Maelstrom

Sigrid Rausing

Fragmento

cap-1

1

Ahora que todo ha pasado, me sorprendo pensando en la historia y los recuerdos familiares; en los relatos que cohesionan a las familias y los actos capaces de desintegrarlas.

Antes creía que no había actos irreversibles; que en general era posible enmendar las decisiones tomadas y los errores cometidos. Ahora sé que algunos actos de la vida son irreversibles y pueden conducirnos a paisajes con los que jamás habíamos soñado.

*

En Comedia onírica, obra de August Strindberg de 1902, se repite una frase: «Det är synd om människorna». La pronuncia la hija del dios Indra, la cual desciende a la tierra para comprender mejor a la humanidad y los sufrimientos que esta se inflige. No es fácil de traducir. Edwin Björkman, en su versión de principios del siglo XX, la tradujo de manera sencilla, aunque quizá algo torpe, como «Los hombres son dignos de lástima». Det är synd om människorna. Y a mi parecer, de todas las heridas que se inflige la humanidad, la drogadicción es una de las más trágicas. ¿Quién puede ayudar al drogadicto, consumido por un ansia vergonzosa, por una necesidad incontrolable? No hay medicamento: las drogas son el medicamento.

¿Y quién puede ayudar a las familias, tan implicadas en la autodestrucción del toxicómano? ¿Quién puede ayudar cuando, en la mente de este, la misma noción de «ayuda» se convierte en sinónimo de ejercicio de poder; de estado policial constituido por la familia; de fin de la libertad?

Este es un relato sobre el ser testigo de la drogadicción. En algunos aspectos es una historia corriente: dos personas, Hans y Eva, mi hermano y su esposa, se conocieron en un centro de desintoxicación, se enamoraron, se casaron, tuvieron hijos y recayeron. Él sobrevivió; ella no. Los relatos sobre la drogadicción son idénticos en todo el mundo; no deja de ser curioso que el curso previsible de la enfermedad y de la rehabilitación borre la individualidad de los toxicómanos.

En nuestro caso la historia fue distinta, en parte porque llegó a ser del dominio público. Presenciar el declive físico y mental, aparentemente voluntario, de seres queridos provoca un dolor indecible. En ese contexto, da igual que la historia sea o no sea pública: la tristeza y la angustia son tan abrumadoras que los titulares traen sin cuidado. Aun así, nadie desea que los medios de comunicación se apropien del relato de su vida.

Bastaría esa razón para escribir un libro. Por otra parte, siempre había dado por sentado que los acontecimientos dramáticos traerían consigo un relato, acompañado de una conclusión, que guardaríamos en el archivo familiar. La historia sería contada, probablemente por los abogados; se revelarían los datos, y las generaciones futuras de la familia conocerían lo ocurrido.

Sin embargo, resultó que nadie reunía los datos. No había cronología ni un relato familiar coherente. Y, no obstante, la drogadicción de Hans y Eva fue lo peor que nos había sucedido. Nos arrastró al infierno de la tristeza muda y a cámara lenta, al reino de los ataques de nervios repentinos y los desvaríos inexplicables. Nos llevó a discusiones inquietantes; a complicados intercambios de correos electrónicos que nos ocuparon mucho tiempo; a infinidad de dictámenes y conversaciones; a contactos con psiquiatras, psicoterapeutas y expertos en adicciones de todo tipo. Me indujo a reflexionar a fondo sobre la naturaleza de la familia y los límites de nuestra responsabilidad respecto a los demás; sobre quiénes éramos y en quiénes nos habíamos convertido.

Hans y Eva se casaron en 1992. Fue la culminación de varios años de rehabilitación. Habían asistido a las reuniones del programa de los doce pasos; tenían padrinos, incluso es posible que hubieran apadrinado a otros toxicómanos, y daban dinero a organizaciones benéficas especializadas en problemas de drogadicción. En 1999 ya tenían tres hijos. Y a los ocho años de contraer matrimonio sufrieron una recaída calamitosa.

Esta duró doce años. Yo tenía treinta y ocho cuando empezó; cincuenta cuando terminó.

Quiero entender cómo se inició todo, mucho antes de la recaída. Sin embargo, quién conoce el cómo, o el porqué; qué prehistoria de sentimientos, o predestinación genética, conduce a las personas a la toxicomanía.

Sé algunos datos. A principios de la década de 1980 Hans, que tendría entonces dieciocho o diecinueve años, viajó en tren por la Unión Soviética, China y la India con unos amigos. En Goa conocieron a unas jóvenes italianas que estaban en la playa: así probó Hans la heroína.

Eva era una estadounidense expatriada, nacida en Hong Kong y criada en Inglaterra. Se enganchó a las drogas aún más joven que Hans.

Ambos pasaron por numerosas clínicas de desintoxicación. A finales de la década de 1980 coincidieron en el mismo centro. En ese momento no se conocían. Eva se encontraba en una fase avanzada de rehabilitación, y de hecho ya estaba fuera del programa cuando le pidieron que convenciera a Hans de que continuara, pues mi hermano estaba a punto de dejarlo, de recaer en las drogas. Por lo visto a Eva se le daba bien ayudar a los demás toxicómanos, y consiguió persuadir a Hans de que se quedara. Se hicieron amigos.

Más tarde —para entonces ya eran más que amigos—, Hans llevó a Eva a la casa que mis padres tenían en el campo, para que conociera a la familia. Recuerdo muy bien aquel primer encuentro. Eva, con un traje rosa de Chanel, estaba apoyada en el respaldo del sofá de la biblioteca; rubia, delgada y un tanto reservada. Se la veía al mismo tiempo joven y mayor, convencional y rebelde, arreglada y desaliñada. Se había criado en Londres, pero me pareció más norteamericana que inglesa. Su madre era de Carolina del Norte; el padre se había trasladado muy joven de Europa a Estados Unidos.

Mi madre los conocía; habían acudido al mismo grupo de Familias Anónimas del barrio de Chelsea.

*

Una vez oí al escritor David Grossman hablar de la aflicción por la pérdida de su hijo, que había muerto trágicamente en uno de los numerosos conflictos de Israel. Afirmó que verbalizar los sentimientos nos hace humanos. Quise añadir, o quizá lo dijera él, que la aflicción puede convertirnos en algo distinto de lo que somos o de lo que fuimos si no conseguimos entenderla. Escribir es una forma de entender.

Creo en la escritura. Soy directora de una revista y editora; el texto es mi profesión. Leer y escribir puede llevarnos a reflexionar sobre nuestros sentimientos, sobre las personas a las que queremos y el porqué y el cómo las queremos. Sé que quiero a mi hermano, no porque lo merezca (¿quién se lo merece?), sino porque, desde que éramos adolescentes, cada vez que nuestras miradas se cruzan me entran ganas de reír; porque es un ser auténtico y su presencia (su estatura, su corpulencia, su espíritu) vuelve a parecerme reconfortante después del largo paréntesis, de su período de abandono, de su condición de zombi.

Hará un año mi hermano me contó que estaba leyendo En busca del tiempo perdido, de Proust. Por segunda vez me abstuve de hablarle de este libro, mi propio proyecto de rememoración. La primera vez había sido unos meses antes, cuando me preguntó si estaba escribiendo algo. Mi última obra, unas memorias sobre el año que pasé en una granja colectiva sovi

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