Bajo la mirada del dragón despierto

Mavi Doñate

Fragmento

Introducción

Me voy a China

Cuando era pequeña, mi tío Emiliano me regaló dos teléfonos de mesa. Eran de color naranja y se conectaban con unos cables, lo que te permitía hablar por ellos de una habitación a otra de la casa. En aquella España de los setenta que se empezaba a abrir, ese juguete despertó mi imaginación y la de mi primo Ricardo; por aquel entonces, éramos los dos únicos niños de la familia. Con esos teléfonos podíamos hablar hasta con el país más lejano, incluso llamar a China, y así lo representábamos. Cuando su teléfono sonaba en el salón porque yo le llamaba desde mi cuarto, él hablaba de forma ininteligible ya que imaginábamos que, en realidad, estaba en una casa en medio de campos de arroz en algún lugar de China.

Nunca pensamos que aquel inocente y divertido juego podría convertirse en una especie de sortilegio para el futuro, porque ambos hemos acabado teniendo relación con China por nuestro trabajo. Una relación temporal y limitada, pero este país es tan intenso que, por corta que sea la inmersión, siempre va a dejar una huella.

Llegué a Pekín como corresponsal de RTVE a finales de julio de 2015. Jamás había pensado en China y el área de Asia-Pacífico como destino para mí, más allá de los viajes de vacaciones y de aventura que había hecho por el Sudeste Asiático con la mochila a la espalda. Me gustaba este continente, pero no imaginé que podría acabar de corresponsal, y mucho menos que estaría varios años seguidos.

Mis primeros ángeles en esta ciudad, que desde el principio me pareció inabarcable, fueron Wang, el conductor de la oficina, y Verónica Lau, la administrativa. Los dos vinieron a buscarme al aeropuerto después de un largo viaje en el que no paré de preguntarme si había hecho bien aceptando la propuesta, y de si sería feliz en un país tan alejado de los míos y, en apariencia, tan difícil. Las dudas andaban sueltas en mi cabeza y sentía el vértigo anidado en mi estómago. No soy de dormir en los vuelos, pero sometida a esta agitación mental, no es extraño que no pegase ojo en las doce horas que duró el vuelo de Air China.

Al llegar me instalé en un hotel cerca de la oficina. Tenía que buscar casa y enfrentarme con toda la burocracia para que el gobierno chino me diese la tarjeta de prensa, con la que estaría autorizada a trabajar de periodista, y hacerme el visado de residencia con validez para un año.

Los primeros días fueron un no parar. Verónica, que llevaba en la corresponsalía de Pekín desde los tiempos de Rosa María Calaf, y con la que ya había estado antes en la de Hong Kong, se sabía de memoria todos los trámites y, con su capacidad de organización, me sometía a unos maratones que, aún bajo los efectos del jet lag, me hacían parecer una zombi andante. El calor y la humedad del verano pekinés tampoco ayudaban mucho. Con solo dos minutos en la calle, rompía a sudar de un modo que temía deshidratarme.

Del banco en el que debía abrirme una cuenta, me llevaba al Buró de Información donde tenía que pasar una entrevista. Después yo continuaba viendo pisos, y completaba mi jornada con las cuestiones técnicas y el día a día de la oficina.

La experiencia más extraña que debemos pasar los extranjeros que solicitamos un visado de residencia es el chequeo médico al que nos someten y cuyos resultados condicionan la concesión del permiso para vivir en China. Esto era ya antes de la covid.

Wang me llevó a un lugar muy alejado de la ciudad. Tardamos más de una hora en llegar. El edificio me pareció un antiguo hospital militar, un ambulatorio un tanto fantasmal, gris y frío, que no infundiría confianza ni tranquilizaría a ningún enfermo.

Tras pasar por una ventanilla en la que me entregaron un montón de papeles, me fueron llamando desde distintas salas. Primero, los análisis de sangre, después un electro, una ecografía, me miraron la boca y el oído, me midieron y pesaron y, por último, y lo más divertido, pasé al recinto del oculista. Ni él hablaba inglés o español, ni yo chino, así que con mi mano derecha indicaba si unos cuadrados de diferentes tamaños estaban abiertos por arriba o por abajo, a la derecha o a la izquierda. La escena era digna de ser grabada para un vídeo de «Así nos entendemos dos mundos tan diferentes».

A los pocos días del reconocimiento médico encontré casa. El siguiente paso era ir a la comisaría más cercana con el contrato firmado para registrarme. De hecho, en China debes repetir este trámite cada vez que sales del país y vuelves a entrar. Pero ya con un espacio propio, una bicicleta que me había comprado, los resultados de los análisis óptimos y el visado en proceso, parecía que todo empezaba a tomar otro cariz. Sentía que mi vida en China echaba a andar.

Pero esa tranquilidad mental duró solo unas horas. Las dos maletas con las que viajé desde España tuvieron que permanecer cerradas en mi nueva casa durante una semana más. La primera noche, cuando el apartamento todavía olía a la pintura de la limpieza que le había pedido a la propietaria, Verónica me llamó sobre las tres de la madrugada para avisarme de una explosión en el puerto de Tianjin. Allí me fui a la mañana siguiente con Nacho Creus, el cámara, y estuvimos unos ocho días sin parar.

Ya entonces pensé que en esta corresponsalía, a la que había ido en principio para un año aunque he terminado quedándome seis, no me iba a aburrir.

Los inicios nunca son fáciles y menos aquí. Contraté a una profesora de chino, a Wendy, que después ha sido una amiga y de la que hablo mucho por la gran ayuda que siempre me ha prestado. Con ella aprendí lo que llamamos el «kit de supervivencia», las cuatro palabras básicas de la vida diaria. Los problemas con el idioma son infinitos. A veces, las situaciones son cómicas. Yo llegué a pedir en un bar «un amigo» en vez de una cerveza, porque las palabras son similares. Y después entendí por qué, ante mi insistencia, aquel camarero retrocedía con cara de estar delante de una occidental que debía de estar sola y un tanto trastornada por ello.

También me costó mucho situarme espacialmente, y eso que Pekín no es muy complicado. Si miras un plano, el diseño de la gran urbe son anillos que se rodean unos a otros. El primer anillo es el entorno de la Ciudad Prohibida, y se van ampliando hasta llegar al séptimo. Pero mis primeros trayectos fueron con Wang que, siempre en su afán de llegar rápido, coge numerosas callejuelas y atajos, por lo que yo acababa desorientada.

En 2015 todavía no había Didi, una especie de Uber, pero mucho más popular y económico con el que es muy fácil moverse. En el mundo de los taxis había de todo: unos que no paraban porque veían que era occidental, y otros con los que perdía quince minutos intentando explicar dónde iba y después otros quince caminando porque me dejaban muy lejos de mi destino. Circulaban también unos motocarros con los que negociabas el precio antes de subir, y en alguna ocasión llegué a vivir momentos de riesgo por su velocidad y sus carreras por calles en dir

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