, los mosquitos, las moscas, las cucarachas o las garzas, pongamos por caso, y por eso históricamente no hemos dedicado especial interés a distinguirlos según sus atributos.

Así pues, el epiceno se da casi siempre en especies cuya diferencia sexual nos trae sin cuidado (el besugo, la merluza, el cachalote, la pantera), porque no los tenemos en la granja para utilizar sus servicios; y si los tuviéramos, tampoco nos resultaría fácil distinguir su sexo en la mayoría de los casos: en los peces, porque no se observa a simple vista (a diferencia de lo que pasa con leones y leonas, por ejemplo); y en los animales salvajes, porque no convenía acercarse mucho a ellos para comprobarlo.

Y si en algún momento nos interesa resaltar el sexo de estos animales, optaremos por decir “una pantera macho” o “un besugo hembra”.

Por todo ello, la formación del femenino vino a trastrocar la idea de persona o animal como simple representación genérica, a fin de añadir al catálogo de designaciones una característica muy particular. Y es probable que el genérico que abarcaba a hombres y mujeres (y luego también solamente a hombres) se especializara como fruto no de una dominación masculina, sino, por el contrario, de la importancia que todos los hablantes dieron a la condición femenina. No en el sentido que ahora emplearíamos, desde luego, pero sí con una visión práctica y descriptiva de la vida.

En realidad, la creación del femenino no supuso sólo la creación del femenino: supuso la formación de los géneros tal como los conocemos hoy.

Ahora diríamos que la visibilización de las mujeres y las hembras obligó a dotarlas de un género propio distinto del común hasta entonces. Y así, sucedió que el género femenino se fue formando a partir del preexistente, mediante la adición de un morfema específico a la palabra original.

Un proceso que no se ha completado aún, tantos siglos después (por ejemplo, del comparativo original señor salió señora; pero el proceso de superior a superiora camina con lentitud, todavía no adaptado totalmente).

Aquella aparición del femenino que se produjo en la evolución del indoeuropeo no ocurrió en otras lenguas. De hecho, la mayor parte de los idiomas del mundo carece de género gramatical.[15] Eso nos puede extrañar, porque los más próximos a la cultura latina sí lo manejan, aunque la presencia del femenino se verifica de muy diferente manera en ellos. En unos casos, por ejemplo en inglés, no incluye a los adjetivos y afecta a muy pocos pronombres; y en otros, como ocurre en español y otras lenguas romances, unos adjetivos admiten la flexión (bueno y buena, estupendo y estupenda, horroroso y horrorosa), y otros no (imposible, difícil, fácil, triste).

 

 

GÉNERO Y PATRIARCADO

 

En los tiempos actuales, y sin tener en cuenta la historia de las lenguas, se ha establecido en algunos ámbitos como un hecho indiscutido la relación causa-efecto entre el patriarcado histórico que se ha dado en la mayoría de las sociedades y el dominio del masculino genérico frente al femenino. Sin embargo, eso, dicho sea con todo el respeto, forma parte de la misma conjetura que alumbró dioses y religiones.

Se trata de dos hechos yuxtapuestos que invitan a deducir una relación causal entre ellos. Pero hay que cuidarse de tales razonamientos, porque pueden conducir a error.

Si llegamos a una isla desierta agarrados a una tabla y vemos de repente un león negro, lo primero que hacemos es salir corriendo. Cuando, una vez puestos a refugio, observamos que por el otro lado llegan dos leones negros más, deduciremos que en esa isla desconocida todos los leones son negros, aunque hayamos visto a los únicos tres leones negros de todo el lugar. Así funcionamos en nuestras deducciones, y lo hacemos porque en una inmensa mayoría de los casos resolvemos los problemas con acierto. Veamos estas dos afirmaciones:

“Juana no aceptó. Le pagaban poco”.

Esa yuxtaposición invita a que deduzcamos que Juana no aceptó el trabajo porque le pagaban poco, aunque tal relación causal no esté expresada en nexo alguno entre las dos oraciones. Nuestro “juicio de probabilidad” (que aplicamos continuamente en nuestra vida cotidiana, casi siempre con acierto) nos conduce a deducirlo.

Analicemos este segundo ejemplo:

“Manuela se fue de casa. Luis se quedó llorando”.

Seguramente quien lo lea obtendrá la impresión a primera vista de que Luis se quedó llorando porque Manuela se fue de casa. El sentido pragmático del lenguaje invita a ello, y también los modelos mentales que solemos construir intuitivamente.

Pero bien podría ocurrir que Luis estuviera llorando por la muerte de un hermano suyo y que Manuela saliera de la casa para encargar una corona en la floristería de la esquina. En esas situaciones, unas veces se acierta (en la mayoría) y otras se falla.

Queremos mostrar con tales ejemplos que la exposición sucesiva de hechos no indica siempre que estén relacionados. Es decir, que hechos correlativos no son hechos relativos… Al menos, no lo son siempre. Estamos así ante la famosa falacia llamada post hoc ergo propter hoc (después de esto, luego a consecuencia de esto), que conecta causalmente dos fenómenos que simplemente son consecutivos en el tiempo.

Como señala Steven Pinker, las personas comprendemos (aunque no lo apliquemos siempre) el principio de que la correlación no siempre entraña causalidad. Sin embargo, “nuestras intuiciones causales, allá en lo profundo, no son más que expectativas acuñadas por la experiencia”.[16] Son epifenómenos, productos secundarios de las causas reales.

Estamos, pues, ante la trampa de “afirmar el consecuente”: la verdad del consecuente no demuestra la verdad del antecedente. Podemos decir que “comer verduras es sano”. Y construir este razonamiento: “Tú estás sano. Luego comes verduras”. O que “fumar acorta la vida”: Y añadir: “Tú tienes 96 años, luego no has fumado”. Pero la verdad del consecuente no demuestra la verdad del antecedente.

Del mismo modo, puede resultar errónea la relación que establecemos intuitivamente ante estas dos ideas: “El masculino genérico se impone en el lenguaje sobre el femenino. En nuestra sociedad, los hombres se imponen sobre las mujeres. Por tanto, el masculino genérico es fruto de la imposición de los hombres sobre las mujeres”.

Esa relación de causa-efecto (es decir, el dominio social de los hombres provoca el predominio masculino en el lenguaje) puede parecerse a la teoría de los dos relojes formulada (con otro propósito) por el holandés Arnold Geulincx.[17] Dos relojes de pared marchan perfectamente. Uno marca la hora y el otro da las campanadas, de modo que si miramos al uno y oímos al de al lado podría pensarse que el primero hace sonar al segundo.

Dicho de un modo más rural: sabemos que el canto de los gallos no hace que salga el sol. El gallo canta, y después amanece. Por ello, se podría establecer cabalmente que el quiquiriquí del ave despierta al astro para que disponga un nuevo día.

Aristóteles se refería también a la “causa falsa”, que consiste en tomar como tal lo que no es más que un antecedente o un simple hecho previo en la sucesión temporal.

Ése ha sido el sino de la humanidad. Como señala el ensayista chileno Rafael Echeverría, “cada vez que vemos una flecha volando, debe habe

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos