El 11 de marzo de 2004 fue un jueves aciago en Madrid. Acababa de amanecer cuando retumbaron varias explosiones en un tren de cercanías que entraba en el andén de la estación de Atocha. Eran las 7.37 de una mañana casi primaveral. En menos de cinco minutos diez bombas reventaron cuatro trenes procedentes de Alcalá de Henares, con un efecto devastador que se traduciría en 191 muertos y más de 2.000 heridos. «Tengo la certeza de que ha sido ETA», fue el veredicto inapelable que el presidente Aznar me transmitió por teléfono a las 13.06. Veinte años después sigue sosteniendo que él era la diana de aquel atentado, que buscaba echar del poder a su partido y cuyos autores no vivían «en desiertos muy remotos ni en montañas muy lejanas». Una perífrasis que señala a ETA en contra de la verdad judicial, que responsabilizó de la matanza a una célula yihadista, según sentencia firme del Tribunal Supremo dictada en julio de 2008.
Cuando estaba a punto de llegar a casa después de dejar a mi hija Cristina en el colegio Estudio en el que preparaba la selectividad, escuché que Iñaki Gabilondo informaba en la Cadena SER, poco antes de las ocho, de una explosión que se había producido en las vías de Atocha, a la que siguió minutos después otra deflagración en la estación de Santa Eugenia. Desde el centro de pantallas del ayuntamiento aconsejaban evitar la glorieta de Atocha.
En el boletín de las ocho, Severino Donate comparaba la imagen del tren con la de los autobuses israelíes destripados por bombas. Después de resumir los pocos datos disponibles, Gabilondo reflexionaba: «Parece que ETA está detrás de esto y parece que asoma en un momento como este con su lenguaje habitual, repugnante, de sangre, de miedo, de horror y de ira. A punto de iniciar ya el último tramo de la campaña electoral, en la que irrumpe una vez más violentamente ETA. Esa es al menos la impresión que en este momento tenemos». A las ocho y media confirmaba que había víctimas mortales: «Estamos hablando de una masacre, una auténtica carnicería…». Los testigos describían escenas aterradoras.
Llamé al director adjunto, José María Izquierdo, que ya estaba en su despacho. Los periodistas de El País se habían movilizado sin necesidad de recibir órdenes, unos a las estaciones para ver en directo el impacto de las bombas, otros a la redacción central para preparar la edición especial que acordamos sacar a la una de la tarde. Movilizamos incluso a los alumnos del máster de Periodismo, en el que estaba matriculada mi hija Mónica, convencida de que era un atentado islamista. Todos estábamos obsesionados con la pregunta de quién había podido cometer aquella matanza. La cifra de muertos había subido a 131 al mediodía, a 170 a la una de la tarde, algo inabarcable incluso en un país habituado a la brutalidad del terrorismo. Era el mayor atentado de nuestra historia.
Los políticos coincidían en señalar públicamente a ETA, aunque en las llamadas que hice a lo largo de la mañana algunos apuntaron ciertas similitudes con atentados ejecutados por el terrorismo yihadista. Solo Arnaldo Otegi, máximo dirigente de una ilegalizada Batasuna, había rechazado cualquier vínculo de ETA con la matanza y apuntado hacia alguna de las marcas del fundamentalismo islamista. Nuestro delegado en el País Vasco, Ander Landaburu, se puso en contacto con los responsables de la lucha contra ETA en Francia. Sus fuentes eran muy solventes y en muchas ocasiones nos habían ayudado de manera extraordinaria. Su conclusión no admitía dudas: «No ha sido ETA. Tenemos controlados a los jefes de la organización y es imposible que haya cometido este atentado».
Me instalé en el despacho del director adjunto para seguir más de cerca el trabajo de una redacción que, en un clima de gran intensidad emocional, cerraba a toda máquina la edición especial. Poco antes de la una de la tarde llamé al secretario de Estado de Comunicación, Alfredo Timermans, para decirle que necesitábamos una versión oficial del atentado, puesto que no terminaba de producirse la conferencia de prensa del ministro del Interior, Ángel Acebes. Me anticipó que el Gobierno tenía la absoluta certeza de que había sido ETA, dadas las coincidencias con el patrón de algunos atentados que la policía había impedido en meses anteriores. Me dijo que en todo caso hablaría con el presidente. Habíamos cerrado provisionalmente la portada con el título «Matanza terrorista en Madrid», que un equipo de Antena 3 había grabado, pero empezamos a valorar un posible cambio por otro que terminaría diciendo «Matanza de ETA en Madrid».
A las 13.06 entró a través de la centralita una llamada de Timermans, que me pasó al presidente. Sin presentaciones ni preámbulos me dijo: «Tengo la certeza de que ha sido ETA». Describió los atentados que esa organización terrorista había planeado en meses anteriores y que las fuerzas policiales habían evitado. «En esta ocasión lamentablemente lo han conseguido». Desautorizó sin ninguna vacilación el desmentido de Otegi. Siempre tuve la sospecha de que tenían intervenido su teléfono y que por sus llamadas de esa mañana sabían que no tenía información directa. La conversación con Aznar duró menos de dos minutos y discurrió por el mismo raíl que las que mantuvo con otros cinco directores de periódicos de Madrid y Barcelona. En ellas sentó las bases de una gran mentira que ha mantenido durante veinte años.
El orgullo de las Azores
El 11M tuvo un efecto directo de 191 muertos (terminarían siendo 193) y más de 2.000 heridos. José María Aznar sigue creyendo que él y su Gobierno eran el objetivo marcado por una mente diabólica, que había elegido esa fecha para condicionar las elecciones que iban a celebrarse el domingo 14. Según confesión propia, fue el día más duro de su vida, peor que aquel 19 de abril de 1995 en el que ETA intentó asesinarlo haciendo estallar una bomba cuando su coche blindado circulaba por la calle madrileña de José Silva.
En 1996 había asumido el compromiso de no permanecer en la Moncloa más de dos mandatos y estaba a tres días de que se celebraran las elecciones generales que ponían término a su segunda legislatura, en la que gozó de una mayoría absoluta que le permitió desplegar a plenitud su proyecto político. Y nada hacía temer que su sucesor, Mariano Rajoy, designado por él mismo sin consultarlo con ningún órgano colegiado, no fuera a ganar los comicios convocados para el 14 de marzo. Unos meses antes había declarado en tono grandilocuente: «A mí no me echará mi partido, como a Thatcher; ni la corrupción, como a Felipe González. Yo saldré por la puerta grande».
Tenía cierta habilidad para activar lemas con gancho. Ya había acertado en 1994 con uno muy potente: «Váyase, señor González», que daría fruto en dos años. Otro no menos afortunado, aunque el tiempo lo revelaría del todo falso, fue aquel que proclamaba que «el PP es incompatible con la corrupción». Uno de sus preferidos después de instalarse en la Moncloa era «España va bien». Su estilo seco no conseguía ocultar un ego hipertrofiado que le había llevado a exclamar en una entrevista al Financial Times que el milagro de España era él. O a organizar el 5 de septiembre de 2002 la boda de su hija Ana en El Escorial, como si se tratara de unas nupcias reales, con los reyes como testigos excepcionales, aunque no demasiado felices en su papel, y una cohorte de invitados en la que figuraban Tony Blair, Silvio Berlusconi y los jefes de la operación Gürtel, que muchos años después pagarían en la cárcel sus negocios sucios con el PP.
En el epílogo del segundo tomo de sus memorias, publicado hace diez años, respondía a la cuestión de qué es el liderazgo en los siguientes términos: «Antes éramos nosotros quienes íbamos a ver a los demás para saber lo que teníamos que hacer, y ahora son los demás los que vienen a vernos para saber qué es lo que tienen que hacer». Desde la derrota electoral de Helmut Kohl en Alemania, a finales de 1998, Aznar creyó que el PP se había convertido en la referencia europea del centro derecha, en el modelo a imitar para países como Alemania, Francia e Italia.
Daba por hecho que solo con exponer los logros de sus ocho años de gobierno le alcanzaba a Mariano Rajoy para ganar. Había conseguido pasar con cierta holgura el examen de ingreso en el euro, lo que por primera vez permitía a nuestro país incorporarse en su momento fundacional a la revolución monetaria que supuso para Europa. La privatización de las empresas públicas más rentables (Telefónica, Argentaria, Endesa, Repsol) le ayudó a cumplir los objetivos de deuda y déficit fijados para el euro y de paso instaló a sus amigos al frente de las grandes corporaciones, creando una red clientelar que se ha mantenido hasta tiempos recientes. Las estadísticas económicas, sobre todo en materia de paro y déficit, habían entrado en una senda virtuosa durante su primera legislatura y, tras un intento fallido de negociación con ETA, en la segunda estrechó el cerco a la banda terrorista con una batería de leyes consensuadas con el PSOE (pacto antiterrorista, ley de partidos, cumplimiento íntegro de penas) y una persecución policial implacable. La lucha contra el terrorismo era una de sus prioridades, que sintetizó en la frase «solo con la ley, pero con toda la ley».
Tenía el convencimiento íntimo de haber sido el mejor presidente de la democracia reconstruida y aun de todo el siglo xx. Para encontrar un antecedente comparable sus panegiristas tenían que remontarse a Antonio Cánovas del Castillo, el padre de la Restauración en la segunda mitad del siglo XIX. No en vano escribía en sus memorias que España estaba en «uno de los mejores momentos de su historia». En una entrevista concedida en mayo de 2013 a RTVE, en el segundo año del mandato de Rajoy con mayoría absoluta, declaró sin rubor: «Yo le di a mi sucesor la España más próspera que hemos conocido». Para añadir acto seguido que en ese momento (Europa no había superado aún la gran recesión) la nación vivía «una crisis política, institucional y económica con pocos precedentes y viene de una ruptura del pacto constitucional por parte de los nacionalismos y de parte de la izquierda». Cataluña había lanzado ya el desafío de la autodeterminación después del drástico recorte del Constitucional a su nuevo Estatuto y se empezaba a gestar la convocatoria de un referéndum unilateral. Aznar consideraba roto el pacto constituyente y ni siquiera descartaba su regreso a la política.
Su último año de gobierno estuvo marcado por una creciente rebelión popular ante su alineamiento sin fisuras junto a George W. Bush en el conflicto de Irak, aunque él consideraba un mérito personal haber sentado a España junto a Estados Unidos en la gobernanza del mundo. Como prueba de que estaba en la senda correcta, en sus memorias cita repetidamente a Bill Clinton, para que en el imaginario popular no quede la aventura de Irak como un mero capricho derivado de su amistad con Bush. Ya en diciembre de 1998 había apoyado a Clinton en la operación Zorro del Desierto, consistente en cuatro días de bombardeo aéreo de las instalaciones militares de Irak por la expulsión de los inspectores de Naciones Unidas que rastreaban supuestos arsenales de armas de destrucción masiva. Tras su reelección en 1996 Clinton había sentenciado: «La fuerza no puede ser la primera respuesta, pero a veces es la única respuesta».
La llegada de Bush a la Casa Blanca en 2001 reforzó el encuadramiento de Aznar con Estados Unidos, especialmente después de los atentados del 11S contra las Torres Gemelas de Nueva York. Bush fijó las líneas generales de su estrategia contra Sadam Hussein en el discurso pronunciado ante la Asamblea de las Naciones Unidas el 12 de septiembre de 2002, en cuyas conclusiones estableció que Irak produce y usa armas de destrucción masiva (biológicas, químicas y misiles de largo alcance) en violación de las resoluciones de Naciones Unidas, y que para su adquisición había desviado fondos del programa Petróleo por Alimentos. Aznar menciona como de pasada en sus memorias que Bush le había llamado la víspera para informarle del contenido de su intervención: «Quería trabajar con las Naciones Unidas a partir de la constatación evidente del incumplimiento por parte de Sadam de las resoluciones que le afectaban». Añade que habló con Blair sobre esta estrategia de implicar a Naciones Unidas, que a juicio de ambos «era la correcta».
A propuesta de Estados Unidos y Reino Unido el Consejo de Seguridad aprobó por unanimidad, el 8 de noviembre de 2002, la resolución 1441, que conminaba a Sadam Hussein a presentar en el plazo de un mes una declaración exhaustiva de sus programas para el desarrollo de armas químicas, biológicas y nucleares. El embajador norteamericano, John Negroponte, anticipó que la resolución no contemplaba ningún automatismo en caso de violación, lo que obligaría a un nuevo debate. Este extremo sería reiterado por el embajador británico. Aznar entendía, sin embargo, que la resolución habilitaba por sí sola el uso de la fuerza, ya que «Irak estaba técnicamente en guerra», en una situación de alto el fuego tras el cese de hostilidades de 1991.
En el seno de la Unión Europea se estaba librando una batalla formidable: Francia y Alemania se oponían a una intervención militar en Irak mientras los inspectores de Naciones Unidas no certificaran la existencia de armas de destrucción masiva, y Reino Unido y España apoyaban la estrategia belicista de Bush en cualquier circunstancia. Aznar consideraba que el verdadero motivo de la discrepancia era la pretensión franco-alemana, que lideraba Jacques Chirac, de «romper amarras con Estados Unidos e inaugurar una nueva concepción de la defensa de los países europeos [...] en la que España y otros países no tendríamos mucho que decir y en la que nuestros intereses quedarían supeditados al autoproclamado núcleo de la Europa europea».
Esa era, a juicio de Aznar, la verdadera razón de la discrepancia franco-alemana sobre Irak, y no el debate sobre las armas de destrucción masiva, que Sadam Hussein ya había utilizado contra su propia población kurda. Chirac tuvo gestos inaceptables de prepotencia, como cuando mandó callar a Polonia, Hungría y la República Checa por su condición de advenedizos, pero Aznar deja sin explicar por qué una alianza más estrecha con Estados Unidos le iba a proporcionar un margen de maniobra mayor que un acuerdo preferente con los vecinos europeos.
El liderazgo de España en los debates sobre Irak era a su juicio el resultado del protagonismo adquirido en la UE durante los últimos años. «En España seguía muy extendida la idea de que cualquier cosa que viniera de Europa era de por sí positiva y buena para España. Esto era probablemente la consecuencia de la transición y del importante papel desempeñado por Europa en nuestra apertura a la democracia y nuestra posterior consolidación económica». «Yo no estaba dispuesto a aceptar esa dinámica», enfatiza en sus memorias, y, cuando Francia y Alemania hicieron pública una nota sobre Irak sin consultar a los demás socios, dijo no. Y a petición del Wall Street Journal redactó un escrito de apoyo a Estados Unidos que terminarían suscribiendo dieciocho de los veinticinco miembros de la UE.
Ante el incumplimiento de los plazos impuestos por la resolución 1441, Aznar planteó la conveniencia de buscar una nueva resolución del Consejo de Seguridad que actuara, si llegaba el caso, como desencadenante de la acción militar. «El primer ministro británico, Tony Blair, y yo mismo aconsejamos esta iniciativa, no porque la considerásemos jurídicamente necesaria, sino porque parecía políticamente conveniente».
Bush invitó al matrimonio Aznar a compartir un fin de semana (21/22 de febrero) en su rancho de Crawford (Texas), do
