El escándalo del siglo

Gabriel García Márquez

Fragmento

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PRÓLOGO

El mundo reconoce a Gabriel García Márquez como un novelista extraordinario: el amado creador del coronel Aureliano Buendía y de Macondo, del épico amor de Fermina Daza y Florentino Ariza, de la muerte de Santiago Nasar, y del colosal y solitario dictador en El otoño del patriarca. Por todo eso le concedieron en vida el máximo reconocimiento a un literato, el premio Nobel, y todo Hispanoamérica se regocijó al ver a «uno de los dieciséis hijos del telegrafista de Aracataca» en su ceremonia de aceptación ante los reyes de Suecia.

Gabo (nombre afectuoso con el que se le conoce en todo el mundo hispano) es conocido también como amigo y confidente de Fidel Castro y de Bill Clinton, así como de Cortázar, Fuentes y sus otros colegas del boom, además de marido de Mercedes Barcha y padre de dos hijos, Gonzalo y Rodrigo. A su muerte, acaecida en 2014, a los ochenta y siete años, todo el mundo acudió a su funeral, celebrado en el hermoso palacio de Bellas Artes de la capital de su país de residencia, México. Cuando Juan Manuel Santos, entonces presidente de Colombia, su tierra natal, dijo que era el mejor colombiano de todos los tiempos, nadie lo puso en duda.

Pero, aparte de todo esto, Gabo fue periodista; el periodismo fue en cierto modo su primer amor, y, como todos los primeros amores, el más duradero. Esta profesión le aportó el primer sustento como escritor, algo que él recordó siempre; su admiración por el periodismo llegó al punto de proclamar en alguna ocasión, con su característica generosidad, que era «el mejor oficio del mundo».

Esta hipérbole fue inspirada por un sentimiento de respeto y afecto hacia una profesión que hizo suya al mismo tiempo que daba los primeros pasos como escritor. En 1947, en su primer año en la Universidad Nacional de Bogotá, Gabo vio publicados sus primeros cuentos cortos en el diario El Espectador. Quería ser escritor, pero había ingresado en la facultad de Derecho para complacer a su padre.

La violencia política irrumpió bruscamente en la vida de Gabo en abril de 1948, cuando el asesinato del carismático líder liberal Jorge Eliécer Gaitán provocó varios días de revuelta popular. Durante la conmoción, recordada como «el Bogotazo», la residencia estudiantil de Gabo fue incendiada y la propia universidad fue cerrada sine die. Ese fue el comienzo de una guerra civil —denominada «La Violencia»— entre liberales y conservadores que duraría una década y costaría la vida a unas 200.000 personas.

Colombia nunca sería la misma, y tampoco la vida de Gabo. Para poder continuar sus estudios, se trasladó a Cartagena de Indias, se matriculó en la universidad y comenzó a colaborar en mayo de 1948 con el nuevo diario local, El Universal. Poco tiempo después, dejó los estudios para dedicarse plenamente a la escritura. Intentó ganarse la vida escribiendo artículos para El Heraldo de Barranquilla, ciudad adonde se mudó en 1950. Fueron años felices y formativos: rodeado de otros jóvenes creadores —escritores, artistas, bohemios— que llegaron a ser grandes amigos y formaron el llamado «Grupo de Barranquilla». En esa época, Gabo vivía en un hotel de paso, firmaba una columna bajo el pseudónimo Septimus, y terminó su primera novela, La hojarasca.

Esta antología, tan bienvenida como necesaria, resalta el legado del periodista Gabriel García Márquez por medio de una selección de sus artículos publicados. Arranca con el joven y bohemio Gabo de la etapa costeña, que apenas despega como escritor, y sigue unos cuarenta años hasta mediados de los ochenta, siendo ya un autor maduro y consagrado. Esta antología nos revela un escritor de pluma amena en sus orígenes, bromista y desenfadado, cuyo periodismo es poco distinguible de su ficción. En «Tema para un tema», por ejemplo, escribe sobre la dificultad de encontrar un tema apropiado para empezar una nota. «Hay quienes convierten la falta de tema en tema para una nota periodística», dice, y, después de revisar un abanico de historias pintorescas que aparecen en los diarios —que la hija del dictador español Franco se casa y que el novio se llama «el Yernísimo», que unos chicos resultan quemados por jugar con platillos voladores—, deja claro que es posible escribir un artículo entretenido sobre nada en particular. En «Una equivocación explicable», Gabo narra cómo un hombre profundamente borracho se suicidó tirándose por la ventana de su hotel al ver pescados caer desde el cielo. Con el hecho consumado, el remate de Gabo tiene un tono gótico noir tipo Edgar Allan Poe que revela un periodista motivado sobre todo por el deseo de «echar un cuento bien contado», como él mismo solía decir con su estilo costeño: «Cali. Abril 18. Una extraordinaria sorpresa tuvieron en el día de hoy los habitantes de la capital del valle del Cauca, al observar en las calles centrales de la ciudad la presencia de centenares de pescaditos plateados, de cerca de dos pulgadas de longitud, que aparecieron regados por todas partes».

En 1954, Gabo regresó a Bogotá para trabajar en El Espectador, el mismo diario que había publicado sus primeros cuentos cortos. Empezó haciendo críticas de cine, y se dedicó al reportaje como enviado especial, pero también publicó notas de su interés —algunas recogidas en este volumen—, crónicas sobre leyendas populares de la costa, o reflexiones sobre acontecimientos que le intrigaban: en «Literaturismo», menciona un horripilante homicidio cometido en Antioquia. Con un tono de amonestación rebajado por su característico humor negro, Gabo anota: «La noticia no ha merecido —al cambio actual del peso periodístico— más de dos columnas en la página de las noticias departamentales. Es un hecho de sangre, como cualquiera. Con la diferencia de que en este tiempo no tiene nada de extraordinario, pues como noticia es demasiado corriente y como novela es demasiado truculento. Convendría recomendar un poco de discreción a la vida real». En otro artículo, «El cartero llama mil veces», Gabo vuelve a demostrar que es posible construir una noticia de la nada con una deliciosa crónica sobre la casita de Bogotá adonde van a parar las cartas que nunca llegan a su destino.

Durante su estancia en Bogotá, Gabo no tardó en consagrarse como cronista de renombre nacional con su dramática crónica serializada «Relato de un náufrago», publicada en 1955. Basada en entrevistas con Luis Alejandro Velasco, único superviviente del barco ARC Caldas, de la marina colombiana, que se había hundido a causa de una tormenta en su viaje de vuelta de Mobile, Alabama, la historia de Gabo fue todo un éxito. Publicada en catorce entregas, la serie rompió el récord de ventas de El Espectador, al tiempo que suscitó un fuerte escándalo por lo que Gabo afirmaba allí: que el buque se había hundido a causa de la sobrecarga derivada del contrabando subido a bordo por oficiales y tripulación; el resultado fue que el editor, para alejar a Gabo del ojo del huracán, lo envió a Europa. Era la primera vez que Gabo salía de Colombia.

En los dos años y medio que pasó en Europa, moviéndose como corresponsal itinerante del El Espectador por París, Italia, Viena e incluso los países de Europa oriental, al otro lado del Telón de Acero, Gabo escribió una serie de crónicas acerca de todo lo que le parecía digno de interés, desde una cumbre política de alto nivel en Ginebra hasta las supuestas trifulcas entre dos célebres actrices del cine italiano o la neblina de Londres. Su prosa era fresca, y sus crónicas siempre agudas y cargadas de ironía; era un gran «mamador de gallo», como dicen de los bromistas en Colombia, y la cohorte de fieles seguidores adquirida gracias a «Relato de un náufrago» estaba dispuesta a leer cualquier cosa que saliese de su pluma.

En uno de sus trabajos europeos, «S.S. se va de vacaciones», Gabo se explaya sobre el recorrido habitual del Papa desde el Vaticano hasta su palacio de Castelgandolfo, a las afueras de Roma. Planteando la escena como un guionista de cine, Gabo escribió: «El Papa se fue de vacaciones. Esta tarde, a las cinco en punto, se instaló en un Mercedes particular, con placas SCV-7, y salió por la puerta del Santo Oficio, hacia el palacio de Castelgandolfo, a 28 kilómetros de Roma. Dos gigantescos guardias suizos lo saludaron en la puerta. Uno de ellos, el más alto y fornido, es un adolescente rubio que tiene la nariz aplanada, como la nariz de un boxeador, a consecuencia de un accidente de tránsito». La historia está cargada de suspense gracias al truco de agregar a la crónica secciones interiores con títulos propios: uno sobre el calor de ese día: «35 grados a la sombra», y otro, «Accidentes del camino», en el que explica el retraso de diez minutos de Su Santidad en llegar a su palacio a causa de un camión atravesado. La eventual llegada del Papa la comparte en tono irónico: «Nadie se dio cuenta en Castelgandolfo por qué lado entró el Papa a su palacio de vacaciones. Entró por el oeste, a un jardín con una avenida bordeada de árboles centenarios».

Cuando volvió a América Latina, a finales de 1957, Gabo llegó reclutado por Plinio Apuleyo Mendoza, un amigo colombiano, para trabajar en Momento, una revista de Caracas. Mendoza también lo había acompañado en su viaje a los países de Europa del Este. Su llegada coincidió con una nueva etapa de convulsión política: al poco tiempo de llegar, en enero de 1958, se produjo la caída del dictador venezolano Marcos Pérez Jiménez. Fue el primer derrocamiento popular de un dictador en una época en que América Latina estaba gobernada casi exclusivamente por dictadores. Lo que Gabo vivió durante el siguiente año en el volátil ambiente venezolano supuso para él un despertar político.

Regresó brevemente a Barranquilla para casarse con Mercedes Barcha, una bella joven momposina de la cual se había enamorado años antes, durante su etapa costeña. Volvieron juntos a Caracas. Cuando su amigo Mendoza dejó Momento a causa de un desacuerdo con el dueño, Gabo se solidarizó con él y renunció. Como freelance, empezó a escribir artículos para otras publicaciones. Dos de ellos, recogidos aquí, «Caracas sin agua» y «Sólo doce horas para salvarlo», son clásicos del emergente estilo periodístico de Gabo, en el cual la narración, reconstrucción minuciosa de dramas de la vida real, es vehiculada por un tono de suspense a veces casi hitchcockiano, y con un desenlace que solo se revela al final.

En enero de 1959, dos semanas después de que el ejército rebelde de Fidel Castro derrocase al dictador Fulgencio Batista y tomase el poder en Cuba, Gabo y Mendoza lograron viajar a la isla a bordo de un destartalado avión enviado a Caracas por los triunfantes barbudos para traer periodistas. A partir de ahí empezó una relación con la revolución cubana que duró toda su vida. Sobre esa primera experiencia cubana escribió memorablemente en «No se me ocurre ningún título».

En su texto, Gabo situó la recién estrenada revolución en el contexto político de aquel momento a través de una viñeta genial sobre el poeta cubano Nicolás Guillén, a quien había conocido en París cuando ambos se alojaban en el mismo hotel de mala muerte en el Barrio Latino, unos años antes. «[…] aun en los tiempos más crueles del invierno —escribió Gabo—, Nicolás Guillén conservaba en París la costumbre muy cubana de despertarse (sin gallo) con los primeros gallos, y de leer los periódicos junto a la lumbre del café arrullado por el viento de maleza de los trapiches y el punteo de guitarras de los amaneceres fragosos de Camagüey. Luego abría la ventana de su balcón, también como en Camagüey, y despertaba la calle entera gritando las nuevas noticias de la América Latina traducidas del francés en jerga cubana.»

La situación del continente en aquel momento quedaba perfectamente expresada en el retrato oficial de la conferencia de jefes de Estado que se había reunido el año anterior en Panamá: «Apenas si se vislumbra un civil escuálido en medio de un estruendo de uniformes y medallas de guerra. Incluso el general Dwight Eisenhower, que en la presidencia de los Estados Unidos solía disimular el olor a pólvora de su corazón con los vestidos más caros de Bond Street, se había puesto para aquella fotografía histórica sus estoperoles de guerrero en reposo. De modo que una mañana Nicolás Guillén abrió su ventana y gritó una noticia única: “¡Se cayó el hombre!”. Fue una conmoción en la calle dormida porque cada uno de nosotros creyó que el hombre caído era el suyo. Los argentinos pensaron que era Juan Domingo Perón, los paraguayos pensaron que era Alfredo Stroessner, los peruanos pensaron que era Manuel Odría, los colombianos pensaron que era Gustavo Rojas Pinilla, los nicaragüenses pensaron que era Anastasio Somoza, los venezolanos pensaron que era Marcos Pérez Jiménez, los guatemaltecos pensaron que era Castillo Armas, los dominicanos pensaron que era Rafael Leónidas Trujillo, y los cubanos pensaron que era Fulgencio Batista. Era Perón, en realidad. Más tarde, conversando sobre eso, Nicolás Guillén nos pintó un panorama desolador de la situación de Cuba. “Lo único que veo en el porvenir —concluyó— es un muchacho que se está moviendo mucho por los lados de México.” Hizo una pausa de vidente oriental, y concluyó: “Se llama Fidel Castro”».

Y su propia llegada a La Habana en plena efervescencia revolucionaria, Gabo la recordó de la siguiente manera: «Antes del mediodía aterrizamos entre las mansiones babilónicas de los ricos más ricos de La Habana: en el aeropuerto de Campo Columbia, luego bautizado con el nombre de Ciudad Libertad, la antigua fortaleza batistiana donde pocos días antes había acampado Camilo Cienfuegos con su columna de guajiros atónitos. La primera impresión fue más bien de comedia, pues salieron a recibirnos los miembros de la antigua aviación militar que a última hora se habían pasado a la Revolución y estaban concentrados en sus cuarteles mientras la barba les crecía bastante para parecer revolucionarios antiguos».

Con la publicación y el espectacular éxito de Cien años de soledad, el año 1968 fue uno de los grandes hitos en la vida de Gabriel García Márquez. A partir de ahí, Gabo y su familia gozaron de estabilidad económica y él fue internacionalmente aclamado, con total merecimiento, como uno de los grandes novelistas contemporáneos. Gabo no abandonó las cimas literarias en los siguientes veinte años —en ese lapso publicó sus otras obras mayores, incluidas El otoño del patriarca y El amor en los tiempos del cólera—, pero paralelamente, y aunque esta faceta fuese mucho menos conocida por sus millones de lectores más allá de América Latina, Gabo siguió ejerciendo de periodista, y con un enfoque cada vez más políticamente comprometido.

En la década de los setenta, en medio del ambiente de creciente tensión en América Latina propiciado por el triunfo de la revolución cubana y la política de violenta contención impulsada por Estados Unidos, Gabo entró en una etapa de periodismo militante. Cuando, en 1973, el presidente socialista chileno Salvador Allende fue brutalmente derrocado por el general Augusto Pinochet llegó a declarar que no volvería a publicar ningún libro hasta la caída del régimen. Aunque no cumplió dicha promesa, sí empezó a expresar de un modo cada vez más claro sus simpatías con las causas de izquierdas.

Junto con algunos amigos periodistas colombianos, impulsó Alternativa, una revista de izquierdas; escribía artículos y columnas críticas con la política norteamericana y a favor de Cuba y de Fidel Castro, con quien empezó a desarrollar una duradera amistad. Escribió una larga crónica alabando la histórica expedición militar cubana en Angola, y otra, incluida en este volumen, que se tituló «El golpe sandinista. Crónica del asalto a la “Casa de los Chanchos”» y que trataba como una epopeya heroica el secuestro masivo de parlamentarios nicaragüenses por parte de un grupo de guerrilleros sandinistas.

En la crónica «Los cubanos frente al bloqueo», incluida en esta antología, Gabo utilizó sus dotes narrativas para hacer comprender a sus lectores las implicaciones del famoso «embargo» —«bloqueo» para los cubanos— que Estados Unidos aplicó sobre Cuba a partir de1961. Escribió: «Aquella noche, la primera del bloqueo, había en Cuba unos 482.560 automóviles, 343.300 refrigeradores, 549.700 receptores de radio, 303.500 televisores, 352.900 planchas eléctricas, 286.400 ventiladores, 41.800 lavadoras automáticas, 3.510.000 relojes de pulsera, 63 locomotoras y 12 barcos mercantes. Todo eso, salvo los relojes de pulso que eran suizos, había sido hecho en los Estados Unidos. Al parecer, había de pasar un cierto tiempo antes de que los cubanos se dieran cuenta de lo que significaban en su vida aquellos números mortales. Desde el punto de vista de la producción, Cuba se encontró de pronto con que no era un país distinto sino una península comercial de los Estados Unidos».

A causa de textos como estos, Gabo fue muy criticado por la prensa de derechas en Estados Unidos y América Latina, y algunos llegaron a tildarlo de propagandista del régimen cubano, o incluso de tonto útil de Fidel Castro. Gabo siguió apoyando las causas en que creía, ejerciendo además un papel diplomático al involucrarse personalmente en esfuerzos de diálogo entre Estados Unidos y Cuba, así como entre líderes guerrilleros colombianos y los sucesivos gobiernos de su país.

Pero la obra de Gabo trascendía también sus ideas políticas. En 1987, ante la abrumadora noticia del asesinato, por orden de Pablo Escobar, de Guillermo Cano, su amigo y editor al frente de El Espectador durante décadas, Gabo escribía esta sentida y conmovedora alabanza: «Durante casi cuarenta años, a cualquier hora y desde cualquier parte, cada vez que ocurría algo en Colombia, mi reacción inmediata era llamar a Guillermo Cano por teléfono para que me contara la noticia exacta. Siempre, sin una sola falla, salía al teléfono la misma voz: “Hola, Gabo, qué hay de vainas”. Un mal día del diciembre pasado, María Jimena Duzán me llevó a La Habana un mensaje suyo, con la solicitud de que escribiera algo especial para el centenario de El Espectador. Esa misma noche, en mi casa, el presidente Fidel Castro estaba haciéndome un relato absorbente en el curso de una fiesta de amigos, cuando oí, casi en secreto, la voz trémula de Mercedes: “Mataron a Guillermo Cano”. Había ocurrido quince minutos antes, y alguien se había precipitado al teléfono para darnos la noticia escueta. Apenas si tuve alientos para esperar, con los ojos nublados, el final de la frase de Fidel Castro. Lo único que se me ocurrió entonces, ofuscado por la conmoción, fue el mismo impulso instintivo de siempre: llamar por teléfono a Guillermo Cano para que me contara la noticia completa, y para compartir con él la rabia y el dolor de su muerte».

Hacia finales de los noventa, Gabo, diagnosticado de cáncer linfático (aunque se recuperaría de dicha enfermedad), empezó a debilitarse inexorablemente en la última década y media de su vida.

En 1996, antes que empezaran sus problemas de salud, publicó el libro Noticia de un secuestro, uno de sus escasos trabajos periodísticos de envergadura ampliamente conocido a nivel internacional; trata del espeluznante calvario de un grupo de influyentes colombianos, la mayoría periodistas, que fueron tomados como rehenes por Pablo Escobar en su esfuerzo de convencer al gobierno colombiano de abandonar el acuerdo de extradición para narcotraficantes que había firmado con Estados Unidos.

En 1998, Gabo utilizó parte del dinero de su premio Nobel para comprar la revista Cambio, que pertenecía a una amiga suya, y volver a lanzarla con un nuevo equipo de reporteros y editores. En Cambio publicó algunas de sus últimas piezas periodísticas; por ejemplo, un perfil de la cantante barranquillera Shakira y otro del caudillo venezolano Hugo Chávez. La revista finalmente tuvo que cerrar, pero mientras duró Gabo disfrutó de la experiencia, encantado de vivir nuevamente a fondo en el «mejor oficio del mundo».

En la misma época, desde 1995, Gabo impartió talleres en la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano, con sede en Cartagena de Indias y creada con el propósito de divulgar nuevas técnicas periodísticas e incentivar a una nueva generación de periodistas latinoamericanos. En una conversación que mantuvimos en 1999, me invitó a ser uno de los profesores de la Fundación y me describió la futura fraternidad hemisférica de cronistas y reporteros como «una mafia genial de amigos» que no solo elevaría el nivel periodístico de América Latina, sino que fortalecería sus democracias.

En los años transcurridos desde entonces, miles de periodistas han pasado por los talleres y participado en los premios de la Fundación, y muchos de ellos han atribuido su posterior éxito profesional a «la Fundación de Gabo», como suelen llamarla. Algunos han fundado revistas y portales dedicados a la crónica y el periodismo de investigación; otros han escrito libros; muchos han ganado grandes premios. Seguramente es una genialidad singular que un autor emblemático del boom de la ficción latinoamericana tenga como uno de sus legados más palpables ser padrino de un nuevo boom latinoamericano, el de la crónica. Tras la muerte de Gabriel García Márquez, una ley del Congreso de Colombia ha dispuesto establecer en su amada Cartagena de Indias un «Centro Gabo» de carácter permanente, en alianza con su Fundación, para que su legado periodístico, entre otras herencias, sea reconocido y difundido a las nuevas generaciones.

JON LEE ANDERSON, 8 de julio de 2018

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NOTA DEL EDITOR

Gabriel García Márquez se encargó de repetir que el periodismo es «el mejor oficio del mundo» y que se consideraba antes periodista que escritor: «Soy un periodista, fundamentalmente. Toda la vida he sido un periodista. Mis libros son libros de periodista, aunque se vea poco».

Esta selección de cincuenta textos de Gabriel García Márquez publicados en periódicos y revistas entre 1950 y 1987, escogidos de entre la monumental Obra periodística en cinco volúmenes compilados por Jacques Gilard, tiene el propósito de acercar a los lectores de su ficción una muestra de su labor en prensa y revistas, fruto del oficio que siempre consideró como la fundación de su obra. Los lectores de su ficción encontrarán en muchos de estos textos una voz reconocible, la formación de esa voz narrativa a través de su trabajo periodístico.

Quienes quieran profundizar en el tema cuentan con la obra de Gilard, reeditada en Literatura Random House. En sus prólogos hallarán una apasionante y erudita explicación histórica y temática de sus textos y de su oficio. Como afirma Gilard, «el periodismo de García Márquez fue principalmente una escuela de estilo, y constituyó el aprendizaje de una retórica original». En Gabo periodista, edición no venal publicada por la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano y por el Conaculta de México, se encuentra una selección diferente realizada por importantes colegas periodistas y una cronología detallada de su carrera.

Aunque algunos de sus primeros cuentos preceden a sus notas en la prensa, el periodismo fue el oficio que permitió al joven García Márquez dejar sus estudios de Derecho, comenzar a escribir en El Universal de Cartagena y en El Heraldo de Barranquilla, y viajar a Europa como corresponsal de El Espectador de Bogotá (para quitarlo de en medio tras el conflicto que provocó su gran primer reportaje sobre el marinero náufrago). A su regreso, y gracias a su amigo y colega periodista Plinio Apuleyo Mendoza, prosiguió su labor periodística en Venezuela en revistas como Élite o Momento, hasta instalarse en Nueva York como corresponsal de la agencia cubana Prensa Latina. Unos meses después llega con su esposa, Mercedes Barcha, y su hijo Rodrigo a México, donde abandonará el oficio temporalmente para encerrarse a escribir Cien años de soledad, cuya prehistoria también se encuentra en un texto aquí recogido, «La casa de los Buendía». Aunque su trabajo como escritor ocuparía la mayor parte de su tiempo, siempre volvió a su pasión por el periodismo y llegó a fundar seis medios, entre ellos Alternativa y Cambio: «No quiero que se me recuerde por Cien años de soledad, ni por lo del premio Nobel, sino por el periódico».

El escándalo del siglo toma el título del gran reportaje central de esta antología, enviado desde Roma y publicado en trece entregas consecutivas en El Espectador de Bogotá en septiembre de 1955. En esas cuatro palabras encontramos condensados el titular periodístico y la exageración que tiende a la literatura. El subtítulo es ya una perla con la firma del autor: «Muerta, Wilma Montesi pasea por el mundo».

Entre los textos se encuentran notas de prensa, columnas, comentarios, crónicas, reportajes, artículos de opinión y perfiles. El lector encontrará también algunos textos literarios publicados paralelamente en prensa o en revistas literarias.

El criterio de la selección ha sido personal y trata de sortear cualquier categorización académica, estilística o histórica. Como lector y editor de García Márquez, he escogido textos donde aparece latente esa tensión narrativa entre periodismo y literatura, donde las costuras de la realidad se estiran por su incontenible impulso narrativo, ofreciendo a los lectores la posibilidad de disfrutar una vez más del «contador de historias» que fue García Márquez.

Pero al mismo tiempo García Márquez escribía su obra de ficción empleando los recursos de su profesión de periodista, como dejó dicho en una entrevista: «Pero esos libros tienen tal cantidad de investigación y de comprobación de datos y de rigor histórico, de fidelidad a los hechos, que en el fondo son grandes reportajes novelados o fantásticos, pero el método de investigación y de manejo de la información y los hechos es de periodista».

El lector encontrará textos juveniles de prensa en los que el narrador en ciernes trata de hallar un motivo que le permita cruzar la línea hacia lo literario, como el comentario humorístico que abre la selección sobre el barbero del presidente, tempranos fragmentos de narraciones donde aparece ya la familia Buendía o Aracataca, crónicas desde Roma en las que sigue la muerte de una joven italiana cuyo posible asesinato implica a las élites políticas y artísticas del país y donde ensaya el relato policiaco y una crónica de sociedad que nos recuerda a La Dolce Vita, reportajes sobre trata de blancas de mujeres desde París a América Latina que terminan con una interrogación, notas reelaboradas sobre noticias de cable de otros países, reflexiones sobre su oficio de escritor como muchos de los apasionantes artículos escritos para la «tribuna» de El País en su última y prolífica etapa de 1980, y decenas de otras narraciones que nos devuelven al García Márquez que seguimos echando de menos. Parafraseando a Gilard, son textos de «un periodista colombiano suelto por el mundo».

Tengo una deuda especial con Carmen Balcells y Claudio López de Lamadrid, quienes confiaron en mi trabajo editorial para llevar adelante este proyecto cuando ya había trabajado con García Márquez en la edición de sus memorias y lo visitaba con frecuencia en su estudio de El Pedregal mientras armábamos juntos Yo no vengo a decir un discurso. A Mercedes, Rodrigo y Gonzalo, cuyas sugerencias y consejos me han acompañado en estos años de lecturas y relecturas de estos textos, el agradecimiento de siempre por su inmensa generosidad. El legado de la obra periodística de la que aquí se presenta una muestra sigue creciendo gracias a la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano, dirigida por Jaime Abello, a través de talleres donde se han formado y especializado centenares de periodistas de todo el mundo y donde se otorga cada año el premio que lleva su nombre. Finalmente, mi mayor agradecimiento se lo debo al propio Gabo, por su confianza en mi trabajo y, sobre todo, por su amistad.

CRISTÓBAL PERA

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EL ESCÁNDALO DEL SIGLO

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EL BARBERO PRESIDENCIAL

En la edición de un periódico de gobierno apareció hace algunos días el retrato del Excmo. Sr. Presidente de la República, Mariano Ospina Pérez, en el acto inaugural del servicio telefónico directo entre Bogotá y Medellín. El jefe del Ejecutivo, serio, preocupado, parece en la gráfica rodeado por diez o quince aparatos telefónicos, que parecen ser la causa de ese aire concentrado y atento del presidente. Creo que ningún objeto da una impresión más clara de hombre atareado, de funcionario entregado por entero a la solución de complicados problemas disímiles, como este rebaño de teléfonos (y pido, entre paréntesis, un aplauso para la metáfora, surrealistamente cursi) que decora la gráfica presidencial. Por el aspecto de quien hace uso de ellos, parece que cada receptor comunicara con uno distinto de los múltiples problemas de estado y que el señor presidente se viera precisado a estar durante las doce horas del día tratando de encauzarlos a larga distancia desde su remoto despacho de primer magistrado. Sin embargo, a pesar de esta sensación de hombre incalculablemente ocupado, el señor Ospina Pérez sigue siendo, aun en la fotografía de que me ocupo, un hombre correcto en el vestir, cuidadosamente peinados los hilos de sus nevadas cumbres, suave y liso su mentón afeitado, como un testimonio de la frecuencia con que el señor presidente acude a la íntima y eficaz complicidad del barbero. Y en realidad, es esta la pregunta que me he formulado al contemplar la última fotografía del mandatario mejor afeitado de América: ¿Quién es el barbero de palacio?

El señor Ospina es hombre cauto, astuto, precavido, que parece conocer profundamente la índole de quienes le sirven. Sus ministros son hombres de su entera confianza, en quienes no es posible imaginar pecados contra la amistad presidencial, ya sean éstos de palabra o de pensamiento. El cocinero de palacio, si es que palacio tiene un cocinero, debe ser funcionario de irrevocable convicción ideológica, que prepara con exquisito cuidado los guisos que pocas horas después irán a servir de factor altamente nutritivo para la primera digestión de la República, que debe de ser buena y despreocupada digestión. Además, dado el caso de que hasta la cocina de palacio penetren, clandestinamente, las malintencionadas calumnias de la oposición, no faltará un honesto probador en la mesa de los presidentes. Si todo ello sucede con los ministros, con el cocinero, con el ascensorista, ¿cómo será con el barbero, el único mortal sufragante que puede permitirse la libertad democrática de acariciar el mentón del presidente con el afilado acero de una navaja barbera? Por otra parte, ¿quién será ese caballero influyente a quien todas las mañanas el señor Ospina comunica sus preocupaciones de la noche anterior, a quien relata, con cuidadosa minuciosidad, la trama de sus pesadillas, y quien es, al fin y al cabo, un consejero eficaz como debe de serlo todo barbero digno?

Muchas veces la suerte de una república depende más de un solo barbero que de todos sus mandatarios, como en la mayoría de los casos —según el poeta— la de los genios depende del comadrón. El señor Ospina lo sabe y por eso, tal vez, antes de salir a inaugurar el servicio telefónico directo entre Bogotá y Medellín, el primer mandatario, con los ojos cerrados y las piernas estiradas, se entregó al placer de sentir muy cerca de su arteria yugular el frío e irónico contacto de la navaja, mientras por su cabeza pasaban, en apretado desfile, todos los complicados problemas que sería necesario resolver durante el día. Es posible que el presidente hubiera informado a su barbero de que esa mañana iba a inaugurar un servicio telefónico perfecto, honra de su gobierno. «¿A quién llamaré en Medellín?», debió de preguntar, mientras sentía subir la afilada orilla por su garganta. Y el barbero, que es hombre discreto, padre de familia, transeúnte en las horas de reposo, debió guardar un prudente, pero significativo silencio. Porque en realidad —debió de pensar el barbero— si él en lugar de ser lo que es, fuera presidente, habría asistido a la inauguración del servicio telefónico, habría tomado el receptor y, visiblemente preocupado, habría dicho con voz de funcionario eficiente: «Operadora, comuníqueme con la opinión pública».

16 de marzo de 1950, El Heraldo, Barranquilla

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TEMA PARA UN TEMA

Hay quienes convierten la falta de tema en tema para una nota periodística. El recurso es absurdo en un mundo como el nuestro, donde suceden cosas de inapreciable interés. A quien pretenda sentarse a escribir sobre nada, le bastaría con hojear desprevenidamente la prensa del día, para que el problema inicial se convierta en otro completamente contrario: saber qué tema se prefiere entre los muchos que se ofrecen. Véase, por ejemplo, la primera plana de un periódico cualquiera. «Dos niños jugaron con platillos voladores y resultaron quemados.» Enciéndase un cigarrillo. Repásese, con todo cuidado, el revuelto alfabeto de la Underwood y comiéncese con la letra más atractiva. Piénsese —una vez leída la información— el doloroso desprestigio en que han caído los platillos voladores. Recuérdese la cantidad de notas que se han escrito sobre ellos, desde cuando se vieron por primera vez —hace casi dos años en los alrededores de Arkansas— hasta ahora, cuando ya se han convertido en un simple aunque peligroso juguete infantil. Considérese la situación de los pobres platillos voladores, a quienes, como a los fantasmas, la humanidad les falta al respeto sin ninguna consideración por su elevada categoría de elemento interplanetario. Enciéndase otro cigarrillo y considérese, finalmente, que es un tema inservible por exceso de velocidad.

Léase luego la información internacional. «El Brasil no dispondrá este año de un sobrante de café.» Pregúntese: «¿A quién puede importarle esto?». Y sígase adelante. «El problema de los colonos de Mares no es un simple caso legal.» «El Carare, una gran sorpresa.» Léanse las notas editoriales. En cada adjetivo, encuéntrase la huella de un censor implacable. Todo, en realidad, de un innegable int

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