Prólogo
Ha llegado un momento en que estoy hasta las narices de Miguel Milá. Aun agradeciendo el reconocimiento recibido en los últimos años, he llegado a hartarme de mí mismo. Siempre me ha gustado la tranquilidad. He huido de la presión porque sus efectos me impiden ser yo mismo. Y lo paso mal. Lo paso mal despertando expectativas. Ni siquiera me gusta recibir encargos. Cuando tengo una idea, la construyo. No sé pensar de otra manera. Por eso me parece una exageración hacer un libro. Tanta exposición me obliga a revisarme, a investigarme, a cuestionarme, y, cuando lo hago, todo me parece lleno de fallos, falto de verdad. Los aplausos y discursos me convierten en algo con lo que no me identifico.
Todo esto lo compenso con el aprecio, con el cariño y con la amistad que he recibido. Ahora, bien cumplidos los ochenta, he llegado a la conclusión de que a la gente le importa más el cómo que el qué. Cómo digo las cosas y cómo me expreso interesa. O parece que interesa. Tengo la sensación de que lo que digo ni lo oyen. Por eso tal vez debería callar. O aclarar las cosas. O aclararme yo mismo.
No reconocerme en un libro o en un artículo sobre mí me intranquiliza. Y me perturba el sueño. Cuando me reconozco, me emociono y mi mujer me pregunta: «¿Ya vas a volver a llorar?». Si os creéis que os voy a decir cómo tenéis que hacer las cosas, no os molestéis en leer este libro. No creo en las doctrinas únicas. Yo solo sé hablar de las cosas que me pasan. Hablo solo por mí, desde mi experiencia, desde mi punto de vista y con mi sesgo personal. Con ochenta y ocho años, esto es lo que pienso. Que quede claro que puedo cambiar de opinión.
Diseñar
es ordenar
Siempre he dicho que soy un diseñador preindustrial. Me metí en el mundo del diseño sin darme cuenta. Sin saber lo que era el diseño. En realidad, todavía no lo sé. No lo sé porque creo que el diseño va cambiando. Por eso yo, con el tiempo, voy redefiniendo la idea que tengo sobre el diseño. Es decir, he aprendido a vivir con pocas certezas. También a administrar esas pocas verdades.
Por un lado, sigo pensando lo mismo que pensaba cuando comencé a diseñar. Aunque esa idea se ha enriquecido. Es más plural, más atrevida y más sincera. Por eso sé que las ideas potentes admiten la duda.
Intenté hacer una lámpara con una pantalla que se pudiera fijar a diferentes alturas, para que fuera funcional. Que desapareciera cuando no se necesitara.
Tras pensarlo mucho llegué a la conclusión de que diseñar es ordenar y de que el diseño consiste en cumplir una función manteniendo la emoción, la emoción estética. Todo lo que soluciona con belleza es un buen diseño. Lo que consigue estética sin función es otra cosa. En el diseño tienen que darse a la vez ambos: solución y belleza. No vale entorpecer con belleza. La belleza nace de la gracia, de evitar, precisamente, la torpeza.
Cuando era joven me daba vergüenza reconocer, y ya no digamos afirmar, que me importaba la belleza, que consideraba esencial la parte estética de las cosas. Ahora me enorgullezco de haberla cuidado. También de decirlo. Y hasta de repetirlo: la estética es lo más importante. La función se da por hecha. Pero la emoción estética enriquece la compañía.
Los objetos nos rodean siempre, incluso cuando no se utilizan. Por eso lo más importante no puede ser únicamente el uso, porque la presencia de los objetos es tan fundamental como su uso.
Lámpara Care, de 1962 (que tomaba el nombre de Cabanas y Revuelta, los dos herreros que la produjeron), uno de mis diseños para Tramo. La versión actual, que comercializa Santa & Cole, fue rebautizada como Wally.
Una lámpara está mucho más tiempo apagada que encendida. Y cuando está apagada, lo mínimo que puede hacer es no molestar. Y lo máximo, alegrar la vida. Acompañar sería el punto intermedio.
Una lámpara debe alumbrar, en ningún caso deslumbrar. Por eso, al final, el mejor diseño acompaña y no molesta. No molestar es más fácil que acompañar. El que acompaña arriesga. Y se arriesga a molestar. Por eso acompañar sin molestar, o que te acompañen sin molestar, es un logro. Lo haga una persona o un mueble.
Alvar Aalto decía que, cuando una cosa no es útil, el tiempo la vuelve fea. Como diseñador he intentado no tener que dar explicaciones con el paso del tiempo. Trabajando trato de mejorar la vida del usuario. Intento simplificarla. Pero también busco acompañarla, embellecerla. A todo eso, estos días lo llamo «confort». Cuando pretendes que la gente viva con comodidad, debes tener en cuenta todos estos criterios.
La búsqueda de la emoción estética en diseño solo es posible a partir de un objeto que funcione. Al final, la razón pesa. Todo debe ser razonable, aunque la estética es siempre lo menos razonable. Y yo lo que hago como diseñador es ayudar todo lo que puedo a que esta unión sea posible. Dicho esto, tengo una gran admiración por la gente que es capaz de hacer algo inútil. No es ironía. Me fascinan los artistas capaces de trabajar solo en la emoción que producen las obras. Y me rindo ante los que logran producir belleza. Yo no sería capaz de hacer algo que no sirviera para nada. Lo que es meramente decorativo me sobra. No le encuentro el sentido. Eso sí, tengo la casa llena de objetos a los que asocio recuerdos, significados y afectos: una estantería modernista que mis padres no querían, un busto de mi abuelo o dibujos de mis hijos.
En mi mesa de trabajo. FOTOS: MARIANA EIDLER
Todo lo que tengo sé de dónde viene. Sé a quién ha pertenecido. Conozco su historia y esa historia está ligada a la mía. Nunca tendría en casa algo solo porque fuera bonito. Y, sin embargo, admiro a quien es capaz de concentrarse en esa búsqueda.
A mis ochenta y ocho años uno de los deseos que tengo es que pongan una barandilla en los accesos a los escenarios para, cuando subo a ellos, hacerlo con dignidad.
La moda
pasa de moda
Que la moda es aquello que pasa de moda lo dijo Jean Cocteau. Yo creo que te quita personalidad, es un error pensar que te la da. Mis diseños nunca han estado de moda. Y quizá tampoco han pasado de moda.
El legado de mi madre fue vacunarnos a todos los hermanos contra el consumismo salvaje. Yo ahora compro más cosas que antes, como todo el mundo. No suelo comprar algo que no necesite y nunca he dejado de usar algo que haya comprado. Los trajes me duran más de veinte años. He heredado americanas, corbatas y muchas otras cosas. Creo que lo bueno se usa muchas veces. Siempre que compro algo acabo necesitándolo.
Con todo, me gusta mucho ir bien vestido. El otro día me vi anticuado con una americana que heredé de no sé quién. La llevé a un sastre a «arreglar», uno de esos que por suerte han vuelto a abrir sus negocios, y le pedí que me la acortara un poco. Digamos que no es exactamente seguir las modas. Más bien actualizo un poco las cosas. Pero me alegra que vuelvan a existir estos profesionales de los «arreglos», que se recuperen algunos oficios, porque la gente demanda sus servicios. Yo tengo tendencia a transformar en útil todo lo que poseo. Esos cambios de la sociedad y esas repercusiones en el mantenimiento de los oficios me hacen ser optimista.
Sentado en la mesa de cristal que diseñé para mi hermano José Luis en 1962. Él quería una mesa que permitiera ver la alfombra. Esta mesa la comercializó Gres.
Las compras son una cuestión de educación y, sin ponernos solemnes, de ética. No tiene ningún sentido que las personas consuman al ritmo enloquecido de la moda. Afecta cada vez a más ámbitos de la producción industrial. Es eso lo que conduce a comprar cosas sin plantearnos si las necesitamos. Sin embargo, nos aseguran que ese es el futuro, el motor económico, el sistema de vida.
Creo que deberíamos preguntarnos por los efectos de esa compra continua en el planeta, en nuestros valores, en nuestro cerebro, en nuestra manera de relacionarnos, en nuestras prioridades y en nuestra forma de vivir la vida. Tras la vacuna de austeridad que recibimos en nuestra casa, me cuesta mucho pagar por una cosa más de lo que considero que vale. Debo entender su valor.
En cuestiones de vestir, compro poco pero bueno, y siempre durante las rebajas.
Diseñar
es mirar la vida
con lupa
Que esté todo por hacer no es un abismo, sino un mundo de posibilidades. Eso es lo que sucedía cuando yo empecé a trabajar en los años cincuenta. Todo estaba por hacer porque el país se hallaba sumido en un letargo, desconectado, paralizado. Y, por otro lado, desde muchos ámbitos, todo se estaba cuestionando.
Mis mejores maestros han sido personas, antes que profesionales. No concibo las obras al margen de las personas. Asocio lo hecho con quien lo hace. La primera lección la recibes del comportamiento de los autores, no de las obras en sí. Luego debes saber ejercitar la mirada, ver las cosas en lugar de pasar la vista por ellas. Diseñar te hace mirar la vida con lupa.
Yo trabajo como un pintor en su estudio. Me dedico a construir objetos cuando se me ocurren ideas y soluciones, cuando creo que algo podría servir, no solo cuando recibo encargos. Así, voy haciendo, y a quien viene a verme le enseño lo que tengo. Si le interesa, se lo queda, y si no, no. No descarto ningún encargo, pero me siento más cómodo con mis propias iniciativas, sobre todo cuando estas acaban gustando a la gente. Nunca he manejado ni briefings, ni plazos, ni programas, ni fechas de entrega. ¿Cómo puede asegurar alguien que tendrá un diseño listo un día determinado? ¿Y si no te sale? Solo tengo excepciones cuando trabajo en proyectos de interiorismo. Entonces sí lo hago con un calendario de plazos y entregas.
La presión no me ha ayudado nunca. Lo que me ha ayudado siempre ha sido sentirme libre. Entonces aparecen las intuiciones, desde la tranquilidad, desde la observación. Sin calma, uno no ve. Pasa de largo por la vida y se salta las ideas.
Soy muy inquieto, por eso voy en moto, para no perder tiempo. Pero que no me guste perder el tiempo no quiere decir que vaya como un loco. A mí no me gusta correr. No me gusta no ver las cosas. Y ver las cosas requiere tiempo. Por eso digo que diseñar es mirar con lupa para poder observar y entender. Desde la tranquilidad las ideas te asaltan. Y yo trato de enriquecerlas.
A veces, cuando doy con una idea, esta se transforma en obsesión. No dejo de pensar en ella hasta reducirla a su expresión más sencilla. En eso consiste mi trabajo. De principio a fin: primero tengo que ver, debo entender y darme cuenta de por qué he de hacer algo. Y después voy restándole elementos, hasta dejar la idea desnuda.
Dibujos y detalles de lo que se convertiría finalmente en la lámpara TMC (1957).
Para mí una idea propia tiene más sentido que un encargo originado por un estudio de marketing. Lo primero es un hallazgo: detectas un problema y propones una solución. Lo segundo, una respuesta a un problema que no habías entendido como problema. Solucionar lo que uno no considera un problema es más difícil. Quizá es una manera anticuada de verlo, pero así es como soy.
El pragmatismo y la simplificación máxima son claves en mi trabajo. Pero la estética ha de culminar el diseño. Y la estética, que nunca es adorno, aparece cuando todo está en su sitio. Por eso la gastronomía actual me pone nervioso. Creo que la estética debe salir del interior de las cosas. No imponerse a la esencia de las cosas. Me parece que solo si sale de dentro la belleza es profunda y real, verdadera. Añadir estética, como si fuera maquillaje, es una tontería. Porque el tiempo termina por ajar esa capa de disfraz. La pretensión me genera rechazo. Mucho más que la torpeza. La torpeza me enternece.
Para entendernos: un plato manchado con una pincelada de salsa me desconcierta. Una ensalada de tomate es bonita en sí misma. No necesita nada más. Me pone nervioso esta especie de diseño gráfico culinario. La cocina actual se preocupa más por el aspecto de sus platos que por actualizar de verdad la cocina clásica. Contrariamente a lo que se pretende, la decoración en el plato no invita a comer, porque o te da rabia, o te impide destruirlo por respeto.
Nuestra casa
Nuestra casa está hecha de nosotros, de lo que somos y de lo que fueron nuestros antepasados. Es la historia del lugar, una casa de casas, como un cofre de nuestra propia historia. Está hecha a capas, a días, a decisiones de abrir aquí y cerrar allá, de evitar el sol o de buscarlo, de tratar de aprovechar la energía solar y compensar el frío. Está hecha de la vida de los que hemos vivido en ella y muy llena de fotografías y dibujos. Hay muchos cuadros de nuestros hijos, sobre todo de Juan y de Lucas. Lucas se gana la vida como pintor y como muralista. En las paredes de nuestra casa se puede ver su evolución como artista. Pintó a su abuela, la madre de mi mujer, como una mujer rompedoramente moderna y amante de los animales. Y lo fue: vivía rodeada de perros y montó a caballo hasta los ochenta y tres años. Decía siempre: «Si me rompo, me rompo».
Tengo una vitrina con recuerdos familiares que me han impactado: unos anteojos, unas pinzas para ensanchar guantes... Lo que me interesa siempre tiene una base de diseño y un componente de función. Valoro mucho la belleza técnica.