Vuelos nocturnos (Mortal Engines 0)

Philip Reeve

Fragmento

VuelosNocturnos-2.xhtml

pag8.jpg

Puertoaéreo flotaba sobre el viento vespertino. Las enormes bolsas de gas de la ciudad volante estaban tocadas por la luz dorada como las nubes del ocaso, pero el terreno de abajo estaba en sombra, excepto en aquellos lugares donde el agua reflejaba el cielo, en las huellas de las cadenas tractoras que horadaban llanuras y colinas. Aquí y allá, un grupúsculo de luces móviles delataba una población o una pequeña ciudad-tracción que se abría camino a través de un crepúsculo cada vez más profundo. Una lenta y antigua ciudad mercante avanzaba hacia el sur, haciéndose paso entre las montañas, y una manada de ciudades depredadoras trituraba el terreno tras ella esperando una oportunidad para atacar. Allí abajo solo se podía cazar o ser cazado.

Sin embargo, en Puertoaéreo nadie tenía que preocuparse por aquellas cosas. Nadie cazaba en Puertoaéreo, donde los aviadores y mercaderes del aire procedentes de las ciudades-tracción se relacionaban en términos casi amistosos con los pilotos de las fortalezas estáticas de la Liga Antitracción. A la luz de los faroles, en las salas comunes de techo bajo del Bolsa de Gas y Góndola, la mejor taberna de Puertoaéreo, los mercaderes londinenses hacían tratos con los comerciantes de Lahore, y los viajeros procedentes de los Traktiongrads escuchaban las últimas canciones de Nuevo Maya. Había buena comida y bebida, y camas mullidas para aquellos aviadores que buscaban mejorar los estrechos camastros de sus naves. Y lo mejor de todo era que se podían escuchar historias, porque nadie contaba mejores historias que los hombres y mujeres que se ganaban la vida en los Caminos de las Aves y nadie se complacía más que ellos en contarlas.

Aquella noche había un concurrido grupo alrededor de la mesa circular de la barra principal, bajo una de las hélices de la vieja nave rápida Tardigrade, reconvertida en ventilador de techo. Allí estaba Nils Lindstrom, el capitán del carguero Garden Aeroplane Trap, poniéndole la carne de gallina a todo el mundo con un relato sobre los hechos sobrenaturales que había presenciado en los Desiertos de Hielo. Ahora, Yasmina Rashid, de la nave corsaria Zainab, contaba una persecución que tuvo con cometas piratas sobre las rojas colinas secas de Yemen mientras Jean-Claude Reynault, de La Bella Aurore, la interrumpía con el relato de una batalla parecida sobre el mar Amarillo. Coma Korzienowski, comandante de la Todeswurst, una nave blindada de reconocimiento del Traktionstadt Coblenz, lo escuchaba todo con una expresión en el rostro que dejaba intuir a los demás que tenía una historia propia que contar y que se trataba de una buena historia.

—¿Y qué hay de ti, Anna Fang? —preguntó Reynault cuando Yasmina terminó con sus piratas—. Tú has volado más lejos que ninguno de nosotros. ¿No tienes ninguna historia que compartir?

La mujer a la que se dirigía estaba sentada en la punta más alejada de la mesa. Había inclinado la silla de modo que el respaldo se apoyaba contra la pared y tenía el rostro en penumbra. Una mujer atractiva, con la piel curtida por el viento y mechas blancas en el corto cabello negro. Había escuchado todos los relatos de la noche y había reído tan alto como la que más en los momentos cómicos, pero no había pronunciado palabra. Y tampoco lo hizo entonces; solo se limitó a sonreír a Reynault. Tenía los dientes manchados de rojo, de zumo de nueces de areca.

—Anna no cuenta sus historias —dijo Yasmina—. Ella es más de dar respuestas cortas a preguntas largas. Te dirá: «Crecí en las celdas de esclavos de Arkangel y construí mi nave con piezas robadas», pero nunca te contará ni cómo ni cuándo.

—O te dirá: «En una ocasión sobrevolé los desiertos embrujados de América» —dijo Lindstrom—, pero nunca te contará lo que vio allí. Se cuentan muchas historias sobre Anna, pero la propia Anna nunca cuenta ninguna.

—Es espía de la Liga Antitracción —dijo Coma Korzienowski—. Está entrenada para no contarle nada a nadie. Y, cuando lo hace, lo más probable es que sea mentira. ¿No es así, Anna?

pag12.jpg

Anna Fang rio.

—Escuchemos la historia de Coma —respondió—. Lleva toda la noche muriéndose de ganas de contarla.

Coma replicó que no era cierto, pero luego comenzó a contarla igualmente. Era una historia que Anna ya había oído, así que no se molestó en intentar seguir el hilo. Se concedió disfrutar del sonido de la voz de Coma, de la risa de los demás, de sus rostros a la luz de los faroles. Les tenía mucho cariño a todos: algunos eran viejos amigos y otros, antiguos adversarios, y allí, en Puertoaéreo, aquella diferencia tampoco importaba demasiado. Pero Anna no quería compartir sus historias con ellos. Las historias cambian cada vez que se cuentan. Se inventan detalles nuevos para satisfacer a los oyentes, hay cosas que se exageran o se sacan del relato y el narrador no tarda en llegar a creer que la nueva historia es la verdadera. Anna quería que sus historias se mantuvieran igual, tan genuinas como su memoria fuera capaz de conservarlas.

«Pero quizá debería contárselas a alguien», pensó. Tal vez, cuando volara de regreso a casa, a Shan Guo, se las contaría a Sathya, la niña descalza que había rescatado en Kerala y que era lo más parecido que Anna tenía a un pariente. Comenzaría desde el principio, con la historia sobre Anna Fang que todo el mundo conocía, la de cómo había escapado de las jaulas de esclavos de Arkangel cuando apenas era una niña, en una nave que ella misma había construido.

Salvo que la historia de verdad, como todas las cosas de verdad, había sido más complicada de lo que los relatos sobre ella la hacían parecer…

VuelosNocturnos-3.xhtml

cap1.jpg

Anna supo lo que eran en cuanto los vio: aeromotores gemelos Jeunet-Carot llegados directamente desde París. La nave de sus padres había estado propulsada por motores como aquellos. El padre de Anna siempre decía que eran los mejores aeromotores que jamás se habían construido. Habían transportado el barco aeromercante Sirena por los Caminos de las Aves durante toda la infancia de Anna sin dar un solo problema. No había sido culpa de los motores que el viento hubiera cambiado inesperadamente un día mientras sobrevolaban las montañas de Tannhäuser y se hubieran atascado con la finísima ceniza procedente de un volcán.

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos